16.05.11

Cuidado con lo que se predica

A las 9:49 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

He leído por ahí la noticia de que un feligrés que asistía a la misa dominical, molesto por la forma y por el fondo de lo que predicaba el sacerdote, lo increpó desde su banco: “Esto es una misa, no un mitin”.

No puedo juzgar sobre el caso en concreto porque yo no estaba en esa iglesia. Puede que tenga la razón el feligrés, puede que la tenga el sacerdote, que la tengan en parte los dos o, incluso, ninguno de ellos. Para los efectos de este post es lo de menos.

A mí me pasó una vez una cosa parecida. Había ido a celebrar la misa dominical a una antigua parroquia mía – en ese momento ya no era yo el párroco – y, mientras leía el evangelio del domingo, un señor comenzó a protestar desde uno de los bancos del fondo del templo. El evangelio decía: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio, y el que se casa con una repudiada por su marido comete adulterio” (Lc 16,18).

Algo desconcertado al oír los gritos de protesta, interrumpí la lectura y, cuando ya volvió a reinar el silencio, la continué. Solo al final de la proclamación del evangelio me permití observar, antes de iniciar la homilía: Un sacerdote tiene el derecho y el deber de leer en la misa el Evangelio de Jesucristo. Después de la celebración, pude enterarme de las razones concretas por las cuales aquel hombre se había sentido aludido.

El episodio me ha servido de lección. Cuando uno predica ha de procurar, creo yo, no herir. Ha de cuidar mucho la forma y las formas. Ha de hablar con la compasión de quien se sabe que es, o puede ser, peor que cualquiera. Con el afecto con que, si fuese el caso, un amigo corregiría a otro o un hijo a una madre.

Pero llega un momento en que la “politesse” encuentra un límite: la pura y desnuda verdad del Evangelio. Y la obligación, ardua y gozosa, de anunciarlo en toda su extensión, en toda su profundidad, en toda su sorprendente capacidad de desafío. Y esa tarea puede conducir, si las cosas se ponen mal, a un juzgado de guardia o incluso un poco más allá.

De todos modos, la prudencia no ha de estar reñida con la ciencia. Preparar el texto de la predicación por escrito, revisar cómo se dicen las cosas, entrecomillar las citas de las fuentes normativas de la fe – la Biblia, los documentos del magisterio de la Iglesia, los escritos de los Padres – supone, a la vez, una garantía de la autenticidad de la enseñanza y una posible defensa (y no solo ante los tribunales civiles) en muchos de los casos.

En un Estado que respete la libertad de culto y la libertad religiosa, el juez lo tendrá, supongo, un poquito más difícil a la hora de procesar a un sacerdote si este se ha limitado a haber leído un párrafo del “Catecismo de la Iglesia Católica” o de una encíclica, incluso en el supuesto de que esa lectura pareciese chocar, a los ojos de un feligrés más o menos instruido, con los llamados “derechos constitucionales”.

Todo lo que vaya más allá – excesos verbales innecesarios y, tal vez, contraproducentes – ha ser en principio evitado. Más que nada por no ponérselo fácil a eventuales enemigos. A este paso, tendremos que predicar grabando en vídeo la homilía y una vez que hayamos pasado la censura previa de los asesores legales.

Guillermo Juan Morado.