12.04.11

Entre la luz y la tiniebla - Creer

A las 12:41 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Entre la luz y la tiniebla
 

El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.

Creer

Jesús y Tomás

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: ‘La paz con vosotros.’ Luego dice a Tomás: ‘Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.’

Tomás le contestó: ‘Señor mío y Dios mío.’

Dícele Jesús: ‘Porque me has visto has creído. Dichosos los que o han visto y han creído.

Este diálogo que recoge San Juan en su evangelio (Jn 20, 26-29) es algo más que una conversación entre un incrédulo y el Hijo de Dios. A los pocos días de haber resucitado se presenta, otra vez, ante los discípulos. Ahora estaba con ellos Tomás que había manifestado ciertas dudas acerca de que el Maestro se les hubiera presentado el domingo anterior, al atardecer del día Su Resurrección, como le dijeron que sucedió. Si no veía y no tocaba no creería. Fue, así, meramente carnal y poco espiritual.

Pero lo que tenía que suceder sucedió para aprendizaje no sólo de Tomás sino, en general, de todo el que quiera creer y no sepa cómo hacerlo o en qué sustentar su fe.

En realidad cualquier persona podría decir, según su entender, qué es la fe. Pondría, para eso, su propia experiencia en la definición de tal término. Pero Jesús lo hace de forma perfecta y sin dejar posibilidad a que la duda anide en el corazón de quien la pudiera tener.

Ante la seguridad de Tomás de encontrarse con Cristo resucitado, éste define, a la perfección, lo que es la fe: “Dichosos los que no han visto y han creído”. Y eso es la fe, ni más ni menos porque la fe no puede requerir ningún tipo de comprobación que exceda el mismo decir que se tiene. De ser así no sería fe sino otra forma de conocer la realidad aunque no exactamente la del fiel que dice que lo es y actúa en consecuencia con tal creencia.

Pero, además, la fe ha de ir acompaña por una virtud que no deberíamos olvidar: la humildad. Así, el ciego que le pide a Jesús “Que yo vea, Señor” (Mc 10, 51) lo hacía desde un corazón no soberbio sino necesitado de un auxilio gigantesco y sin parangón; desde quien se sabe abandonado a la bondad y a la misericordia de Dios. Y así se lo pide. ¡Ut videam!… y que tal visión se fundamente en una fe cierta y franca. Así, estaremos con San Josemaría cuando escribe, en Surco (862), que “Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite, grita, insiste con más fuerza, ‘Domine, ut videam!’ —¡Señor, que vea!… Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que El te concederá” y haremos, de la Palabra de Dios, una fuente de Agua Viva que nos provea de la salvación eterna.

Es bien cierto, por otra parte, que podemos sentirnos asaltados por un laicismo rampante, que tan sólo quiere aislar a los ahora discípulos de Cristo, agobiados por una mentalidad nihilista que no cree en nada (para creer en cualquier cosa, como diría G. K. Chesterton), por un subjetivismo que valora a todos por igual para que nada de lo verdaderamente importante tenga valor; que sugiere el abandonismo como dando a entender que la fe no vale ni tiene sentido. Y entonces la fe nos salva del abismo porque sabemos que en las ultimidades tenemos un gozoso futuro y que Cristo nos está preparando las estancias en la Casa del Padre (Jn 14, 2).

Así, “apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias” (Col 2,7) caminamos por el mundo a sabiendas de sustentar nuestra existencia sobre la piedra angular que es Cristo pues, no obstante dejó dicho que “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea se condenará” (Mc 16, 16) y es la forma más segura, única además, de manifestar que, en efecto, somos Hijos de Dios y que nuestra filiación divina la tenemos como algo importante para nuestra vida.

Y, en realidad, incluso de forma egoísta podemos acogernos a aquello de que “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12, 30) porque es un santo egoísmo al proveernos, para nosotros, el mayor bien que ser humano haya podido anhelar: la eternidad. Y, ciertamente, desparramar la fe perdiéndola por el mundo y sus mundanidades es algo que debería ser impensable para nosotros, los hermanos del Hijo de Dios porque somos, precisamente, de Cristo.

Eleuterio Fernández Guzmán