22.02.11

Entre la luz y la tiniebla - Talentos infecundos

A las 12:53 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Entre la luz y la tiniebla
 

El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.

Talentos infecundos

Una buena prueba del Amor que Dios tiene para sus creaturas es que no las deja inmersas en el mundo sin ningún tipo de ayuda sobrenatural. Así cuando en el libro de Génesis (1, 28) se recoge que, habiendo creado a Adán y Eva les dijo “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra” les concedió algo con lo que poder valerse: los talentos o, lo que es lo mismo, las diversas capacidades de las que se vale el ser humano para vivir.

Es, así, Dios, como aquel hombre (Mt 25, 14-30) que cuando iba a irse de sus tierras y casa llamó a quienes les servía y les dio, a cada uno de ellos, una cantidad de dinero determinada. Esperaba que, a su regreso, los tales siervos hubiesen hecho rendir aquella inversión que el señor hacía a favor de los que para él trabajaban. No esperaba, por tanto, dejación de acción o falta de perseverancia en el intento de hacer lo que debían hacer.

Uno de ellos, como sabemos, tuvo miedo y le devolvió el talento sin ningún tipo de ganancia. Fue remiso a su deber y quiso quedarse como estaba. Eso le perdió y fue, para el, el “llanto y el rechinar de dientes”.

Esta parábola, más que conocida, es muestra inequívoca de lo que quiere Dios de nosotros. Nos entrega unos talentos que tenemos que poner a trabajar. Pero no siempre lo hacemos porque nos atenaza una especie de silencio interior que no nos permite hacer rendir tales dones del Creador.

Ciertamente podemos preguntarnos acerca de los talentos que tenemos y qué somos capaces de hacer con ellos. Pero también podríamos tratar de comprender qué se puede perder, para la humanidad de los hijos de Dios, si los escondemos o si los tratamos como algo exclusivamente personal o íntimo, sin darle la trascendencia que merecen.

Por otra parte, hay un talento que, en especial, caracteriza a las personas que se tienen por herederas del reino de Dios (pues todo hijo se sabe en tal derecho). Este no es otro que la fe, sin la cual, todo lo demás, en cuanto a comprensión espiritual de nuestra realidad, carece de sentido.

De la fe pende, de-pende, todo lo demás. Por eso hemos de hacer rendir tal talento que llevamos impreso en nuestro corazón de hijos de Dios.

Sin embargo, a veces nuestro corazón es como el pedregal de la parábola del sembrador (Mt 13, 20-21) y oímos la Palabra de Dios que aceptamos con gozo pero como no queremos tener raíz en nosotros mismos (y no hacemos rendir tal talento de fidelidad) somos inconstantes en ella. Tenemos, entonces, miedo ante la persecución y, como recoge el que fuera publicano, ante “la tribulación” (sea grande, pequeña o producida por la que llamó santa Teresa la loca de la casa” o imaginación) y escondemos el mejor de los talentos bajo cualquier celemín de nuestra conveniencia. Sucumbe, así, lo que podría ser fuente de vida que cegamos en el exacto momento de posarse en nuestro corazón de hijos.

Tampoco la hacemos rendir si la ocultamos en algunas de las prácticas, por desgracia, más comunes: la rutina o el perverso cumpli-miento que es la forma más humana de hacer como que se hace pero sin hacer, disimuladamente, de forma farisaica.

En tal momento podemos encontrarnos de falta de rendimiento de algunos de los talentos que Dios nos otorga que dejan de ser fecundos y se pierden para siempre porque, además (si no fuera eso ya suficiente) el no hacer con ellos lo que corresponde hacer es decir no al Creador y a la bondad que tuvo al entregarnos lo que nos sirve y que, incomprensiblemente, enterramos bajo las siete llaves del egoísmo y los cuatro candados del “qué dirán” llamado, comúnmente, respeto humano.

De todas formas, siempre deberíamos tener presente, en atención al rendimiento de nuestros talentos, que (Mc 4, 25) “Al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. Y no es cuestión de que la justicia divina sea injusta sino, al contrario, retributiva de acuerdo con la voluntad de Dios que, como sabemos, suele diferir de la nuestra. Y es que no estamos lejos de ser siervos poco conscientes de que lo somos.

Eleuterio Fernández Guzmán