11.06.11

Serie José María Iraburu - 11- Por obra del Espíritu Santo

A las 12:42 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie José María Iraburu
 

El Espíritu Santo es la más ignorada de las tres Personas divinas. El Hijo se nos ha manifestado hecho hombre, y hemos visto su gloria (Jn 1,14). Y viéndole a Él, vemos al Padre (14,9). Pero ¿dónde y cómo se nos manifiesta el Espíritu Santo?
Por otra del Espíritu Santo (O.-E.S.)
Introducción
José María Iraburu

En el principio…

Por obra del Espíritu Santo

El mismo Génesis (1) dice que “La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”. Entonces, el mismo Espíritu del Creador aparece como parte de la creación.

Sin embargo, como muy bien dice el P. Iraburu, el Espíritu Santo no es que sea más o menos desconocido sino que es, directamente, ignorado. Es más, es la que se ignora más. Y se hace la pregunta que encabeza este artículo que es, precisamente, el punto de donde ha de partir el conocimiento del Espíritu Santo.

Dice, además, que “Aquella ignorancia de los primeros cristianos efesios, «ni hemos oído nada del Espíritu Santo» (Hch 19,2), viene a ser ya una precaria tradición entre los cristianos hasta el día de hoy” (2).

Pero, como es de esperar, el mayor o menor conocimiento del Espíritu Santo, resulta crucial para un creyente. Es más, autores como Santo Tomás de Aquino, Juan de Santo Tomás o el papa León XIII “muestran, con otros muchos autores, que la vida espiritual cristiana alcanza su perfección solamente cuando llega a ser mística, es decir, cuando en ella predomina el ejercicio habitual de los dones del Espíritu Santo” (3). De aquí que “La ignorancia de los dones del Espíritu Santo, y en general de la vida sobrenatural en su forma pasiva-mística, implica un desconocimiento de la verdadera vida cristiana” (4) a lo que añade que “Quien sólo la conoce por las descripciones de su fase ascética inicial, ignora lo que la vida cristiana es en plenitud” (5).

Revelación del Espíritu Santo

Es claro que cuando Dios se revela a Israel no lo hace en el sentido de lo que se considera el misterio de la Santísima Trinidad. Así, “La Escritura antigua suele hablar del Espíritu divino en cuanto fuerza vivificante de la creación entera, ya desde su inicio (Gén 1,2; 2,7)” (6) como hemos referencia arriba. Pero “desde el fondo de los siglos, anuncia la Escritura que, en la plenitud de los tiempos, Dios establecerá un Mesías, en el que residirá con absoluta plenitud el Espíritu divino (Is 11,1-5; 42,1-9)” (7).

 

Y, en efecto, cuando llega el Enviado de Dios, Mesías esperado por el pueblo elegido por el Creador, “Es el Espíritu Santo el que encarna al Hijo divino en las entrañas de María (Lc 1,35). Es Él quien desvela este misterio a Isabel (Lc 1,41), a Zacarías (1,67), a Simeón (2,25-27)” (8). A partir de tal momento, el Espíritu Santo se manifiesta en Jesucristo en toda su plenitud y “hace Jesús milagros admirables, revelando su condición mesiánica de Enviado de Dios (Mt 12, 28)” (9).

Por tal razón, “la predicación antigua de los Padres, igual que los primeros Concilios, trata continuamente del formidable misterio trinitario, de la divinidad de Jesucristo, de la condición también divina del Espíritu Santo” (10) que Cristo reafirma cuando dice “yo os enviaré de parte del Padre el Espíritu de verdad, que procede del Padre” (Jn 15, 26). Precisamente por eso “La fe de la Iglesia, fiel a la enseñanza del mismo Cristo, asegura así que el Espíritu Santo, ‘procede del Padre’” (11), y “Es en la última Cena, en la cumbre de la Revelación evangélica, donde más claramente habla Jesús del Espíritu Santo (14,16-17. 26; 15,26; 16,7-14)” (12).

Todo lo dicho hasta aquí apunta hacia una realidad espiritual que no podemos desdeñar o tener por no puesta por Dios. La misma indica que “La Iglesia quiere que Dios sea conocido y amado no sólo en la Unidad de su ser sino también en su Trinidad personal. Y por eso, apoyándose en la Revelación y en la Tradición, atribuye en su magisterio y en su liturgia ciertas acciones a una de las tres Personas divinas, por la especial afinidad que esa obra tiene con ella” (13).

A este respecto de la voluntad de la Iglesia católica expresada en el sentido de que Dios se conocido y amado lo hace refiriéndose a cada una de las tres personas que conforman la Santísima Trinidad:

“Y así, siendo el Padre el principio sin principio, el origen de las otras dos Personas divinas, iguales a El en divinidad y eternidad, la Iglesia le atribuye la condición de Creador, de origen absoluto de todo lo visible e invisible, aunque bien sabe la Iglesia que la creación es obra de las tres Personas divinas.

Y así la Iglesia, siendo el Hijo la expresión infinita del pensamiento del Padre, su idea eterna, le atribuye la condición de Sabiduría divina, Logos, Hijo, Verbo divino, que procede del Padre por generación intelectual.

Y así también, al proceder eternamente el Espíritu Santo del Padre y del Hijo por vía de espiración de amor, la Iglesia identifica esta Persona tercera de la Trinidad divina como el Amor de Dios, y a Él atribuye de especial modo toda la obra de la santificación de los hombres”
(14).

Por otra parte, al Espíritu Santo se le atribuyen una serie de “nombres” que la Sagrada Escritura contempla como propios y que son el propio Espíritu Santo, el Amor y el Don.

Así, en lo referido al Espíritu Santo “el nombre de «Espíritu Santo» es el nombre propio de la tercera Persona divina, pues sólo ella -no el Padre, ni el Hijo- es el término de la espiración de amor, que procede del Padre y del Hijo. Y en Pentecostés, es el Espíritu Santo el espíritu santificante que el Padre y el Hijo comunican a los hombres” (15)

Así, en lo referido al Amor, “si entendemos en su sentido personal el término amor, conviene exclusivamente al Espíritu Santo. En efecto, el amor entre el Padre y el Hijo es una persona, es el Espíritu Santo” (16).

Y, por último, en lo referido al Don, “la Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20)” (17).

Hay, sin embargo, otras formas con las que se nombra al Espíritu Santo. Por ejemplo, el mismo Jesús lo llama “Paráclito” que “puede traducirse como: el Consolador que no nos deja huérfanos (14,18), el Abogado, que intercede siempre por nosotros (14,16; 16,7; Rm 8,26)” (18); también se le llama el “Espíritu de Cristo” porque “habita plenamente en Jesús (Lc 4,1)” (19); es “es también el Espíritu Creador, que ordena en el comienzo el caos informe (Gén 1,2)” (20). Es, también, “Espíritu de Verdad” porque “nos ‘hace recordar todo’ lo que enseñó Cristo (14,26)” (21) o “Virtud del Altísimo” porque “viene a María para obrar el misterio de la Encarnación (Lc 1,35); y es igualmente el ‘poder de lo alto’, que viene sobre María y los Apóstoles (24,49)” (22). Es, también, “el dulce Huésped del alma, como dice el Veni, Creator” (23). Y es, “en fin, el sello de Dios que nos confirma en Cristo (Ef 1,13; 2Cor 1,21-22)” (24)

Comunicación del Espíritu Santo

El Espíritu Santo, como Espíritu de Dios, se comunica a los hombres porque es importante que los mismos conozcan cuál ha de ser su proceder y no tuerzan el camino que lleva al definitivo Reino de Dios.

Es bien cierto que la historia de la humanidad puede dividirse, por así decirlo, en un periodo antes de Cristo, en un periodo con Cristo presente y en un periodo después de Cristo. En cada uno de tales periodos de tiempo el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, se manifestó y manifiesta. Y así es como lo contempla el P. Iraburu.

Antes de Cristo, desde que Abraham recibe a Dios en su corazón y actúa según le dice, ya “Se anuncia para la plenitud de los tiempos un Mesías lleno del Espíritu, en el que están los ‘siete’ dones de la plenitud divina (Is 11,2). ‘He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi Elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él’ (42,1). Y se anuncia también que de la plenitud espiritual de este Mesías se va a derivar a todo el pueblo una abundancia del Espíritu hasta entonces desconocida: ‘Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Yo pondré en vosotros mi Espíritu. Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios’ (Ez 36,24-28; +11,19-20; 37; Jer 31,33-34; Is 32,15; Zac 12,10)” (25)

Luego, con la venida del Hijo de Dios al mundo para salvar al mismo de la perdición, “Cristo es el anunciado hombre lleno del Espíritu divino. “A Jesús de Nazaret le ungió Dios con Espíritu Santo y poder” (Hch 10,38). “En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2,9). Así nos lo revela la Escritura en todos los misterios de su vida” (26). Por eso, Jesús es “el Hijo Encarnado por obra del Espíritu Santo” (27); “es ungido, bautizado y santificado por le Espíritu Santo” (28); “es reconocido por obra del Espíritu Santo” (29); “es movido por el Espíritu Santo” (30).

Es, además, Jesús, “fuente del Espíritu Santo” (31) y “Templo de Dios” (32) porque “La consumación del Templo nuevo será en la parusía, cuando se complete el número de los elegidos, al fin de los tiempos, cuando venga Cristo con sus ángeles y santos” (33).

Pero Jesús, tras la Resurrección, vive para siempre y, por eso mismo, cumpliendo lo que había prometido (a Dios nadie gana en fidelidad) envío el Espíritu Santo para que nos comunicara de lo Suyo y, así, de lo de Dios.

Después de Cristo todo su misterio queda confirmado en Pentecostés. A partir de aquel momento, “el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, va a realizar su misión en la Iglesia a lo largo de los siglos, hasta la plenitud escatológica” (34) porque “El Espíritu Santo viene en Pentecostés ‘para llevar a plenitud el Misterio pascual’, es decir, la obra redentora de Cristo (Pref. Misa Pentec.). Nuestro Señor Jesucristo, antes de padecer, había anunciado todos estos misterios en la última Cena:

‘Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre. El espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros lo conocéis, porque permanece en vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros…’”

(35).

Es, a partir de entonces, el Espíritu Santo, el “alma de la Iglesia” (36) que “unifica a la Iglesia” (37), “vivifica a la Iglesia” (38) y “mueve y gobierna la Iglesia” (39) y, por eso mismo, “Es el Espíritu Santo quien elige, consagra y envía tanto a los profetas como a los pastores de la Iglesia, es decir, a aquellos que han de enseñar y conducir al pueblo cristiano (+Bernabé y Saulo, Hch 11,24;13,1-4; Timoteo, 1Tim 1,18; 4,14). Igualmente, los misioneros van ‘enviados por el Espíritu Santo’ a un sitio o a otro (Hch 13,4; etc.), o al contrario, por el Espíritu Santo son disuadidos de ciertas misiones (16,6). Es Él quien ‘ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios’ (20,28). Y Él es también quien, por medio de los Concilios, orienta y rige a la Iglesia desde sus comienzos, como se vio en Jerusalén al principio: ‘el Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido’ (15,28)…” (40)

El Espíritu Santo en los cristianos

Desde que fue enviado para conducir al pueblo elegido por Dios en la Nueva Alianza hecha a través de Jesucristo, “El Espíritu Santo habita en la Iglesia, como cuerpo que es de Cristo, haciendo de ella el templo de Dios entre los hombres (1Cor 3,10-17; Ef 2,20-21). Pero también habita en cada uno de los cristianos. Cada uno de ellos es personalmente ‘templo del Espíritu Santo’ (1Cor 6,15.19; 12,27). Y ambos aspectos de la inhabitación, el comunitario y el personal, van necesariamente unidos. No se puede ser cristiano sino en cuanto piedra viva del Templo de la Iglesia. El Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad” (41)

El Espíritu Santo, pues, está en nosotros, los que nos consideramos discípulos de Cristo y formamos, como piedras vivas, el seno de la su Esposa.

Sin embargo, el mismo término “inhabitación” resulta dificultoso de entender. ¿Qué es la misma?

El P. Iraburu “La inhabitación es una presencia real, física, de las tres Personas divinas, que se da en los justos, y que se da únicamente en ellos, es decir, en las personas que están en gracia, en amistad con Dios. Las tres Personas divinas habitan en el hombre como en un templo, no sólo el Espíritu Santo. En efecto, son las mismas Personas de la Trinidad -la gracia increada- las que se hacen presentes, y no sólo meros dones santificantes. Ahora bien, para que la Presencia divina se dé, es necesaria la producción divina de la gracia creada en el hombre. Por tanto, la gracia increada, esto es, la inhabitación, y la gracia creada, son inseparables” (42). Pero además, “Por la inhabitación, los cristianos somos ‘sellados con el sello del Espíritu Santo’ (Ef 1,13), sello personal, vivo y vivificante. La imagen de Dios se reproduce en nosotros por la aplicación inmediata que las Personas divinas hacen de sí mismas en nosotros. Por eso el concilio Vaticano II, haciendo suya la expresión de los Padres antiguos, afirma que en el Cuerpo místico la acción del Espíritu Santo puede ‘ser comparada con la función que ejerce el principio de vida o alma o en el cuerpo humano’ (LG 7g)” (43).

Por lo dicho arriba acerca de la inhabitación, el mismo Cristo “en la eucaristía causa en los fieles la inhabitación de la Trinidad” (44) lo que determina, al fin y al cabo, que la vida cristiana sea “una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él” (45). Tal es así que comprender lo que significa, para un creyente, la inhabitación, supone, primero, reconocer que “Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros” (46) o que “la conciencia de nuestra dignidad de cristianos ha de fundamentarse” (47) en la misma o que “el horror al pecado surge en la medida en que se cree” (48) en aquella.

La inhabitación, también, produce buenos efectos espirituales que no podemos olvidar como, por ejemplo, “la oración continua” (49) o “la humildad” (50) o “el amor a la Iglesia” (51) además de que “comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros” (52).

Pero, por si esto pudiera parecer algo de escasa importancia, la inhabitación acrecienta en nosotros “la alegría” (53) de reconocer la presencia de Dios en nosotros.

Y, en fin, “la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. Nos hace experimentar la verdad de aquella palabra de Cristo: «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21)” (54)

Siete dones

Dice el P. Iraburu que “Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta aquí, como las virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (aquí la diferencia específica; +STh I-II,68,4)” (55) y que “La tradición reconoce siete dones del Espíritu, basándose en el texto de Isaías 11,2, que predice la plenitud del Espíritu en el Mesías: ‘Sobre él reposará el Espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yavé’. La versión de la Vulgata cita siete dones, también el espíritu de piedad” (56)

Para entrar en el conocimiento de los dones, siete, del Espíritu Santo, el P. Iraburu ha establecido un sistema que consiste en analizar, para cada uno de ellos los siguientes aspectos:

1.- Cómo se contempla en la Sagrada Escritura cada uno de ellos
2.- Cómo los contempla la Teología.
3.- Cómo se recibe cada uno de ellos.
Sigamos, pues, tal sistema para cada uno de ellos.

El don de temor

Sagrada Escritura:

“La Biblia inculca desde el principio a los hombres el santo temor de Dios: ‘Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los mandamientos del Señor y sus leyes, para que seas feliz’ (Dt 10,12-13). En este texto, y en otros muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios implica en la Escritura veneración, obediencia y sobre todo amor” (57)

Teología:

“El don de temor es un espíritu, es decir, un hábito sobrenatural por el que el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco, y desea someterse absolutamente a la voluntad divina (+STh II-II,19). Dios es a un tiempo Amor absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo amado y reverenciado” (58)

Disposición recepticia:

“Para recibir el don de temor lo más eficaz es pedirlo al Espíritu Santo, por supuesto; pero además, con Su gracia, el cristiano puede prepararse a recibirlo ejercitándose especialmente en ciertas virtudes y prácticas:

1. Meditar con frecuencia sobre Dios, sobre su majestad y santidad. Hay que enterarse bien de que Dios es el Señor del universo, el Autor del cielo y de la tierra, el que con su Providencia lo gobierna todo, el Juez final inapelable.
2. Meditar en la malicia indecible del pecado, en la gravedad de sus consecuencias temporales, y en el horror de sus posibles consecuencias después de la muerte: el purgatorio, el infierno.
3. Cultivar la virtud de la religión, y con ella la reverencia hacia Dios y hacia todo aquello que tiene en la Iglesia una especial condición sagrada -el culto litúrgico, la Palabra divina, la Eucaristía, el Magisterio apostólico, los sacerdotes, las iglesias-.
4. Guardarse en la humildad y la benignidad paciente ante los hermanos, así como observar el respeto y la obediencia a los superiores, que son representantes del Señor.
5. Recibir las ley y la enseñanza de la Iglesia, observar las normas litúrgicas y pastorales, así como guardar fidelidad humilde en temas doctrinales y morales. Quien falla seriamente en algo de esto, y más si lo hace en forma habitual, es porque no tiene temor de Dios.”
(59)

El don de fortaleza

Sagrada Escritura:

“En el Antiguo Testamento, los fieles captan espiritualmente a Dios como una fuerza inmensa e invencible, como una Roca, y al mismo tiempo como Aquél que es capaz de comunicar a sus fieles una fortaleza inexpugnable” (60).

Teología:

“El don de fortaleza es un espíritu divino, un hábito sobrenatural que fortalece al cristiano para que, por obra del Espíritu Santo, pueda ejercitar sus virtudes heroicamente y logre así superar con invencible confianza todas las adversidades de este tiempo de prueba y de lucha, que es su vida en la tierra” (61)

Disposición recepticia:

“El don de fortaleza ha de ser pedido al Espíritu Santo, y ha de ser también procurado especialmente por virtudes y ejercicios espirituales como éstos:

1. Amar a Jesús crucificado, y querer tomar parte en su Cruz, para completar ‘lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia’ (Col 1,24).
2. Aceptar con sumo cuidado todas y cada una de las penas de la vida, tengan origen bueno o malo, digno o indigno:
‘Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que a todo diré que sí. ¿Qué queréis hacer de mí?’ (Sta. Teresa, Poesías).
3. Procurarse penalidades para la mortificación del cuerpo y del espíritu.
4. Nunca quejarse de nada. El santo Cura de Ars lo tenía muy claro: ‘un buen cristiano no se queja jamás’. Es decir, se prohíbe terminantemente la queja-protesta, aunque se permita moderadamente la queja-llanto, como también se la permitió el mismo Cristo, (+Jn 11,33-35).
5. Obedecer con toda fidelidad. Muchas cosas, aparentemente imposibles, que no se harían por iniciativa propia, pueden hacerse por obediencia cuando son mandadas. Así se lo dice el Señor a Santa Teresa de Jesús: ‘hija, la obediencia da fuerzas’ (Fundaciones, prólg. 2)”
(62).

El don de piedad

Sagrada Escritura:

“Cuando San Pablo describe a los hombres adámicos, carnales y mundanos, emplea más de veinte calificativos muy severos, y entre ellos ‘rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados’ (Rm 1,30-31). Efectivamente, ‘la dureza de corazón’ hace despiadados a los hombres que no han sido renovados en Cristo por el Espíritu Santo. Éstos son capaces de ver con absoluta frialdad innumerables males -si es que alcanzan a verlos-, tanto en las personas más próximas, como en el mundo en general, abortos y divorcios, guerras e injusticias, olvido de Dios, imperio de la mentira, etc. Y en tanto estos males no les hieran directamente a ellos, se mantienen indiferentes. No tienen piedad”. (63)

Teología:

“El don de piedad es un espíritu, un hábito sobrenatural que, por obra del Espíritu Santo, de un modo divino, enciende en nuestra voluntad el amor al Padre y el afecto a los hombres, especialmente a los cristianos, y a todas las criaturas (+STh II-II,121)” (64).

Disposición recepticia:

“Pidamos siempre al Padre el espíritu filial y fraternal, y pidámosle que nos lo infunda por el don de piedad, propio del Espíritu de Jesús. Pero al mismo tiempo dispongámonos a recibir ese don con estas virtudes y prácticas:

1. Venerar al Creador, contemplar su grandeza en el mundo visible, considerando a éste como Casa de Dios. Tratar con respeto todas las criaturas que el Padre ha puesto en el mundo a nuestro servicio. Ya nos dijo el Apóstol: ‘todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios’ (1Cor 3,23).
2. Dirigir muchas veces nuestra oración al Padre celestial, por Jesucristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, que orando en nosotros, dice: Abba, Padre.
3. Meditar en nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo.
4. Confiar en la providencia de nuestro Padre en todas las vicisitudes de nuestra vida, combatiendo toda preocupación por un abandono confiado en su amor misericordioso (+Mt 6,25-34)
5. Tratar al prójimo como hermano, ejercitando siempre con él la benignidad, la paciencia, la compasión, el perdón, la servicialidad, la comunicación de bienes”
(65)

El don de consejo

Sagrada Escritura:

“Dice el Señor por Isaías: no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos (55,8). En efecto, la lógica del Logos divino supera de tal modo la lógica prudencial del hombre que a éste le parece aquélla «escándalo y locura», y solamente para el hombre iluminado por el Espíritu es «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24)” (66)

Teología:

“El don de consejo es un hábito sobrenatural por el que la persona, por obra del Espíritu Santo, intuye en las diversas circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es voluntad de Dios, es decir, lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural” (67)

Disposición recepticia:

“El don de consejo se pide al Espíritu Santo, que es el único que puede darlo; pero también se procura, especialmente por estas prácticas y virtudes:

1. La oración continua. El que vive en la presencia de Dios es el único que puede pensar, discernir, hablar y obrar siempre desde Él, sean cuales fueren las circunstancias.
2. La abnegación absoluta de apegos desordenados en juicio, conductas, relaciones, actitudes. Los apegos consentidos, aunque sean mínimos, oscurecen necesariamente los ojos del alma.
3. La humildad. Ella nos libra de imprudencias, prisas, miedos, temeridades, y nos lleva a pedir consejo a Dios y a los hombres prudentes.
4. Leer vidas de santos. Leyéndolas, llegamos a conocer, al menos de oídas y en otros, cómo se ejercita la virtud de la prudencia cuando, por obra del Espíritu Santo, se ve sobrehumanamente perfeccionada por el don de consejo. Eso nos facilita acoger sin dudas y temores la moción del Espíritu, aun cuando ella parezca a los mundanos «escándalo y locura».
5. La obediencia. Sin ella no puede actuar el don de consejo, pues la desobediencia frena necesariamente la obra interior del Espíritu Santo”
(68)

El don de ciencia

Sagrada Escritura:

“Si el Espíritu Santo por el don de ciencia produce una lucidez sobrehumana para ver las cosas del mundo según Dios, es indudable que en Jesucristo se da en forma perfecta.
Jesús conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): ‘los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro’ (Jn 2,24-25)
(69).

Teología:

“El don de ciencia es un hábito sobrenatural, infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre, para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin sobrenatural. Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de conocimiento al modo divino (STh II-II,9)” (70)

Disposición recepticia:

“Con la gracia de Dios, dispongámonos a recibir el precioso don de ciencia con estas prácticas y virtudes:

1. La oración, la meditación, la súplica. Siempre la oración es premisa primera para la recepción de todos los dones del Espíritu Santo, pero en éstos, como el don de ciencia, que son intelectuales, parece que es aún más imprescindible.
2. Procurar siempre ver a Dios en la criatura. Ignorar u olvidar que el Creador ‘no sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término’ (Catecismo 300), es dejar el alma engañada, necesariamente envuelta en tinieblas y mentiras, en medio de la realidad presente.
3. Pensar, hablar y obrar con perfecta libertad respecto del mundo. Es decir, no tener ningún miedo a estimar que la mayoría -también la mayoría del pueblo cristiano-, en sus criterios y costumbres, está en la oscuridad y en la tristeza del error, al menos en buena parte. Aquí se nos muestra otra vez la mutua conexión necesaria de los dones del Espíritu Santo: el don de ciencia, concretamente, no puede darse sin el don de fortaleza.
4. Ver en todo la mano de Dios providente. Aprender a leer en el libro de la vida -en los periódicos, en lo que sucede, en lo que le ocurre a uno mismo-, pero aprender a leer ese libro con los ojos de Cristo. Él es nuestro único Maestro, el único que conoce el mundo celestial, y el único que entiende el mundo temporal, el único que comprende lo que sucede, lo que pasa, es decir, lo que es pasando.
5. Guardarse en fidelidad y humildad. El don de ciencia, efectivamente, es don de Dios, pero es un don que Dios concede a los humildes, a los que, recibiendo la gracia de la humildad, le buscan, le aman y guardan fielmente sus mandatos:
‘Tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre me acompaña. Soy más docto que todos mis maestros, porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque cumplo tus leyes’ (Sal 118,98-100)”
(71)

El don de entendimiento

Sagrada Escritura:

“Si el don de entendimiento tiene como principal objeto las verdades reveladas, es indudable que Jesús, ya desde niño, lo poseía perfectísimamente. A los doce años, en el Templo, producía la mayor admiración entre los doctores de la ley: ‘cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas’ (Lc 2,47).
Y como Jesús ‘crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres’ (2,52), aún se acrecentó en él con los años este don de entendimiento. Cuando en la sinagoga de Nazaret, por ejemplo, explica las Escrituras en referencia a él, ‘todos le aprobaban y se maravillaban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca’ (4,22; +24,32)”
(72)

Teología:

“El don de entendimiento es un espíritu, un hábito sobrenatural infundido por Dios con la gracia santificante, mediante el cual el entendimiento del creyente, por obra del Espíritu Santo, penetra las verdades reveladas con una lucidez sobrehumana, de modo divino, más allá del modo humano y discursivo.

El don de entendimiento reside, pues, en la mente del creyente, en el entendimiento especulativo, concretamente, y perfecciona el ejercicio de la fe, que ya no se ve sujeta al modo humano del discurso racional, sino que lo transciende, viniendo a conocer las verdades reveladas al modo divino, en una intuición sencilla, rápida y luminosa. Como dice Santo Tomás, ‘a la fe pertenece asentir [a las verdades reveladas]; y al don de entendimiento, penetrarlas profundamente’ (STh II-II,8, 6 ad2m).”
(73)

Disposición recepticia:

“Para recibir el don de entendimiento lo más importantes es, por supuesto, la oración de petición. Pero a recibirlo debemos también disponernos activamente por los siguientes medios principales:

1. Estudio de la Doctrina divina. Trabajar por adquirir una buena formación doctrinal y espiritual, conforme a nuestra vocación y según nuestras posiblidades. ¿Cómo el Espíritu Santo concederá entendimientos luminosos a los que sólo se interesan por lo que pasa y no tienen, en cambio, interés alguno por lo que no pasa, es decir, por lo que las Palabras divinas, los santos y los maestros cristianos enseñan?
Dice Jesús: ‘el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán’ (Mt 24,35). Por eso dice san Pablo: ‘nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, las invisibles, eternas’ (2Cor 4,18).
2. Perfecta ortodoxia. Alimentarse, como Teresita, de ‘pura harina’, Escritura, Liturgia, Magisterio apostólico, y escritos siempre conformes a la Biblia y la Tradición. ¿Cómo el Espíritu de Verdad concederá la iluminación sobrehumana de sus dones a quienes les desprecian normalmente en las fuentes ordinarias por las que irradia esa luz divina? ‘Guardáos de entristecer al Espíritu Santo de Dios’ (Ef 4,30), prefiriendo los pensamientos humanos -propios o ajenos- a los de Dios.
‘Pasmaos, cielos, y horrorizaos sobremanera, palabra de Yavé. Es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: dejarme a Mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua’ (Jer 2,12-13).
3. Recogimiento interior y meditación. María, trono de la Sabiduría, en la presencia de Dios, todo lo medita en su corazón. Si un cristiano dispersa excesivamente la atención de sus sentidos y de su mente, cebándolos siempre con las criaturas, en una curiosidad vana e insaciable, tendrá que seguir siempre su navegación espiritual a remo de virtudes; pero nunca avanzará en el conocimiento de las verdades divinas a velas desplegadas, bajo el viento impetuoso de los dones del Espíritu.
Ya oímos más arriba la queja de San Juan de la Cruz: ‘oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis?… ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!’ (Cántico 39,7).
4. Fidelidad a la voluntad de Dios. ‘Las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios’ (1Cor 2,11), y el que cumple la voluntad de Dios, ése ‘se hace un solo espíritu con Él’ (1Cor 6,17). De ahí es, solamente de ahí, del Espíritu Santo, de donde viene la inteligencia profunda de las verdades reveladas.
Por eso, el cristiano que ignora esta conditio sine qua non, y procura la verdad divina sobre todo mediante el esfuerzo de sus estudios y reflexiones, se pierde, no llega a nada. Y si es teólogo, no es más que ‘un ciego guiando a otros ciegos’ (Mt 15,14): se pierde él y extravía a otros. El mismo Cristo Maestro ve en la obediencia a la voluntad del Padre la clave que garantiza la veracidad de su doctrina: ‘mi sentencia es justa, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió’ (Jn 5,30).
5. Pureza de alma y cuerpo. Ya vimos que Santo Tomás, como toda la tradición cristiana, vincula especialmente la ceguera o el embotamiento espiritual a la lujuria, la gula y a los demás pecados animalizantes.
Siempre ha sabido la Iglesia, concretamente, que la castidad perfecta, vivida en cualquiera de sus modalidades vocacionales, pero especialmente en el celibato, ‘acrecienta la idoneidad para oír la palabra de Dios y para la oración’ (Pablo VI, Sacerdotalis cælibatus 27)”
(74)

El don de sabiduría

Sagrada Escritura:

“El don de sabiduría, el más excelso de todos los dones, da un conocimiento altísimo del mismo Dios. Por eso la eterna Sabiduría del Padre, cuando se encarna, llena el alma de Jesús con un grado inefable del don de sabiduría.

Él asegura conocer al Padre: ‘Yo le conozco porque procedo de Él, y Él me ha enviado’ (Jn 7,29). ‘Vosotros no le conocéis, pero yo le conozco; y si dijera que no le conozco sería semejante a vosotros, un mentiroso; pero yo le conozco y guardo su palabra’ (8,55; +6,46)”
(75).

Teología:

“El don de sabiduría es un espíritu, una participación altísima en la Sabiduría divina, un hábito sobrenatural, infundido con la gracia, mediante el cual, por obra del Espíritu Santo, en modo divino y como por connaturalidad, se conoce a Dios y se goza de él, al mismo tiempo que en Él son conocidas todas las criaturas. Es el más alto y benéfico de todos los dones del Espíritu Santo” (76)

Disposición recepticia:

“Para disponerse al don de sabiduría, además de la oración de petición, son medios específicamente indicados aquellos que señalé para el don de entendimiento. Pero añado aquí algunos otros medios principales:

1. Humildad. La Revelación nos dice una y otra vez que Dios da a los humildes una sabiduría espiritual que niega a los orgullosos. Si el ángel de Satanás abofetea a San Pablo, esto es permitido por Dios -según él mismo confiesa- justamente ‘a causa de la sublimidad de mis revelaciones’, es decir, ‘para que yo no me engría’ (2Cor 12,7). Y es que cualquier movimiento de vanidad o soberbia apagaría el don de sabiduría.
En no pocos casos, como en Santa Margarita María de Alacoque, se comprueba que Dios mantiene muchas veces en una humillación continua a quienes más comunica el don de sabiduría. De modo semejante, la altísima sabiduría espiritual de San Luis María Grignion de Montfort fue pagada por éste con las innumerables humillaciones que el Señor permitió que padeciera por parte del mundo eclesiástico de su tiempo.
2. Amor a la Cruz. La suprema sabiduría está cifrada en la Cruz de Cristo, y queda, pues, negada necesariamente para los que son «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). Éstos, ‘con artificiosas palabras’, siempre han tratado de ‘desvirtuar la cruz de Cristo; porque la doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan’ (1Cor 1,17-18). Por eso San Pablo no presume de conocer nada de nada, sino «a Jesucristo, y a éste crucificado» (2,2).
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, enseña que ‘la Pasión de Cristo basta totalmente como instrucción para nuestra vida… Ningún ejemplo de ninguna virtud falta en la Cruz’ (Exposición del Credo 71-72). Y lo mismo dice Montfort: ‘éste es, a mi modo de ver el misterio más sublime de la Sabiduría eterna: la cruz’ (El amor de la Sabiduría eterna 167).
3. Perfecta libertad del mundo. Cualquier complicidad mental o conductual con el mundo -basta con un guiño al Príncipe de este mundo, que es justamente el Padre de la mentira-, es suficiente para ahuyentar al Espíritu Santo y para frenar por completo su don de sabiduría.
Montfort, cuando señala los medios para alcanzar la divina Sabiduría, señala con toda claridad que para alcanzar la sabiduría es necesario
‘no adoptar las modas de los mundanos en vestidos, muebles, habitaciones, comidas, costumbres ni actividades de la vida: “no os configuréis a este mundo” [Rm 12,2]. Esta práctica es más necesaria de lo que se cree. No creer ni secundar las falsas máximas del mundo. Éstas tienen una doctrina tan contraria a la Sabiduría encarnada como las tinieblas a la luz, la muerte a la vida’ (198-199). En efecto, la Sabiduría divina y la sabiduría mundana se contraponen de modo irreconciliable, y hay que elegir una u otra (ib. 74-103).
4. Devoción a la Virgen María. En cuanto a ésta, sigue diciendo Montfort en su mismo libro:
‘el mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la divina Sabiduría es una tierna y verdadera devoción a la Santísima Virgen’ (203). ‘Ella es el imán que atrajo la Sabiduría eterna a la tierra para los hombres, y la sigue atrayendo todos los días a cada una de las personas en que [por su devoción] Ella mora. Si logramos tener a María en nosotros, fácilmente y en poco tiempo, gracias a su intercesión, alcanzaremos también [del Espíritu Santo] la divina Sabiduría’ (212)”
(77)

Para recibir el Espíritu Santo

Cualquier cristiano que tenga asumido lo que supone ser discípulo de Cristo tiene el anhelo íntimo de recibir el Espíritu Santo de manera que sea consciente de que lo ha recibido. No es como, por ejemplo, se recibe en el bautismo que, al fin y al cabo, la conciencia del bautizado es escasa a tal respecto.

Al fin y al cabo, “todos queremos que en nosotros actúen plenamente los dones del Espíritu Santo” (78).

Sin embargo, todo lo espiritual ha de requerir un esfuerzo como se ha visto arriba en lo que debe concurrir para recibir los dones del Espíritu Santo. Es decir, en este aspecto no sale algo de la nada particular sino que, al contrario, requiere una voluntad expresa de que así sea.

Pues bien, el P. Iraburu nos entiende que “A la plena y habitual actividad de los dones del Espíritu Santo se llega por los deseos de santidad, la oración de petición, la devoción a la Virgen, la devoción al Espíritu Santo, el amor a la Cruz, el alejamiento del pecado y la expiación penitencial, el crecimiento en las virtudes y la fidelidad a las gracias actuales” (79).

Muchas personas, al leer qué es lo que José María Iraburu, sacerdote, nos dice sobre el Espíritu Santo y la obra que hace en nosotros, puede acabar pensando que se trata de una labor ardua y trabajoso el que, por ejemplo, los dones del Paráclito se nos hagan reales en nuestra vida. Sin embargo, como bien dice el P. Iraburu “Siempre estamos a tiempo, lo repito. El Espíritu Santo nunca se cansa de santificar, y siempre su fuego divino es capaz de purificar todo lo malo que haya en el hombre, aunque sea lo peor, y de iluminar y encender en él cuanto sea preciso. Dispongámonos, pues, por la fe al milagro de nuestra propia conversión” (80).

Amén.

Un regalo
Incluye, además, “Por obra del Espíritu Santo” la Encíclica de León XIII sobre el Paráclito titulada Divinum illud munus de la cual recomendamos su lectura.

NOTAS
(1) Génesis, 1, 2.
(2) Por otra del Espíritu Santo (O.-E.S.). Introducción, p. 3.
(3) Ídem nota anterior.
(4) O.-E.S. Introducción, p. 4.
(5) Ídem nota anterior.
(6) O.-E.S. 1, p. 5.
(7) Ídem nota anterior.
(8) O.-E.S. 1, p. 6.
(9) Ídem nota número 7.
(10) O.-E.S. 1 p. 7.
(11) O.-E.S. 1, p. 10.
(12) Ídem nota anterior.
(13) O.-E.S. 1, p. 11.
(14) O.-E.S. 1, p. 11-12.
(15) O.-E.S. 1, p. 12.
(16) Ídem nota anterior.
(17) Ídem nota 15.
(18) O.-E.S. 1, p. 13.
(19) Ídem nota anterior.
(20) Ídem nota 18.
(21) O.-E.S. 1, p. 13-14.
(22) O.-E.S. 1, p. 14.
(23) Ídem nota anterior.
(24) Ídem nota 22.
(25) O.-E.S. 2, p. 16.
(26) O.-E.S. 2, p. 17.
(27) Ídem nota anterior.
(28) Ídem nota 26.
(29) O.-E.S. 2, p. 18.
(30) Ídem nota anterior.
(31) O.-E.S. 2, p. 19.
(32) O.-E.S. 2, p. 20.
(33) Ídem nota anterior.
(34) O.-E.S. 2, p. 21.
(35) Ídem nota anterior.
(36) Ídem nota número 34.
(37) O.-E.S. 2, p. 22.
(38) O.-E.S. 2, p. 23.
(39) Ídem nota anterior.
(40) O.-E.S. 2, p. 24.
(41) O.-E.S. 3, p. 25.
(42) O.-E.S. 3, p. 27.
(43) Ídem nota anterior.
(44) O.-E.S. 3, p. 28.
(45) O.-E.S. 3, p. 28-29.
(46) O.-E.S. 3, p. 29.
(47) Ídem nota anterior.
(48) O.-E.S. 3, p. 30.
(49) Ídem nota anterior.
(50) Ídem nota 48.
(51) Ídem nota 48.
(52) Ídem nota 48.
(53) Ídem nota 48.
(54) Ídem nota 48.
(55) O.-E.S. 3, p. 39
(56) Ídem nota anterior.
(57) O.-E.S.4, p. 48.
(58) Ídem nota anterior.
(59) O.-E.S.4, p. 51.
(60) O.-E.S.4, p. 52.
(61) O.-E.S.4, p. 53.
(62) O.-E.S.4, p. 57.
(63) O.-E.S.4, p. 57-58.
(64) O.-E.S.4, p. 59.
(65) O.-E.S.4, p. 61.
(66) O.-E.S.4, p. 61-62.
(67) O.-E.S.4, p. 63.
(68) O.-E.S.4, p. 67.
(69) Ídem nota anterior.
(70) O.-E.S.4, p. 69.
(71) O.-E.S.4, p. 73-74.
(72) O.-E.S.4, p. 74.
(73) O.-E.S.4, p. 75.
(74) O.-E.S.4, p. 78-79.
(75) O.-E.S.4, p. 79.
(76) O.-E.S.4, p. 80.
(77) O.-E.S.4, p. 83-84.
(78) O.-E.S.4, p. 84.
(79) Ídem nota anterior.
(80) O.-E.S.4, p. 92.

Eleuterio Fernández Guzmán