26.04.11

Elección Juan Pablo II

Para cualquier católico del mundo que se precie de serlo y no quiera mirar para otro lado, esta semana es muy especial.

Tengo intención, por eso mismo, de dedicar, esta semana, cuatro artículos a la figura del próximo beato Juan Pablo II Magno porque fue grande en su vida entre nosotros y es grande, ahora, en su vida eterna.

El domingo 1 de mayo, día del trabajo (también espiritual) se va a beatificar a Juan Pablo II Magno. Es, además, el día de la Divina Misericordia que él mismo instituyó para celebrar el Segundo Domingo de Pascua. No es, pues, casualidad lo que sucederá tal Dies Domini (título, por cierto, de una Carta Apostólica del mismo Papa polaco).

Pero, conviene, para empezar de forma correcta, volver al principio.

El 16 de octubre de 1978, tras un proceso doloroso que finalizó con la muerte de Juan Pablo I, se vio salir, de la famosa chimenea vaticana, la no menos famosa fumata blanca. Había sido elegido un nuevo sucesor de Pedro.

Cuando la persona elegida salió a la logia de la basílica Vaticana dijo algo que, a lo largo de su pontificado, fue totalmente decisivo para el mismo y que encaminó, a los católicos del mundo, por caminos más seguros y ciertos: “No tengáis miedo”. Luego añadió aquel “Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo” que determinaba, en verdad, cuál era la voluntad de aquel sacerdote venido de la otra parte del telón de acero.

Karol Wojtyla, polaco, Arzobispo de Cracovia, tras una vida difícil y de fe, accedía a llevar, en su bondadoso bolsillo, las llaves que Cristo entregó a Pedro.

Porque, para nosotros, los que nos sabemos y creemos hijos de Dios, tanto una cosa como otra (el apartar el miedo de nuestras vidas y el abrir nuestro corazón a Cristo) ha sido, es, esencial para nuestras vidas y existencias.

Como bien sabemos, el mundo de hoy, y la actitud de muchos poderosos, actúa contra todo lo que pueda sonar a cristiano y católico, en concreto. Ante esto, Juan Pablo II Magno también nos propone un, digamos, programa, para llevar a cabo.

En el “Discurso de S.S. Juan Pablo II al comité central y a los delegados de las Iglesias para la preparación del gran jubileo”, (el 16 de febrero de 1996) dijo que hemos de actuar con una clara exigencia en la “humildad, capacidad de escucha, intrepidez y disponibilidad a buscar incansablemente y a cumplir con generosidad la voluntad de Dios”.

Además, en una de sus Cartas Encíclicas, “Redemptoris missio” (de 1990) dice que “Los horizontes y las posibilidades de la misión se ensanchan, y nosotros los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu. ¡Él es el protagonista de la misión!” (Rmi 30)

Siempre habla de valentía y, como antes se ha trascrito, de intrepidez que son dos buenos valores a llevar a cabo por parte de quien se considera hijo de Dios.

No entiende posible, con la misma expresión ¡No tengáis miedo! Lo dice todo, que el cristiano se tenga que someter al proceder del mundo, a la prevalencia del tener sobre el ser, a dejar de hacer la voluntad de Dios para, por nuestra conveniencia, hacer lo que nos convenga.

Y la falta de miedo, por otra parte, no quiere decir falta de sensatez o que se tenga que actuar sin razonar lo que se hace. Muy al contrario, llevar a cabo una vida de acuerdo a la creencia en Dios y en su Hijo Jesucristo supone, por tanto, un venir, sobre todo, a ser.

Por eso, ante tal realidad, innegable, el abrir nuestro corazón a Cristo es, sin duda alguna, la solución ante la retahíla de asechanzas que amenazan nuestra fe y consiguen, muchas veces, que olvidemos cuál es la misión que tenemos en esta vida.

Bien dijo Benedicto XVI, refiriéndose a Juan Pablo II Magno, que “toda su misión estuvo marcada por el servicio a la verdad de Dios y del hombre, y de la paz en el mundo”. Y eso fue lo que, exactamente, hizo, a lo largo de su pontificado.

JPIIM

Y es la verdad de Dios la que nos ha de impulsar, sin miedo, a rebatir lo que de negativo se pueda plantear sobre la labor de la Iglesia en el mundo porque nos va, a nosotros mismos, nuestra seguridad espiritual en el empeño. Por eso el Papa polaco llevó a cabo su labor sin dejar sitio a que tal sentimiento de desesperanza se adueñara de su actuar: no tuvo miedo cuando planteó, de cara, el tema de los derechos de las personas; cuando no se arredró ante el comunismo; cuando encaró de frente realidades como la Libertad, la Justicia, la Paz, la Sexualidad, la Política, la Economía, la Cultura, los Medios de Comunicación. Tampoco se vino abajo cuando defendió a la Mujer (“En este momento en que la Humanidad conocer una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la Humanidad no decaiga”, dice en la Carta apostólica Mulieris dignitatem, de 1988) o cuando destacó la importancia de la Juventud en el mundo de hoy (“¡Jóvenes, no tengáis miedo de ser santos!¡Volad a gran altura, consideraos entre aquellos que vuelven la mirada hacia metas dignas de los hijos de Dios!, dijo en la Jornada Mundial de la Juventud, en Czestochowa, en 1991)

Por eso, cuando sabemos, bien lo sabemos, que es muy probable que, en lo referido a la situación de la Iglesia y, por tanto, la de los creyentes en la Esposa de Cristo, empeore la misma (el relativismo y el nihilismo están haciendo de las suyas en la mente de muchos creyentes) hemos de recordar aquel “No tengáis miedo” citado arriba y recordado siempre como luz que seguir porque, sobre todo, no tener miedo es no avergonzarse de ser lo que somos: hijos de Dios y herederos de su Reino.

¿A quién temeremos si sabemos que el Creador es nuestro Pastor?

Eleuterio Fernández Guzmán