7.03.11

Entre la luz y la tiniebla -¿Por qué duele tanto la Verdad?

A las 12:19 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Entre la luz y la tiniebla
 

El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.

¿Por qué duele tanto la Verdad?

Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos la razón; y las irracionales, las que corretean por la superficie de la tierra, o habitan en las entrañas del mundo, o cruzan el azul del cielo, algunas hasta mirar de hito en hito al sol. Pero, en medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros, los hombres —no hablo aquí de los ángeles— nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe”.

Escribió, en Amigos de Dios (24), san Josemaría el texto aquí traído. No es poco lo que dice porque, en realidad, es el centro de lo que, en muchas ocasiones, se lleva a colación para hacer de menos a la Verdad.

La verdad, Verdad suprema es que Dios existe. Tiene, además, una Ley que sus criaturas (creación Suya es todo) tienen que cumplir pero que, a veces, no es excesivamente comprensiva con los devenires del mundo.

Por ejemplo, en Sir 15, 11-20, en el Salmo 19 o, por último en la Epístola a los Romanos (2, 12-16) se nos muestra que tal norma divina nos impele a actuar de una forma que sólo podemos tener como buena y benéfica para nuestra vida, hijos de Dios como somos. Es la denominada “ley moral natural” que, si bien es accesible a todos, puede quedar ocultada por el pecado y no ser causa de actuación humana.

La Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes, Concilio Vaticano II, en su número 16) abunda en los mismo cuando dice que “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente”.

Ley moral natural, pues, nos dice que, por ejemplo, existe un bien y un mal (principio a partir del cual deriva todo lo demás). Esto, sin embargo, es contrapuesto por aquellos que entienden que no exista tal cosa y que, en todo caso, tal concepción no se puede tener en cuenta por apoyarse en concepciones religiosas, presentando una concepción de realidad de raíz relativista y fomentando, de paso, una desorientación en quien a eso se acoge pues si no existen el bien y el mal carece de sentido la búsqueda de la perfección interior y, en suma, el encuentro con Dios.

Y la Verdad duele, sobre todo, porque no es cómoda o, mejor, no hace la vida más cómoda a quien la sigue sino, en todo caso, más libre porque lleva implícita la libertad tanto de aceptarla como de rechazarla y no el sometimiento al mundo y a sus mundanidades.

Por lo tanto, quien acepta a Dios acepta la Verdad misma y, así, su realidad y su misma existencia. Al contrario, quien reniega de Dios habrá cerrado las puertas de su corazón a la mejor libertad que es la que se acepta como tal y así se vive.

Decía arriba san Josemaría que, en uso de nuestra libertad, “podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe” teniendo en cuenta que, incluso negando tal gloria el Creador no lo ha tener en cuenta porque, precisamente, ha donado la libertad a su creación y no puede desdecirse de lo hecho cuando lo hizo.

Negar que tal libertad exista, que la Verdad exista y que, en definitiva, Dios existe, es querer cerrar el corazón a la misericordia divina y perderse, por el mundo, en un verdadero, y poco fructífero, valle de lágrimas.

De todas formas, no olvidemos que no podemos engañarnos a nosotros mismos (o quien quiera engañarse a sí mismo negando el valor de la Verdad) porque, como dice san Pablo en su Epístola a los Gálatas (6, 7-8) “de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará: el que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna”.

No conviene, pues, caer en la trampa del maligno y sembrar en su carne olvidando el espíritu, el mundo, olvidando la Verdad y, por eso mismo, a Dios.

Eleuterio Fernández Guzmán