21.04.11

El siglo oscuro (y III): Un Papa con 18 años

A las 1:29 AM, por Alberto Royo
Categorías : Panamá

CULMINA EL SIGLO X BAJO EL SIGNO DE LAS INTRIGAS

 

Juan XI Murió recluido en 935 y le sucedió el piadoso León VII (936-939), devoto hijo de San Benito. El árbitro y rey absoluto de Roma era Alberico, el hijo de Marozia, el cual, considerándose nuevo Augusto, empezó a llamarse Princeps omnium Romanorum. Se portó en todo como dictador, pero demostrando gran capacidad política y empleando su autoridad omnímoda en reformas beneficiosas. Redunda en honor suyo la protección que dispensó a los cluniacenses. Hizo venir de Cluny al abad San Odón, por cuyos consejos se guió muchas veces, y le cedió su propio palacio del Monte Aventino para que lo convirtiera en monasterio. San Odón se encargó de introducir la reforma en varios monasterios romanos, como el de San Pablo, y en Subiaco y en otros del sur de Italia, iniciándose así el formidable laboreo de la tierra inculta y áspera, que había de producir, pasada una centuria, espléndidas cosechas espirituales.

Bajo la sombra protectora de Alberico, que ponía su nombre en las monedas romanas junto al del papa, desfilan calladamente, pero con dignidad de pontífices, atendiendo cuidadosamente a los asuntos eclesiásticos y sin desentenderse de los generales de la cristiandad, como lo demuestran sus diplomas, Esteban VIII (939-942), un Marino II (942-946) y Agapito II (946-955). En este último pontificado se renuevan las acometidas de los árabes contra la costa del sur de Italia, cuando el emir de Sicilia, El Hasan, se apodera de la ciudad de Reggio y amenaza a toda la Calabria (950); otras dos veces desembarcan sus tropas en 952 Y 956, pero tiene que retirarse sin positivos resultados. En adelante serán los cristianos los que tomen la ofensiva para desalojar a los árabes de la misma Sicilia, empresa que no se verá realizada hasta después de un siglo.

Anotemos aquí que hasta en el litoral de Provenza (Fraxinetum) se había creado una colonia sarracena a fines del siglo IX, que, ayudada por moros españoles, hacía incursiones por el país comprendido entre los Alpes y el Ródano; y por más que en 942 fue atacada por Hugo, rey de Italia, y por los bizantinos, perseveró en sus posiciones, llegando alguna vez en sus algaradas a través de Suiza hasta el monasterio de San Gallo. Solamente en tiempo de Otón el Grande fueron expulsados de Freinet los últimos musulmanes (972).

Alberico, el dictador de Roma, tuvo un hijo, a quien le impuso el grandilocuente nombre de Octaviano. Como le destinaba para el trono, la educación que le dio fue profana, palaciega, propia de un príncipe temporal. No es, pues, extraño que el joven Octaviano, de pasiones ardientes y algo brutales, contrajera los vicios que cundían en aquel ambiente. Y el mayor desacierto de Alberico fue el propósito que su hijo con la corona imperial ciñera también la espiritual. Reunió en San Pedro a los nobles romanos bajo la presidencia del Papa y les hizo jurar que a la muerte de Agapito II no elegirían a otro que a Octaviano. El primero en morir fue Alberico (954). Su hijo heredó el título de «Senador y Príncipe de todos los Romanos», y cuando al año siguiente bajó a la tumba Agapito II, el joven príncipe Octaviano, que contaría entonces dieciocho años, ciñó la tiara pontificia y se llamó Juan XII (955-964), pero desgraciadamente, al cambiar de nombre no cambió de conducta (no fue Juan XII el primer papa que introdujo esta innovación del cambio de nombre. Antes de él lo hizo Juan II, que se llamaba Mercurio. Después de Juan XII cambió de nombre Juan XIV, dejando el propio de Pedro, y lo mismo hicieron Gregorio V, que se llamaba Bruno, y Silvestre II, que se decía Gerberto; desde Sergio IV, antes Pedro, todos los papas después de su elección han cambiado de nombre).

La autoridad temporal y espiritual en Roma fue así de nuevo unificada en una sola persona, un hombre inmoral, ordinario, cuya vida fue tal que del palacio Lateranense se hablaba como de un burdel, y la corrupción moral en Roma llegó a ser objeto de repudio general. Guerra y persecución agradaban más a este papa que el gobierno eclesiástico. Es muy difícil a1 historiador formarse juicio sobre la conducta del joven papa. No podemos dar crédito al apasionado y parcial Liutprando de Cremona, que al narrar las gestas de Otón I, por su empeño en glorificar a este emperador, acumuló en la cabeza del partido contrario todas las torpes calumnias que la maledicencia popular inventa contra los más altos personajes. Tampoco es digno de fe el Liber Pontificalis, que probablemente depende en esto de Liutprando, y que ciertamente está redactado en este punto por un enemigo personal de Juan XII.

Lejos de todo partidismo, se le describe como amante de la caza, se dice que sus pensamientos eran de vanidad, que gustaba de las reuniones de mujeres más que de las asambleas litúrgicas o eclesiásticas, que se complacía en las tumultuosas insolencias de los jóvenes y que en lascivia y audacia superaba a los paganos. Esto quiere decir, por lo menos, que en la vida de Juan XII se veía, más que al pontífice y sacerdote, a1 príncipe secular, poco diferente de los señores de aquella atormentada y turbulenta época.

Pero hay que advertir una cosa, y es que el gobierno de la Iglesia siguió perfectamente normal: Juan XII se informaba de los problemas que se planteaban al episcopado en las diversas naciones, defendía los bienes eclesiásticos aun con amenaza de excomunión, favorecía y pedía en cambio oraciones a los monasterios y tenía clara conciencia de que él es la cabeza visible del Cuerpo místico, según afirmaba en una carta a1 arzobispo de Maguncia: «Hemos sido constituidos, después de Cristo, como cabeza de toda la cristiandad, no por privilegio alguno humano, sino por la palabra del mismo Señor a San Pedro Apóstol… ; y, por tanto, cuando tenemos noticia de que algún miembro de nuestro Cuerpo sufre injustamente tribulaciones y molestias, nos compadecemos y sentimos el peso del dolor».

La conducta de Juan XII, aunque no fuera tan inmoral como pretenden los que se fían de Liutprando, tenía que escandalizar a los monjes reformados por San Odón y a otros eclesiásticos seguidores de la misma corriente. Tal vez este partido anhelaba la intervención del rey alemán Otón I en la política romana, esperando de ahí la paz, el orden, mayor independencia y regularidad en lo eclesiástico. Pero por tradición familiar Juan XII estaba lejos de simpatizar con el monarca germánico. Sin embargo, cuando el Papa fue derrotado en la guerra contra el Duque Pandolfo de Capua, y al mismo tiempo los Estados Eclesiásticos fueron ocupados por Berengario, Rey de Italia, y su hijo Adalberto. en este dilema el Papa había recurrió al rey germano, quien entonces apareció en Roma a la cabeza de un poderoso ejército.. El 31 de Enero de 962, Otón llegó a Roma, juró reconocer a Juan como Papa y gobernante de Roma, a no publicar decretos sin el consentimiento del papa y, en caso de entregar su mando en Italia a cualquier otro, exigir de tal persona un juramento para defender al Papa y el patrimonio de San Pedro. El Papa, por su parte, juró guardar fidelidad a Otón y no realizar alianza alguna con Berengario y Adalberto. El día 2 de Febrero de 962, Otto fue coronado emperador por el Papa.

El duodécimo día tuvo lugar en Roma un sínodo, en el cual Juan, a solicitud de Otón, fundó el Arzobispado de Magdeburgo, otorgó el palio a los Arzobispos de Salzburgo y Trier, y confirmó la designación de Rother como Obispo de Verona. Al día siguiente, el emperador emitió un decreto, el famoso Diploma Ottonianum, en el cual confirmó a la Iglesia de Roma en sus posesiones, particularmente aquellas otorgadas por Pepino el Breve y Carlomagno, y estipuló al mismo tiempo que en el futuro los Papas serían elegidos en forma canónica, si bien su consagración tendría lugar solo después de que se hubieran hecho las promesas necesarias al emperador o sus embajadores. La autenticidad del contenido de este tan cuestionado documento es segura, aunque el que se conserva sea tan solo un duplicado del original. El 14 de Febrero el emperador salió airado de Roma con su ejército para reanudar la guerra contra Berengario y Adalberto.

Este pacto se mantuvo sólo durante el tiempo que Otón permaneció en Roma, ya que en cuanto el emperador abandonó Italia, Juan XII, rompiendo su juramento de fidelidad, buscó alianzas con los bizantinos, los húngaros y los príncipes italianos para desembarazarse del flamante emperador. Otón reacciona con una nueva marcha militar sobre Roma que obliga a Juan XII a huir de la ciudad. El emperador convocó un concilio en San Pedro en el que, el 6 de noviembre de 963, depone al Papa acusándolo de vicios y delitos tan graves como la simonía, el incesto, el perjurio, el homicidio y el sacrilegio. Estas imputaciones eran del todo fundadas, poniendo de manifiesto el alto grado de corrupción que existía en las más altas esferas de la Iglesia.

Rehusando reconocer el sínodo, Juan pronunció sentencia de excomunión contra todos los participantes en la reunión, así eligieran en su lugar a otro papa. El emperador entonces se ofreció para acusar a Juan de haber roto el acuerdo ratificado por juramento, lo traicionó y llamó a Adalberto. Con el consentimiento imperial el sínodo depuso a Juan el 4 de Diciembre, y eligió para reemplazarlo al protonotario León, un laico que recibió las órdenes sagradas ese mismo día y que tomó el nombre de León VIII. Este procedimiento estaba contra los cánones de la Iglesia, y la entronización de León fue casi universalmente considerada como inválida.

Juan XII que, en su huida, se había llevado los tesoros de la Iglesia, organizó un ejército con el que regresó a Roma en febrero de 964, una vez que Otón hubo regresado a Alemania, y convocó un concilio que depuso al huido León VIII, dedicando los últimos días de su existencia a vengarse de sus opositores, lo que motivó que Otón regresara nuevamente a Roma, aunque cuando llegó el Papa ya había fallecido.

En efecto, Juan XII murió el 14 de mayo de 964 según parece asesinado por un marido que había sorprendido al Papa en el lecho de su mujer. Otra versión dice que murió de apoplejía en pleno acto sexual. Luitprando, no sin malicia, cuenta que en esa ocasión el demonio le asestó un golpe en la sien como consecuencia de lo cual murió. Tras la muerte del indigno Pontífice, el pueblo romano optó por el cardenal diácono que había adquirido el sobrenombre de el Gramático, cuya fecha de nacimiento y nombre ignoramos y que tomó el nombre de Benedicto V, obviando a León VIII, el protegido del emperador Otón I, que había sido impuesto por este cuando depuso a Juan XII.

Al tener noticias del nombramiento de Benedicto, el emperador retornó a Roma, donde el 23 de junio de 964, tras apresarlo, lo depuso al rango de diácono y lo desterró en Hamburgo; tras lo cual repuso en la silla de San Pedro a su protegido. Después de reinstalar a León VIII, Otón abandonó Roma, llevándose a Benedicto como prisionero a Alemania, poniéndolo al cuidado de Adaldag, Arzobispo de Bremen-Hamburgo, quién lo trató con gran consideración, siendo reconocido como Papa legítimo por gran parte del clero alemán. Sus restos permanecieron en la catedral de Hamburgo, hasta que posteriormente fueron trasladados a Roma.