4.06.11

Serie José María Iraburu - 10: Lecturas y libros cristianos

A las 12:37 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie José María Iraburu
 

Hay que leer, sencillamente, para
convertirse y practicar lo leído

Lecturas y libros cristianos (L.-l.c)
1.- Lecturas cristianas
José María Iraburu

Algo antes de empezar

Lecturas y libros cristianos

Este es un libro de necesaria comprensión para llevar una vida cristiana, aquí católica, digna de ser así llamada y no de cualquier forma puramente aparente.

Sobre esto dice el P. Iraburu que “Si la dietética corporal suscita, con toda razón, tantos estudios y escritos, la dietética espiritual, es decir, la alimentación de la mente y del corazón por las lecturas, debe ser considerada con atención aún mayor. En este sentido, la historia de las lecturas y libros cristianos, el análisis de su situación actual, así como la consideración de su futuro previsible y deseable, constituye un tema muy importante, que merecería estudios más profundos.” (1)

Y a ello se pone José María Iraburu.

Lecturas

Un cristiano, por decirlo de forma castiza, ha de ser una persona “leída” en materias relacionadas con su fe. Eso lo que, en general, quiere decir es que quien se considere discípulo de Cristo no puede quedarse con una fe infantil o aquella que conoció en su época de catecúmeno. Formarse a través de la lectura de buenos libros cristianos debería ser prioridad para quien se dice hijo de Dios.

Apunta, al respecto, el P. Iraburu que “Leer la Biblia y los demás libros santos es uno de los rasgos fundamentales de la vida espiritual cristiana. El creyente, si quiere serlo de verdad, ha de alimentar su fe con la Palabra divina. El orden, claramente establecido por el Apóstol, es éste: ‘el justo vive de la fe’ (Rm 1,17); ahora bien, ‘la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo’ (10,17)” (2).

Vivir, por tanto de la fe no puede hacerse con un conocimiento limitado, muy limitado o limitadísimo del contenido de la misma porque el cristiano sabe que “El hombre ‘vive de toda palabra que sale de la boca de Dios’ (Dt 8, 3; Mt 4,4)” (3).

Y si la boca de Dios habla y el corazón de Dios inspira, por ejemplo, a los profetas, textos sagrados y, luego, mueve a manifestar por escrito pensamientos que proceden del ser de Dios, el cristiano no puede permanecer ciego ante lo que se pueda decir en libros cristianos.

Leer, pues, es necesario pero, sobre todo, es obligado.

Sin embargo, como suele decirse, no todo el monte es orégano. Por eso “al escoger las lecturas, deben ser elegidos aquellos libros que comunican la doctrina apostólica, esto es, la fe de la Iglesia, y los libros que disienten de ésta deben ser rechazados, aunque parecieran estar escritos por ángeles (Gál 1,8-9)” (4). Es por esto que “En todo caso, los maestros espirituales antiguos o modernos han recomendado siempre la lectura de libros buenos, santificantes, es decir, recibidos por la fe de la Iglesia, capaces de iluminar la mente y de mover el corazón, aptos para corregir las costumbres y acrecentar el deseo de la perfección evangélica” (5).

Tenemos, pues, a lo que acogernos:

-Han de ser libros buenos.
-Han de ser libros santificantes.
-Han de ser libros capaces de iluminar la mente.
-Han de ser libros capaces de mover el corazón.
-Han de ser libros que corrijan costumbres desaguisadas.
-Han de ser libros que permitan acrecentar lo que es la perfección en los valores del Evangelio.

Ahora bien, si todo el monte no es orégano lo bien cierto es que existe un límite de tiempo que difícilmente se puede evitar. Por eso mismo “en palabras de San Bernardo, ‘aunque toda ciencia fundada en la verdad sea buena, dada la brevedad del tiempo, hemos de darnos a obrar nuestra salvación con temor y temblor, y, por tanto y sobre todo, hemos de procurar aprender lo que más rectamente conduce a la salvación’ (Serm. sobre Cantares 36,2)” (6)

Por eso, a sabiendas de que el tiempo es el que es y que no podemos andar, “por vana curiosidad” (7) yendo de un libro a otro sin ton ni son “hay que leer sobre todo aquello que más acreciente el amor al Señor y a los hombres” (8) y es que, a tenor de lo sostenido por San Bernardo, “Hay quienes quieren saber con el único fin de saber, y esto es torpe curiosidad” (9).

Y, junto a la lectura, la oración, porque “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (10).

Por otra parte, el P. Iraburu hace una recomendación que es importante tener en cuenta. Hoy día es fácil comprender y saber que la producción literaria de libros cristianos y, entonces, de lecturas cristianas, es muy abundante. Entiende, a tal respecto, que “En la lectura cristiana se ha de preferir la calidad a la cantidad, y la profundidad a la extensión. Los maestros antiguos, al tratar de la asimilación verdadera de las lecturas, empleaban términos como ruminatio, o bien masticatio: una buena digestión exige una masticación cuidadosa de lo ingerido. La lectura extensiva, apresurada, superficial, más perjudica que ayuda, pues envanece sin aprovechar. ‘No el mucho saber harta y satisface al alma, decía San Ignacio de Loyola, sino el sentir y gustar de las cosas internamente’ (Ejercicios 2). Y San Juan de la Cruz (+1591), ante la tentación de una cierta gula espiritual, advertía lo mismo: ‘Muchos no se acaban de hartar de oír consejos y aprender preceptos espirituales y tener y leer muchos libros que traten de eso, y se les va más en esto el tiempo que en obrar la mortificación y perfección de la pobreza interior de espíritu que deben’ (1 Noche 3,1) (11).

Por lo tanto, es conveniente seguir el consejo de San Francisco de Sales cuando escribió “’Leed poco cada vez, pero con atención y devoción’ (Oeuvres 21, 142)” (12). Y, por abundar en esta cuestión vale la pena recordar lo que, en una ocasión dijo Santa Teresa del Niño Jesús de la que “cuenta que, ‘ya carmelita, un día que pasaba por delante de una biblioteca, dijo sonriendo a su hermana Celina: ¡Qué triste me sentiría si hubiese leído todos esos libros! Hubiera perdido un tiempo precioso que he empleado simplemente en amar a Dios’ (Proceso apostólico 930)” (13).

De todas formas, es bien cierto que llevarse al corazón lecturas cristianas resulta de importancia vital para el hijo de Dios. Y esto, sencillamente, porque “Hay que leer, sencillamente, para convertirse y practicar lo leído” (14) o, lo que es lo mismo, no basta o es suficiente con tener lecturas cristianas si luego nada de lo que allí leemos lo llevamos a nuestra vida ordinaria.

Lo que pasa hoy día

Muy a pesar de lo dicho hasta ahora y que pone negro sobre blando lo que debería por la mente de un cristiano que sabe que su formación es esencial para su vida espiritual y material, la situación actual al respecto de la lectura de libros cristianos es, más o menos, la que sigue:

1.- “Hoy se hace poca lectura espiritual” (15).
2.- “El alimento que en las lecturas cristianas se recibe no siempre es bueno, pues en las publicaciones católicas se viene mezclando, también más que nunca, la cizaña con el trigo”.
3.- “Ha crecido en la lectura la curiosidad, y ha disminuido la devoción” (16).
4.- “Por eso mismo se han distanciado lectura y oración” (17).
5.- “Se lee poco, pero además la atención de los lectores tiende a dispersarse entre muchas obras: ‘non multum, sed multa’” (18).
6.- “Todo esto lleva a un modo de lectura poco comprometido, en el que los libros cristianos no se toman tanto como instrumenta virtutum, es decir, como reglas de vida y herramientas de transformación personal, sino más bien como estímulos superficiales, unos más entre tantos otros” (19).

Por lo tanto, vale la pena saber, en primer lugar, qué es lo que pasa para, luego, tratar de corregir lo que pasa porque, de otra forma, el nivel de formación del cristiano no dejará de ser, sencillamente, paupérrimo.

Libros cristianos

Hace el P. Iraburu un repaso de lo que, a lo largo de la historia, ha sido el libro cristiano y, sobre todo, de la consideración que el mismo ha tenido para quienes hacían uso del mismo.

Así, por ejemplo, “Los antiguos autores cristianos no se sienten, por supuesto, propietarios de sus escritos, los difunden gratuitamente, y no prohíben su reproducción, sino que la recomiendan. La reproducción de los libros es por entonces muy costosa, y los copistas normalmente no transmiten sino las obras más valiosas” (20).

No vaya a creerse que no ha habido épocas en los hayan existido libros no recomendables para los cristianos. Así, “En toda época, sin embargo, hubo libros malos. Éstos, ciertamente, eran retirados cuando se hacía manifiesta su heterodoxia; pero la Iglesia, a causa del todavía escaso desarrollo doctrinal, y sobre todo a causa de las malas comunicaciones de la época, tardaba a veces bastante en hacer los discernimientos de la ortodoxia. De manera que, más o menos, todas las generaciones cristianas conocieron en el campo de los libros el trigo y la cizaña mezclados” (21) que es lo que, por cierto, pasa hoy día con algunos textos “no recomendables”.

Posteriormente, tanto la invención de la imprenta como la aparición del protestantismo, cambia mucho la situación del libro cristiano. Por una parte, lógicamente, se permite una difusión creciente de textos cristianos pero, como es comprensible, también pasa los mismos con los que estaban equivocados de la llamada “reforma protestante”. Entonces… las cosas cambian y “la cantidad predomina sobre la calidad” (22) y, luego, ahora mismo, en el siglo XXI en el que estamos, cierto es que se ha producido una “enorme multiplicación de libros” (23).

Por eso, y lógicamente, hay un gran desarrollo de editoriales y revistas cristianas que difunden el mensaje del evangelio de la forma que mejor pueden haciendo, incluso, la competencia (en formas y formatos) a las que lo son, digamos, civiles, y que tienen un gran mercado ante sus ojos.

Y, sin embargo, al igual que pasaba arriba, aquí tampoco todo el monte no es orégano porque el P. Iraburu dice que “Se trata de saber si las Editoriales y Librerías católicas han de estar al servicio exclusivo de la ortodoxia, o si deben difundir también obras heterodoxas, más o menos alejadas de la fe, de la disciplina y de la moral de la Iglesia” (24) pues resulta importante hasta dónde se comprometen tanto unas como otras en la difusión del Evangelio como corresponde hacerla.

Hay, “a veces, fidelidad a la Verdad de Cristo” (25) pero no es poco cierto que “es mucho más frecuente la infidelidad” (26) porque “Debemos confesar que en una buena parte de las grandes Editoriales y Librerías católicas, este cuidado, desde hace unos decenios, va resultando muy dudoso. Incluso algunas han promovido eficazmente a escritores que en materias graves disienten abiertamente de la doctrina apostólica de la Iglesia, y que, por lo demás, ni en la investigación ni en la síntesis ofrecen contribuciones valiosas ni originales, fuera de la originalidad de decir en el campo católico lo que en el protestante o en el agnóstico se había dicho ya hace bastantes años. Esto en los últimos años se ha producido en tantas ocasiones que ya no choca, no causa escándalo” (27).

Por eso, ante la posibilidad de que, históricamente (y ahora mismo) produzcan errores en los libros que se editan, la existencia del llamado “Índice de libros prohibidos” (28) no debería extrañar y, es más, debería estar más que admitida y comprendida. A este respecto, el P. Iraburu dice lo que sigue:

Los Hechos de los Apóstoles (19,19), como he recordado antes, ya da cuenta de una gran quema de libros. Y la Iglesia, en efecto, se vio desde antiguo en la necesidad de condenar algunos libros -uno, p. ej., de Arrio en el concilio de Nicea (325)-. El primer Indice de libros prohibidos nace con el papa Gelasio (486). Pío IV, a petición del concilio de Trento, publica un Indice (1564), y S. Pío V instituye la Sagrada Congregación del Indice de libros prohibidos (1571). Las últimas ediciones del Indice son de 1930, 1938, 1940 y 1948. Por esos años la avalancha de libros va siendo tal que desborda las posibilidades de un Indice, y ya sólo se producen reprobaciones públicas de ciertas obras particularmente nocivas.

El Código de Derecho Canónico de 1918 estima ‘obligación de todos los fieles, denunciar a los Ordinarios del lugar o a la Sede Apostólica los libros que estimen perniciosos’ (c. 1397,1; +1395-1405). El concilio Vaticano II no trató de estos temas, pero en la atmósfera espiritual por él providencialmente creada, se suprimió el Indice (14-VI-1966). Más tarde, en 1983, el Código de Derecho Canónico renovado afirma como principio: ‘Para preservar la integridad de las verdades de fe y costumbres, los pastores de la Iglesia tienen el deber y el derecho de velar para que ni los escritos ni la utilización de los medios de comunicación social dañen la fe y las costumbres de los fieles cristianos; asimismo, de exigir que los fieles sometan a su juicio los escritos que vayan a publicar y tengan relación con la fe y costumbres; y también la de reprobar los escritos nocivos para la rectitud de la fe o para las buenas costumbres’ (c. 823,1). En concreto, se reserva la censura previa, es decir, la exigencia de aprobación eclesiástica, a las ediciones de la Biblia, de textos litúrgicos, de oraciones o catecismos (cc. 825-827), así como de libros de texto empleados en la enseñanza de las ciencias eclesiásticas (c. 827,2). Y se «recomienda» que esta clase de libros, aunque no sean empleados como textos, se sometan al juicio del Ordinario (c. 827,3)
” (29).

Por lo tanto, “como los simples fieles raramente estarán en situación de apreciar el peligro en que se van a encontrar, es natural que la Iglesia, con oportunos avisos y prohibiciones, les mantenga alejados de las lecturas malas (Indice dei libri prohibiti, en Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano 1951)” (30).

Y, sin embargo, a pesar de que esto debería ser el comportamiento pensado ordinario de cualquiera cristiano, la situación hoy día es tal que “Un texto como éste, que hace medio siglo era lo normal, ahora resulta apenas imaginable. Sin embargo, dice la verdad” (31)

Lo que ha de venir

El futuro de las lecturas y los libros cristianos no es tema de poca importancia sino, para el cristianismo y para el cristiano, de una que lo es totalmente vital.

Entiende el P. Iraburu que, sea cual sea la situación en la que se encuentren las editoriales y revistas cristianas en un futuro inmediato, sí que se atreve a “a intuir las notas fundamentales que deben configurar el mundo de las publicaciones católicas, que son éstas: verdad ortodoxa, tradición, pobreza evangélica y gratuidad” (32).

Así, en cuanto a ortodoxia se refiere al hecho de que “Las Editoriales católicas deben comunicar a los fieles, poniendo en ello sus mejores recursos, la fe de la Iglesia, la que enseñan el Papa, los obispos y aquellos escritores que realmente merecen el nombre de católicos, es decir, aquéllos que, como cualquier cristiano, y en mayor grado todavía, ‘perseveran en escuchar la enseñanza de los apóstoles’ (Hch 2,42), y ponen su ciencia y su prestigio al servicio -fundamentación, defensa, acrecentamiento, aplicación y difusión- del Magisterio apostólico” (33).

En cuanto a Tradición se refiere al hecho de que “Las Editoriales deben favorecer que el cristiano ‘saque de su tesoro lo nuevo y lo viejo’ (Mt 13,52). Los escritos cristianos de los últimos diez o veinte años, o los de hoy mismo, los rabiosamente actuales, son apenas un instante en los veinte siglos de literatura cristiana teológica y espiritual. Si los lectores son inducidos a encerrarse en los libros actuales, quedan encarcelados en el presente, incurren en un provincianismo histórico sofocante, y se ven condicionados a privarse de los muchos genios religiosos que el Espíritu Santo ha suscitado a lo largo de los siglos” (34).

En cuanto a la pobreza se refiere al hecho de que “Reconozcamos honradamente que la clientela de los libros religiosos es bastante reducida, y que, por tanto, para que no resulten muy caros, es preciso hacerlos en formatos modestos. Hoy los medios técnicos permiten producir a costos bastante bajos libros dignos y resistentes” (35).

Y, por último, en cuanto a la gratuidad, se refiere, el P. Iraburu, al hecho de que “cada vez se ve más claro que también son necesarias las Fundaciones o Editoriales gratuitas, cuyo único fin sea comunicar al pueblo cristiano el alimento espiritual de cada día, y que no tengan quizá en sus catálogos muchos títulos, pero que, en formatos modestos, hagan tiradas largas y consigan precios escandalosamente baratos. Quizá, incluso, traiga esto, por la ley de la competencia, algún reflejo benéfico en el precio de los libros de las mismas Editoriales comerciales” (36).

Es decir, hay solución para el problema del coste de los libros cristianos y de lo que eso supone para las personas que quieren proseguir en su formación cristiana. La cuestión, en realidad, es si se quiere que el cristiano se forme de forma correcta y no equivocada.

NOTAS

(1) Lecturas y libros cristianos (L.-l.c). 1, p. 3.
(2) Ídem nota anterior.
(3) L.-l.c. 1, p.4.
(4) L.-l.c. 1, p.5.
(5) Ídem nota anterior.
(6) Ídem nota 4.
(7) L.-l.c. 1, p.6.
(8) Ídem nota anterior.
(9) Ídem nota 7.
(10) Se refiere José María Iraburu, con esta cita, al número 25 de la Constitución Dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II.
(11) L.-l.c. 1, p.7.
(12) Ídem nota anterior.
(13) Ídem nota 11.
(14) L.-l.c. 1, p.8.
(15) Ídem nota anterior.
(17) L.-l.c. 1, p.9.
(18) Ídem nota anterior.
(19) Ídem nota 17.
(20) L.-l.c. 2, p.9.
(21) L.-l.c. 2, p.10.
(22) Ídem nota anterior.
(23) Ídem nota 21.
(24) L.-l.c. 2, p.13.
(25) Ídem nota anterior.
(26) L.-l.c. 2, p.14.
(27) Ídem nota anterior.
(28) Ídem nota 26.
(29) L.-l.c. 2, p.14-15.
(30) L.-l.c. 2, p.14.
(31) Ídem nota anterior.
(32) L.-l.c. 2, p.19.
(33) L.-l.c. 2, p.20.
(34) L.-l.c. 2, p.21.
(35) L.-l.c. 2, p.22.
(36) L.-l.c. 2, p.23.

Eleuterio Fernández Guzmán