Reflexiones sobre el Anteproyecto de Ley Español sobre el final de la vida

 

Los bioéticos, sobre todo si suscriben un planteamiento de marcada antropología individualista, tiene una querencia a configurar soluciones propias del dibujo de una miniatura, ignorando crasamente la dimensión normalizadora de toda regulación jurídica, cuya generalidad le hace cobrar aires de embadurne con brocha gorda. Por más que el texto antes citado afirme, con notorio voluntarismo, que sólo «se ocupa del proceso del final de la vida, concebido como un final próximo e irreversible, eventualmente doloroso y lesivo de la dignidad de quien lo padece», no será en tal escenario fácil deslindar la actuación ante un enfermo en situación terminal o ante determinados enfermos crónicos con limitaciones severas. Por lo demás, en numerosas ocasiones será el entorno del paciente, nada inmune a sugerencias paternalistas de determinado sector sanitario progresista-emancipador, quien acabe decidiendo.

15/06/11 11:35 AM


 

Como es bien sabido, el artículo 3.1 del Código Civil español establece, con influjo expansivo en todo el ordenamiento jurídico, que “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas”. No parece pues exigencia desorbitada sugerir que también el legislador debe tener en cuenta la realidad social, y no otra ideológicamente imaginada, a la hora de regularla.

Bioéticos y juristas 

La primera impresión que deriva de la lectura del anteproyecto es que es fruto de elucubraciones de bioéticos, no muy conocedores de la técnica y las responsabilidades jurídicas y notablemente encelados en sus debates teóricos. Al fin y al cabo, en línea con leyes anteriores destinadas a imponer a la ciudadanía un novedoso código moral, por qué renunciar a ver convertidas en ley cuestionadas teorías personales… Todo parece indicar que nos hallamos ante un planteamiento ideológico de la cuestión, que desfigura la realidad al servicio de intereses u opciones personales.

Si un jurista persa[1], o cualquier otro observador externo, examinara el contenido del anteproyecto llegaría a la conclusión de que en España los enfermos terminales sólo tropiezan con un grave problema, que se cierne sobre ellos como una aterradora amenaza: la obstinación terapéutica. Los profesionales sanitarios se habrían conjurado para llevar a cabo un despiadado concurso, rivalizando en quien consigue dilatar artificialmente más el momento de la muerte de sus pacientes. Realidades bien conocidas, como las que han popularizado tristemente a determinado centros sanitarios de Leganés o de Andalucía, no precisarían por el contrario regulación jurídica alguna.

Tampoco existiría en España ningún lobby empeñado en el adelantamiento de la muerte de los pacientes esgrimiendo su particular concepto de muerte digna, afortunadamente eliminado del texto tras revolotear no poco sobre él. De su efectiva existencia da cuenta la curiosa telepatía legal que ha presidido la elaboración de las tres normas autonómicas previas a este anteproyecto (Andalucía, Aragón y Navarra). En un alarde de autodeterminación, dan paso a fórmulas clónicas (en el contenido e incluso en la numeración del articulado) con alguna nimia originalidad de redacción como fruto ocasional del debate parlamentario.

Ni siquiera habría que reflexionar sobre en qué medida la Ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica acierta al no excluir con claridad un rechazo ilimitado de tratamientos, sin respeto alguno a la lex artis. Habría que subsanar esta situación si de veras se quiere cerrar el paso a la posibilidad de un suicidio asistido, en coherencia con la doctrina sentada hasta el momento por el Tribunal Constitucional.

Ya resultó curioso que el primer escarceo legislativo sobre la materia (la andaluza  Ley 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte) considerara en su Exposición de Motivos -al parecer sin motivo- “obligado hacer referencia a un término tan relevante como el de «eutanasia»”, dedicándole decenas de líneas en las que se muestra una profunda preocupación porque “esta palabra se ha ido cargando de numerosos significados y adherencias emocionales, que la han vuelto imprecisa y necesitada de una nueva definición”. No parece superfluo observar que una interpretación sistemática del texto invita a constatar que de modo sintomático por emocional se entiende ético o más bien religioso. Se estima por lo demás que “el resultado final ha sido que la confusión entre la ciudadanía, profesionales sanitarios, los medios de comunicación y, aun, los expertos en bioética o en derecho, no ha hecho sino aumentar”. Todo ello para terminar dictaminando, ahora sí lacónicamente: “La presente Ley no contempla la regulación de la «eutanasia»”[2]. No cabe pues concluir que nos encontremos ante un alarde de economía legislativa, aunque sí nos quedamos sin adivinar por qué motivo la exposición que introduce al articulado de la citada ley se ocupa tan prolijamente de lo que se afirma que éste no contiene.

Afortunadamente el anteproyecto ha esquivado la llamativa obsesión didáctica de sus precedentes autonómicos, que les lleva en algún caso a dedicar un amplio artículo a establecer hasta dieciocho definiciones de conceptos, como si pretendiera difundir un determinado manual por vía legislativa[3]. No disimulará en cualquier caso que no pretende solventar problemas realmente experimentados por los ciudadanos sino más bien inculcarles actitudes inéditas, aun reconociendo su dudoso éxito.

Así ocurrirá con las llamadas Instrucciones Previas. El artículo 19 del anteproyecto, al abordar las “Obligaciones de las Administraciones públicas sanitarias”, dispone en su apartado b) que “en el ámbito de sus respectivas competencias, garantizarán”: “La información a los ciudadanos sobre la posibilidad de otorgar instrucciones previas, así como de las formalidades necesarias para su otorgamiento y de los requisitos para su registro”. Ya en las comparecencias que tuvieron lugar ante la Comisión de Estudio convocada por el Senado en1998 varios médicos mostraron su escepticismo ante la viabilidad del por entonces llamado testamento vital. Ahora se ignorará que en la legislación autonómica se había recordado cómo en el artículo 3 de la Ley andaluza 5/2003 (de declaración de voluntad vital anticipada), “se conecta su función a la de sustitución en el otorgamiento del consentimiento informado. Sin embargo, la práctica ha puesto de manifiesto que los principales problemas de interpretación de la declaración de voluntad vital anticipada y del papel de la persona representante surgen cuando las situaciones clínicas no han sido previstas -(…)- al ser casi imposible prever todas y cada una de ellas. Además, son gran número los testamentos vitales en los que las personas autoras se limitan a expresar cuáles son sus valores y al nombramiento de una persona representante, sin especificar ninguna instrucción o situación clínica determinada”[4].

Cita poco rigurosa de resoluciones jurisprudenciales

No faltan en la jurisprudencia constitucional española, así como en la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, resoluciones que sirvan de fundamento para abordar los problemas implicados, se quiera o no, en el ámbito regulado por el anteproyecto. 

Particularmente explícita sobre la pretendida existencia de un derecho a la muerte, con la consecuente vía libre al suicidio asistido, es la serie de sentencias del Tribunal Constitucional (en adelante STC) relativas al mantenimiento de alimentación e hidratación a los terroristas del GRAPO en huelga de hambre[5]. En ellas se rechaza meridianamente la existencia de ese derecho y se establece una doctrina de no poca relevancia: el ciudadano no tiene derecho a todo lo no prohibido. Tener derecho no es simplemente disfrutar de un ámbito de actuar lícito (agere licere) sino estar en condiciones de recurrir al ordenamiento jurídico en apoyo y garantía de las propias pretensiones. No basta para ello con una mera no prohibición sino que resulta exigible un título jurídico específico. 

El Tribunal no dudó en remitir a la sentencia 53/1985, que había declarado inconstitucional la primera ley despenalizadora del aborto, con carácter previo a su entrada en vigor gracias al entonces vigente recurso previo de inconstitucionalidad. En aquella ocasión dictaminó que, aunque el no nacido no fuera reconocido como titular de derechos, toda vida humana es un bien jurídico constitucionalmente protegido que, de ser vulnerado, justificaría la relevancia penal de tal conducta. En esta nueva oportunidad reafirma que los poderes públicos han de garantizar tal protección incluso en contra de la voluntad de los ahora sí existentes titulares del derecho.

Entre las circunstancias peculiares de aquellos casos resaltaba la obvia situación de sujeción especial a la Administración en que se encuentra todo recluso. Quedaba así apuntado  en las sentencias sin que, al tratarse de recursos de amparo, se fuera más allá para sugerir planteamientos más generales; lo que sí debería ahora hacer el anteproyecto. Habría quien argumentara que, de no existir tal situación de sujeción, cabría admitir en un hospital público el respeto a una renuncia a la alimentación e hidratación. Esto supondría considerar como renunciable el derecho a la vida; no es escasa la doctrina que rechaza que tal derecho a la vida pueda revestir ese carácter[6]. Parece obligado plantearse si la Administración Sanitaria no debe igualmente garantizar, sea cual sea su voluntad, la vida de un paciente que no haya solicitado el alta médica asumiendo las consecuencias. Mantener lo contrario supondría implícitamente estimar que a los reclusos, como adicional sanción penal no tipificada, estaría vedado renunciar al derecho a la vida aunque sí podrían hacerlo en otros establecimientos públicos. En todo caso, según la sentencia, no estarían ejercitando derecho alguno sino moviéndose dentro de un ámbito de mero actuar lícito. Se trata sin duda de una hipótesis difícilmente defendible. La lógica consecuencia sería pues que el anteproyecto negara de modo expreso, sin ignorar el debate social, la existencia a un derecho a la muerte también en este contexto.

Esta conclusión resulta avalada por la sentencia del Tribunal de Estrasburgo en el caso Pretty. Esta ciudadana pretendía que el Reino Unido habría vulnerado el Convenio de Roma al no atender su solicitud de eutanasia o suicidio asistido, que esgrimía como la vertiente negativa de su derecho a la vida, tan renunciable a su juicio como tantos otros (afiliación política o sindical, adhesión a una confesión religiosa, sufragio activo etc.). El tribunal rechazó drásticamente tal planteamiento, al considerarlo una vulneración del derecho a la vida y no un modo peculiar de ejercitarlo.

No parecería tan justificado remitirse a la STC 154/2002 de 18 de julio. Lo que en ella se aborda es la negativa de unos padres Testigos de Jehová a firmar su consentimiento para la práctica de una trasfusión de sangre a un hijo menor de edad. Lo que recibe el amparo del Tribunal es la libertad religiosa de los padres, que más que rechazar drásticamente la intervención se negaron de modo rotundo a expresar formalmente su consentimiento a que se llevara a cabo. Se abordó también el posible reconocimiento del derecho de libertad religiosa del menor, al que cabría considerar maduro, que se mostró decididamente opuesto a la intervención. En modo alguno cabría derivar de ello una doctrina según la cual el rechazo a un tratamiento fuera posible con carácter general incluso a costa de la vida. Los terroristas del GRAPO habían invocado para lograrlo en el caso anteriormente aludido su libertad ideológica sin éxito alguno.

Resulta más bien chusco sacar a relucir, como hace el anteproyecto, otras resoluciones sobre conflictos aún más alejados del objeto del anteproyecto, como la STC 19/2001 sobre contaminación acústica, al verse una ciudadana obligada a soportar los ruidos de una discoteca situada en los bajos de su domicilio.

Pues bien, es llamativo por no decir tramposo que el anteproyecto, lejos de ignorarlas, apele a estas mismas resoluciones ocultando su auténtica ratio y concediendo un forzado protagonismo a algún ocasional obiter dictum, con lo que acaba presentando una auténtica caricatura de las resoluciones citadas. Empareja de entrada alegremente sentencias tan dispares como la 129/1990 (huelga de hambre de los GRAPO), la 19/2001(¡contaminación acústica!) y la 154/2002 (libertad religiosa de Testigos de Jehová), sin molestarse en precisar por qué alude a ellas ni en relación a cuál de sus fundamentos[7]; así como alude al caso Pretty ignorando deliberadamente su fallo.

La única cita textual aportada corresponde a la STC 37/2011 de 28 de marzo, que por reciente cita sólo por su fecha. Se aborda en ella una vulneración del derecho a la integridad física por constatarse una carencia de información al paciente que le imposibilita ejercitar su consentimiento informado[8]; el problema relevante en relación a la ley ahora proyectada sería por el contrario otro bien distinto: si, recibida la oportuna información, podría el paciente negarse a tratamientos o medidas de soporte vital provocando la propia muerte.

El Tribunal se muestra al respecto preocupado de que no se tergiverse el alcance de su pronunciamiento. El Ministerio Fiscal ya había rechazado el intento del recurrente de justificar una presunta autodeterminación ilimitada del paciente: “la alusión al derecho a la libertad (art. 17 CE) carece de sentido, según entiende el Fiscal, pues la idea de libertad es la de autodeterminación, que en modo alguno puede entenderse como la entiende la demanda de amparo en conexión con la falta de libertad para poder elegir si se somete o no a un tratamiento médico tras ser debidamente informado”. El Tribunal, que hace suyo ese descarte, apostilla que –a diferencia por cierto del caso de los GRAPO, en el  que ahora pretende apoyarse el anteproyecto- “no nos encontramos propiamente ante una asistencia médica coactiva, en el sentido de que haya sido desarrollada en contra de la voluntad del paciente, sino frente a una intervención médica realizada sin que el sujeto afectado haya recibido información previa”[9].

Autonomía del individuo o beneficencia de la Lex Artis 

Lo que el anteproyecto parece pretender en realidad, en línea con el radicalismo individualista de las últimas legislaturas, es justificar una ilimitada capacidad de autodeterminación capaz de convertir la arbitrariedad subjetiva en exigencia de justicia objetiva. El tristemente memorable dictamen del Consejo de Estado sobre la última reforma facilitadora del aborto le buscó esforzadamente fundamento en una interpretación extensiva, con acento estrasburgués, del derecho a la intimidad del artículo 18 CE. Esto puede explicar en parte la aludida peregrina referencia del anteproyecto a la sentencia sobre su vulneración por contaminación acústica amparada en su día por el Tribunal Europeo, tras ser desatendida por el Constitucional español. Habiéndose rechazado por éste su posible apoyo en la garantía de la libertad física (habeas corpus) del artículo 17 CE, se intenta ahora buscarle acomodo en la referencia del artículo 15 CE a la integridad física, y no como intentara el Consejo de Estado con mejor criterio a la integridad moral. En resumen, se trata de consagrar la autodeterminación como único derecho ilimitado de nuestro ordenamiento en muy precisos y emancipadores ámbitos. Educación de la ciudadanía para los tiernos infantes y legislación para los sufridos adultos, pero siempre gobierno entendido como catequesis social. Es difícil en cualquier caso encontrar a tal propósito una fundamentación más fallida y tergiversada. Desgraciadamente, como veremos, no será ésta la única maniobra poco presentable del anteproyecto.

El problema central que resulta obligado se plantee una ley como la proyectada es si el principio de autonomía puede anular al no menos básico principio de beneficencia; si la función del médico es ejecutar la voluntad del paciente, llegando si preciso fuera a ejecutar al propio paciente, o si los imperativos de adecuado tratamiento derivados de la lex artis pueden condicionar tal obediencia. Por detrás late en el anteproyecto la opción por una determinada escuela de bioética, que asume la primera respuesta. Para ella la medicina debe dejar de contemplarse ingenuamente como un saber, merecedor de confiada aquiescencia, para controlarse cuidadosamente como un poder. El médico aparece en todo el anteproyecto bajo sospecha, como dando por hecho que se empecinará en imponer criterios propios al enfermo por su bien, incurriendo así en un nefando paternalismo. El problema no admite sin embargo soluciones tan simplistas. Existe sin duda el riesgo de que el médico incurra en obstinación terapéutica (traicionando el principio de beneficencia) pero también, como se ha experimentado, que movido por un progresismo emancipador incurra en abierto paternalismo decidiendo acabar, por su bien, con la vida del enfermo superando sus atávicos prejuicios “emocionales”. No fueron pocos los ginecólogos que ligaron trompas sin conocimiento ni consentimiento de sus pacientes para librarlas, por su bien, de que sus prejuicios o los de su marido les llevaran a la atrocidad de tener más hijos.

Entra así en juego la segunda trapacería poco laudable del anteproyecto. El lector poco atento podría suponer que su texto se ha limitado, lo que ya sería rechazable, a no abordar el problema central ya indicado. La realidad es más negativa y se halla camuflada en su Disposición final primera, no tanto por lo que dice como por lo que sin aviso expreso suprime. Se aborda en ella una modificación del artículo 11de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Aparentemente no se va más allá de unas leves mejoras de redacción. Así ocurre en el primer epígrafe del citado artículo, pero no en otros. El antiguo epígrafe 3, que ayudaría a zanjar la cuestión, al establecer que “no serán aplicadas las instrucciones previas contrarias al ordenamiento jurídico” o “a la lex artis”, desaparece como por ensalmo mientras se cubiletea con otros vecinos. Cuando el epígrafe 2 se convierte en 4 se recupera en parte lo suprimido, ya que “cada servicio de salud regulará el procedimiento adecuado para que, llegado el caso, se garantice el cumplimiento de las instrucciones previas de cada persona, siempre que no contravengan el ordenamiento jurídico”; pero de la lex artis, por el contrario, no vuelve a haber noticia…

No deja de ser significativo respecto a  la ya apuntada desconfianza del anteproyecto hacia la clase médica que, mientras que la ley andaluza abordaba las Instrucciones Previas como instrumento para “asegurar la autonomía de los pacientes y el respeto a su voluntad en el proceso de la muerte, incluyendo la manifestada de forma anticipada mediante el testamento vital”[10], el nuevo texto parece más preocupado, en su artículo 6.2, de evitar imaginadas represalias: “la negativa a recibir una intervención o tratamiento, o la decisión de interrumpirlos, no supondrá menoscabo alguno en la atención sanitaria de otro tipo que se le dispense, especialmente en lo referido a la destinada a paliar el dolor y a hacer más digno y soportable el proceso final de su vida”.

Renuncia a tratamiento con previsible resultado de muerta

Las leyes autonómicas habían ya resuelto por su cuenta el problema ahora pendiente. La andaluza lo hace mediante una contradictoria solución, al instruir en su artículo 18.1 a los médicos sobre sus “deberes respecto a la toma de decisiones clínicas”. Por una parte, parece concederse notable relevancia a la lex artis al indicar que “el médico o médica responsable, antes de proponer cualquier intervención sanitaria a una persona en proceso de muerte, deberá asegurarse de que la misma está clínicamente indicada, elaborando su juicio clínico al respecto basándose en el estado de la ciencia, en la evidencia científica disponible, en su saber profesional, en su experiencia y en el estado clínico, gravedad y pronóstico de la persona afecta”. Sin embargo, la segunda parte del mismo epígrafe convierte a la anterior en papel mojado, salvo que se pretendiera con ella sólo prevenir el ámbito en el que los médicos correrían el riesgo de ser blanco de reclamaciones jurídicas de responsabilidad. En efecto, una vez emitido dictamen con arreglo a la lex artis, “en el caso de que este juicio profesional concluya en la indicación de una intervención sanitaria, someterá entonces la misma al consentimiento libre y voluntario de la persona, que podrá aceptar la intervención propuesta, elegir libremente entre las opciones clínicas disponibles, o rechazarla”[11].

El anteproyecto que examinamos sólo se muestra innovador para volver a dejar constancia de su radical desconfianza respecto a los médicos. El texto no remite ahora a sus deberes de modo genérico sino en el único concreto aspecto que parece preocupar a su autor: la “proporcionalidad de las medidas terapéuticas”[12].

Neto predominio pues del principio de autonomía esgrimido por el paciente, o quienes decidan por él, sobre el de beneficencia perseguido por el médico. ¿Sin límite alguno? En el ámbito andaluz el caso Echevarría (retirada a petición propia de ventilación asistida a enferma no terminal con resultado de muerte) queda inmortalizado en la exposición de motivos de la ley. Se levantó en ella acta de cómo “la emergencia del valor de la autonomía personal ha modificado profundamente los valores de la relación clínica, que debe adaptarse ahora a la individualidad de la persona enferma”[13]. A nadie puede pues extrañar la drástica respuesta ofrecida por su articulado al ocuparse del “derecho al rechazo y a la retirada de una intervención”: “Toda persona tiene derecho a rechazar la intervención propuesta por los profesionales sanitarios, tras un proceso de información y decisión, aunque ello pueda poner en peligro su vida” [14]; más claro agua.

Dado el carácter básico de la ley ahora proyectada, parece exigible que todo ello se tenga en cuenta. Así lo hace, para mal, el artículo 6.1 del anteproyecto, que no se conforma con indicar que “las personas que se encuentren en el proceso final de su vida tienen derecho a que se respete su decisión sobre la atención sanitaria que se les dispense”, pudiendo “rechazar las intervenciones y los tratamientos propuestos por los profesionales sanitarios, aún en los casos en que esta decisión pudiera tener el efecto de acortar su vida”. Se añadirá temerariamente “o ponerla en peligro inminente”; como único límite a este obvio suicidio asistido se nos remite a “razones de salud pública”.

El Derecho como instrumento normalizador de la mentalidad social

Para poder evaluar, de acuerdo con la realidad, el impacto previsible de tal regulación es necesario reflexionar tanto sobre el papel que, se quiera o no, juega la norma jurídica sobre las relaciones sociales como sobre las condiciones de consciencia frecuentes en un enfermo terminal, o la situación anímica de un enfermo crónico con dolencia progresiva de pronóstico irreversible.

El anteproyecto parece considerar, desde su óptica individualista, sólo una dimensión del derecho meramente represiva, que invitaría a una protección de la autodeterminación del paciente frente al poder arbitrario del médico, empeñado en someterlo a sus convicciones o a sus afanes de batir records de supervivencia. Se ignora en él meridianamente la inevitable dimensión normalizadora del ordenamiento jurídico, que sella a determinados comportamientos sociales como normales o anormales. En un Estado democrático será el reproche o la alarma que una conducta pueda generar en la sociedad lo que determine la tipificación penal de una conducta. Puede, por el contrario, que el doctrinarismo lleve a un gobierno a considerarse legitimado e incluso obligado a imponer determinado código moral a una ciudadanía pre-ilustrada. Es fácil que en tal caso recurra al ordenamiento jurídico para ilustrar al ciudadano sobre qué debe alarmarle o merecer su reproche y qué no.

Si el autor del anteproyecto se molestara en leer las sentencias que cita, comprobaría que en el epígrafe 74 de la del Tribunal de Estrasburgo sobre el caso Pretty no duda en considerar “vulnerables” a muchas de las personas que sufren una enfermedad en fase terminal; sin una prohibición general del suicidio asistido existirían riesgos manifiestos de abuso, lo que la justifica como “necesaria en una sociedad democrática”. Si no se establecen fórmulas jurídicas protectoras, podrían acabar siendo víctimas de quienes soportan su carga, que podrán permitirse imponerle particulares valoraciones sobre si su vida merece o no ser vivida. El entonces Presidente de la República Federal de Alemania Johannes Rau, socialista por más señas, resaltó cómo en esta situación, “cuando el seguir viviendo se reduce sólo a una entre dos opciones legales, todo aquél que imponga a otros la carga de su supervivencia estará obligado a rendir cuentas, a justificarse”[15]. Cuando en una sociedad individualista el decálogo da paso como único mandamiento al no molestar, el panorama cobrará para ciertas personas una amarga incertidumbre.

La capacidad decisoria del paciente terminal

Todo ello obliga a desmontar un ilusorio escenario, que nos presenta al enfermo terminal, o el que se halle en situación equiparable, como lúcido dueño y señor de sus actos, para enfrentarnos a la dura realidad. El anteproyecto no deja de hacerlo con la misma fría impasibilidad que sus precedentes autonómicos.

Ya vimos cómo la relevancia de las posibles, y escasas, Instrucciones Previas suscritas por los pacientes resulta notablemente problemática. La capacidad para actualizarlas personalmente será con frecuencia tan dudosa que habría de considerarse inválida al suscribir cualquier disposición presente o futura sobre sus bienes patrimoniales. Ningún pariente se convertirá en heredero alegando la simpatía siempre mostrada por el causante ni interpretando sus previsibles deseos. Resulta por ello llamativo que cuando lo que está en juego es su vida sí sea posible remitirse a tales guiños.

El anteproyecto resuelve el asunto, en el segundo párrafo de su artículo 9.3, con envidiable desenvoltura: “Para la toma de decisiones en las situaciones clínicas no contempladas explícitamente en las instrucciones previas, el representante tendrá en cuenta las opciones deducibles de las expresamente recogidas en dichas instrucciones, así como las convicciones del otorgante”. En caso de incapacidad, el artículo 8.4 había señalado que “el ejercicio de la representación, a que se refiere el apartado 1, se hará respetando siempre las manifestaciones y criterios que el paciente hubiera realizado con anterioridad a la situación de incapacidad, y buscando el mayor beneficio y respeto a la dignidad de los representados”.

De manera no muy diversa habían abordado la cuestión las normas autonómicas. Mientras el anteproyecto insiste en desconfiar del afán de beneficencia de los médicos, la ley andaluza parecía considerar obligado confiar en quien represente al paciente “bajo el presupuesto de que ésta actuará siempre buscando el mayor beneficio de la persona que representa y con respeto a su dignidad personal”. El articulado opta por un más sensato tenor imperativo: “Para la toma de decisiones en las situaciones clínicas no contempladas explícitamente en la declaración de voluntad vital anticipada, a fin de presumir la voluntad que tendría la persona si estuviera en ese momento en situación de capacidad, quien la represente tendrá en cuenta los valores u opciones vitales recogidos en la citada declaración”[16]. Así mismo “el ejercicio de los derechos de los pacientes que se encuentren en situación de incapacidad se hará siempre buscando su mayor beneficio y el respeto a su dignidad personal. Para la interpretación de la voluntad de los pacientes se tendrán en cuenta tanto sus deseos expresados previamente, como los que hubieran formulado presuntamente de encontrarse ahora en situación de capacidad”[17]. Planteamientos similares se encuentran en las leyes aragonesa y navarra[18].

Queda así constatado un doble problema. Por una parte, la lex artis queda sacrificada por obra de la ley a un principio de autonomía ejercido sorprendentemente de modo ilimitado, para frenar el supuesto paternalismo médico; será la voluntad del paciente la que se convierta en ley, estableciendo el modo ortodoxo de actuación médica. Por otra parte, en numerosos casos resultará muy dudoso que el propio paciente se encuentre en condiciones de poder hacerlo. Lo más grave, no obstante, será el inevitable efecto normalizador sobre la relación médico-paciente, que agudizará la situación particularmente vulnerable del segundo, al quedar en manos de posibles decisiones drásticamente paternalistas de sus propios representantes.

Sedación como derecho

Este último aspecto es el que provoca una notable inquietud, al aparecer una medida, entre tantas otras, convertida privilegiadamente en derecho; lo que levanta la sospecha de que nos encontremos ante una decisión entre frívola y demagógica. Puede resultar razonable que se reconozca, como hace el rótulo del artículo 11 del anteproyecto, un “derecho al tratamiento del dolor”, pero no parece haber razón para establecer que la aplicación de los deseables cuidados paliativos necesariamente “incluye, además del tratamiento analgésico específico, la sedación”, como sorprendentemente señala su epígrafe 1. Tan curiosa opción resultará matizada en el epígrafe 2, c), donde tan novedoso derecho tendrá por objeto “recibir, cuando lo necesiten, sedación paliativa, aunque ello implique un acortamiento de la vida, mediante la administración de fármacos en las dosis y combinaciones requeridas para reducir su consciencia, con el fin de aliviar adecuadamente su sufrimiento o síntomas refractarios al tratamiento específico”. Es lógico que, para descartar la obstinación terapéutica, se aclare con rango legal que no será obstáculo para administrar una necesaria sedación que resulte previsible un acortamiento del horizonte vital. El problema radica una vez más en la irresuelta tensión entre un “cuando lo necesiten”, que remite a un principio de autonomía no claramente delimitado, o unas dosis “requeridas” (no queda claro por quien), que para administrarse “adecuadamente”, si se aprecian “síntomas refractarios”, habrían de supeditarse a las exigencias de la lex artis, lo que el precepto no confirma[19].

Al dejarse imprudentemente sin respuesta esa tensión, en un contexto en el que, como hemos visto, el principio de autonomía se tiende a privilegiar respecto a la lex artis, podrían provocarse efectos muy negativos, no faltos por desgracia de experiencia previa entre nosotros. Se han llevado a cabo sedaciones disparatadas (prueba de ello es que no han vuelto a repetirse, ni ellas ni las consiguientes estadísticas de fallecimientos, una vez sometidas a control). Es irrelevante a efectos legislativos que los tribunales no hayan considerado probado indiscutidamente en el caso aludido el nexo causal imprescindible (in dubio pro reo) para aplicar una sanción penal; o que determinado tribunal haya considerado innecesario aludir, al fundamentar su resolución, a la existencia de un dictamen de no observancia de la lex artis; o que determinados medios de comunicación hayan presentado esta decisión como si por si sola convirtiera la conducta analizada en arquetipo de ortodoxo comportamiento. Al legislador lo que debe preocuparle es la garantía de los bienes jurídicos en juego y no la probabilidad, siempre procesalmente problemática, de que llegue a aplicarse una sanción penal al que los vulneró.

No deja de resultar significativo que sin embargo reciban peor tratamiento otras medidas con inequívoco apoyo en derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos. Así, quizá por concederle un valor meramente “emocional”, la asistencia espiritual no se reconoce en el artículo 12 del anteproyecto como derecho. Habrá que acogerse al peculiar “derecho al acompañamiento”, que le sirve de título; gracias a ello los “pacientes podrán recibir el auxilio espiritual que hayan solicitado conforme a sus convicciones y creencias”, aunque siempre con una “limitación”: “que ello resulte compatible con el conjunto de medidas sanitarias necesarias para ofrecer una atención de calidad”.

El perturbador concepto de “calidad de vida” 

Es preciso aludir a un elemento adicional, tampoco expresado en términos suficientemente tranquilizadores. Queda una vez más de relieve la querencia del anteproyecto a convertir la obstinación terapéutica en el único problema necesitado de regulación, ignorando la existencia de amenazas eutanásicas derivadas tanto de paternalismos ideológicos como de cálculos utilitaristas. La “proporcionalidad de las medidas terapéuticas”, abordada en el artículo 17 del anteproyecto, se pone en el epígrafe 2 en conexión no sólo con un genérico concepto de “utilidad clínica”, sino con la obligada “atención a la cantidad y calidad de vida futuras del paciente”.

El ya citado Consejo de Estado, al dictaminar el entonces anteproyecto de ley de salud reproductiva, alertó ante lo inadecuado de trasladar a textos legislativos definiciones de organismos sanitarios ignorantes de su posible viabilidad jurídica, aludiendo en concreto al sin duda saludable concepto que la Organización Mundial de la Salud preconiza respecto al término que identifica sus tareas. El anteproyecto se muestra silente respecto a que haya que entender como calidad de vida, pero su carácter básico le obliga a ser más prudente en su uso, sin ignorar la existencia de las definiciones ya presentes en la normativa autonómica. Habría que aclarar si cabe reconocer nada menos que un derecho al logro de una “satisfacción individual ante las condiciones objetivas de vida desde los valores y las creencias personales”[20]. No digamos nada cuando la satisfacción “individual” resulta interpretada por un tercero… Todo ello es particularmente preocupante cuando se ha llegado a firmar que una vida sin suficiente calidad no podría considerarse objeto del derecho a la vida garantizado por el artículo 15 de la Constitución.

Inexistencia ope legis de eutanasia y suicidio asistido

Dentro de este contexto es como habría que resolver si realmente nos encontramos ante una futura ley que no tendría nada que ver con la eutanasia ni con el suicidio asistido. Así pretende presentarse el anteproyecto, que aspiraría sólo a “asumir legalmente el consenso generado sobre los derechos del paciente en el proceso final de su vida, sin alterar, en cambio, la tipificación penal vigente de la eutanasia o suicidio asistido, concebido como la acción de causar o cooperar activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, aspecto ajeno a los regulados en la presente ley”[21].

Para empezar, es absolutamente caprichoso afirmar que existe un consenso (¿entre quiénes?) sobre la preeminencia ilimitada del principio de autonomía (incluso subrogado) sobre el de beneficencia, apoyado en la lex artis de los profesionales. Habría que dilucidar además dos aspectos que se rehúyen deliberadamente en el texto.

El primero invita de nuevo a reflexionar sobre qué cabe  y no cabe esperar de las fórmulas jurídicas. Los bioéticos, sobre todo si suscriben un planteamiento de marcada antropología individualista, tiene una querencia a configurar soluciones propias del dibujo de una miniatura, ignorando crasamente la dimensión normalizadora de toda regulación jurídica, cuya generalidad le hace cobrar aires de embadurne con brocha gorda. Por más que el texto antes citado afirme, con notorio voluntarismo, que sólo “se ocupa del proceso del final de la vida, concebido como un final próximo e irreversible, eventualmente doloroso y lesivo de la dignidad de quien lo padece”, no será en tal escenario fácil deslindar la actuación ante un enfermo en situación terminal o ante determinados enfermos crónicos con limitaciones severas. Por lo demás, en numerosas ocasiones será el entorno del paciente, nada inmune a sugerencias paternalistas de determinado sector sanitario progresista-emancipador, quien acabe decidiendo.

Queda, en segundo lugar, sin aclarar la frontera entre tratamiento y medidas de soporte vital. No se resuelve si la capacidad de renunciar a tratamientos, pudiendo en ocasiones elegir entre uno u otro, ha de considerarse extensiva a la hidratación o alimentación. El texto no descarta siquiera que las medidas de soporte vital se consideren más fácilmente prescindibles que los tratamientos, dado que se han visto ya definidas en la normativa autonómica como una “intervención sanitaria destinada a mantener las constantes vitales de la persona, independientemente de que dicha intervención actúe o no terapéuticamente sobre la enfermedad de base o el proceso biológico, que amenaza la vida de la misma”. No faltará quien con ligereza pueda calificar de fútiles la hidratación o alimentación, insinuando que al fin y al cabo no curan la enfermedad. Conviene no olvidar que a la vez la “obstinación terapéutica” se ha presentado como la “situación en la que a una persona, que se encuentra en situación terminal o de agonía y afecta de una enfermedad grave e irreversible, se le inician o mantienen medidas de soporte vital u otras intervenciones carentes de utilidad clínica” [22]. Y, volviendo a planteamiento anterior ¿sería razonable considerar fácil mantener con garantía una frontera entre una interpretación copulativa (situación terminal y enfermedad irreversible) y otra alternativa (situación terminal o enfermedad irreversible) de dicho texto?

La normativa autonómica, que el anteproyecto de ley básica no rectifica, puede ayudarnos a dilucidar si estamos o no ante una ley que tienda a favorecer el suicidio asistido o incluso la eutanasia. La ley andaluza establece dogmáticamente que los supuestos contemplados en ella, y por tanto en el anteproyecto que nos ocupa, “no deberían ser etiquetadas como eutanasia” ni, en la terminología de artículo 143.4 de nuestro código penal, como “auxilio o inducción al suicidio”. La razón para ello no deja de resultar sorprendente: porque “nunca buscan deliberadamente la muerte, sino aliviar o evitar el sufrimiento, respetar la autonomía de los pacientes y humanizar el proceso de la muerte”. Por si quedara alguna duda sobre lo dogmático de su actitud, se cita a continuación el dictamen jurídico que autorizó a retirar en Granada medidas de soporte vital a una enferma no terminal; un suicidio asistido de libro. Aunque la enferma había reclamado reiteradamente público auxilio para poner fin a su vida, se estima que se trataba “de una petición amparada por el derecho a rehusar el tratamiento y su derecho a vivir dignamente” . Sería pues la mera voluntad del paciente la que establece lo que resultará exigible como “conducta debida por parte de los profesionales sanitarios para que sea respetado el derecho de la misma a rehusar los medios de soporte vital que se le aplican”[23]. La no obediencia a tales indicaciones se convierte sin límite alguno en obstinación terapéutica. En el caso aludido la intención suicida tardó en consumarse un cuarto de hora…

Más responsable sería afirmar que las medidas o decisiones contempladas en la ley no podrán llevarse a cabo con dicha intención, ya que es obvio que tal posibilidad no puede razonablemente descartarse, sin ignorar noticias frecuentes y recientes en otros países y, como es bien sabido, en el nuestro. El problema real es si estas medidas deben o no ser ejecutadas con tal intención, obviamente nada descartable; no cómo deban o no ser calificadas. Resulta poco responsable establecer dogmáticamente que nadie buscará ni secundará deliberadamente la muerte ajena, ahorrándose así reflexionar sobre los espacios que estas normas dejan abiertos al respecto.

Partiendo de este voluntarista cuadro, queda claro que no se pretendería la despenalización de la eutanasia o del suicidio asistido con estas leyes (las autonómicas ni siquiera tienen competencia para hacerlo). Tan claro como que resultaría superfluo hacerlo, una vez que queda sin más establecida ope legis su inexistencia. En plena era de la transparencia, la eutanasia y el suicidio asistido entrarían en el armario pasando a la clandestinidad. Todo un progreso…

Objeción de conciencia

Es por último obligado aludir a la polémica suscitada por la ausencia en el anteproyecto de toda referencia al posible ejercicio de la objeción de conciencia por parte del personal sanitario. Paradójicamente, consideramos que no hay por qué descartar una interpretación optimista de tan curiosa circunstancia.

Como es bien sabido, en su sentencia 53/185 que declaró inconstitucional el primer intento legislativo despenalizador del aborto en determinados supuestos, el Tribunal Constitucional no consideró que por una similar omisión legislativa se hubiera vulnerado tal derecho. La razón era muy simple: se trata de un derecho constitucional, que en modo alguno precisaba de la interpositio legislatoris para ser ejercitado, dado que no era el legislador quien lo otorgaba. Por idéntica razón habría que entender que ocurriría lo mismo en el presente caso, sin perjuicio de que parezca exigible que, tras inventar más de un derecho, se reconozcan expresamente al menos los que tienen fundamento constitucional.

La experiencia invita, por otra parte, a estimar que las intervenciones legislativas en esta materia no han solido ser nada favorables al derecho en cuestión, sino que más bien tienden a establecer delimitaciones tan caprichosas como perturbadoras. Baste recordar el afán de los encargados de ejecutar la ley por forzar a los médicos de atención primaria a llevar a cabo una actuación tan sanitaria como entregar un sobre cerrado de ignoto contenido a sus pacientes interesadas por la posibilidad de abortar.

Conviene resaltar a la vez que el anteproyecto, si bien no se refiere expresamente a la objeción, sí que alude generosamente a la conciencia. En concreto, su artículo 18 se ocupa del “respeto a las convicciones y creencias del paciente”, insistiendo en que “todos los profesionales sanitarios tienen la obligación de respetar las convicciones y creencias de los pacientes en el proceso final de su vida”. Dentro de su habitual actitud de ojeo ante la perversa clase sanitaria no duda en añadir: “debiendo abstenerse de imponer criterios de actuación basados en las suyas propias”; o sea, que no deja de reconocer que también estos profesionales tienen convicciones y creencias, capaces de gravar obviamente su conciencia y no sólo la ajena[24]. No es poco…

Ante ese panorama no habría juez en su sano juicio que no acepte la posibilidad de ejercitar el aludido derecho constitucional, sin perjuicio de que no lo considere ilimitado. Queda claro que el profesional sanitario no ejecuta un mero acto técnico sugerido por el paciente, sino que realiza un comportamiento de obvia dimensión moral, que afecta a sus convicciones y creencias; hasta tal punto es así que incluso algún malpensado puede no excluir que pretenda imponerlas a su víctima de turno. Resultaría fuera de lugar que cualquier profesional sanitario buscara amparo en un anonimato institucional, ignorando que todo acto médico reviste una dimensión moral.

Constitucionalidad y previsión

A lo largo de estas reflexiones hemos evitado cuidadosamente pronunciarnos sobre la constitucionalidad del contenido del anteproyecto, porque tal juicio no compete al legislador, sino en su caso al Tribunal Constitucional. Éste, como es bien sabido,  suele reiterar (especialmente en supuestos de recursos de amparo) que su misión es detectar y hacer subsanar vulneraciones de derechos fundamentales, no prevenirlas. Ésta segunda es precisamente la obligada función del legislador, que no puede irresponsablemente tratar esos derechos a beneficio de inventario, con la peregrina idea de que ya hará subsanar posibles vulneraciones el Tribunal, si llega el caso. Tal actitud, en un momento en que ha desaparecido el recurso previo de constitucionalidad, sería una clara muestra de ausencia de esa lealtad que resulta exigible a todos los poderes públicos.

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[1] Cfr. P.CRUZ VILLALÓN La curiosidad del jurista persa y otros estudios sobre la Constitución Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.

[2] Ley andaluza 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte, Exposición de Motivos, II (noveno y décimo párrafos). Idéntica redacción en la aragonesa Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte, Preámbulo, II (noveno y undécimo párrafos) y muy similar en la navarra Ley Foral 8/2011, de 24 de marzo, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte, Exposición de Motivos (décimo párrafo).

[3] Valga como ejemplo el artículo 5 de la ley andaluza, que incluye una “Disposición Adicional Segunda. Difusión de la Ley” estableciendo que “La Consejería de Salud habilitará los mecanismos oportunos para dar la máxima difusión a la presente Ley entre los profesionales y la ciudadanía en general”. No cambian de numeración artículo similar las de Navarra y Aragón, aunque en ésta la Disposición Adicional será la Primera.

[4] Ley andaluza 2/2010, Exposición de Motivos, III (décimo párrafo). La afirmación final se reitera en Navarra por la ley foral 8/2011, Exposición de Motivos (decimocuarto párrafo).

[5] En concreto las SSTC 120/1990 de 27 de junio, f.7, 137/1990 de 19 de julio, f.5 y 11/1991 de 17 de enero. F.2.

[6] He tenido ocasión de comentar la postura negativa, por lo demás paradójica, de G.PECES BARBA en mi libro Bioderecho. Entre la vida y la muerte Cizur Menor, Thomson-Aranzadi, 2006, págs. 206 y 221: rechaza una visión patrimonialista de la propia vida, aunque luego considere desaparecido el derecho cuando no nos hallemos ante una vida de calidad…

[7] Sobre la última de estas resoluciones aludirá más abajo al Fundamento 9, sin precisar su contenido. De haberlo hecho habría tenido que ignorar sus ocho primeros párrafos, preocupados de la libertad religiosa del menor, para aportar solamente el último: “al oponerse el menor a la injerencia ajena sobre su propio cuerpo, estaba ejercitando un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal -como distinto del derecho a la salud o a la vida- y que se traduce en el marco constitucional como un derecho fundamental a la integridad física (art. 15 CE)”. El problema pendiente seguirá consistiendo en si ese derecho es ilimitado. No faltan sentencias contundentes al respecto; sin ir más lejos la luego citada STC 37/2011, F.6: “el referido derecho fundamental no es un derecho absoluto ni ilimitado, como no lo es ninguno de los derechos fundamentales”.

[8] Todo ello en la Exposición de Motivos (12).

[9] STC 37/2011, de 28 de marzo, A.8 (3), F.3 (3) y (7).

[10] Artículo 2, b) de la ley andaluza 2/2010.

[11] La ley aragonesa clona hasta el número y epígrafe del artículo. La navarra se atreve a convertir el artículo 18.1 en 17.1, añadiendo aL idéntico tenor literal una apelación final a que todo ello se desarrolle “en el curso de una buena comunicación profesional-paciente”.

[12] Quizá para facilitar la nemotecnia el artículo será el 17.1; su tenor: “El médico responsable, antes de proponer cualquier intervención a un paciente en el proceso final de su vida, deberá asegurarse de que aquélla responde a la lex artis, en la medida en que está clínicamente indicada mediante un juicio clínico que se base en la evidencia científica disponible, en su saber profesional, en su experiencia y en el estado, gravedad y pronóstico del paciente”.

[13] Ley 2/2010, Exposición de Motivos, II (1).

[14] Artículo 8.1 de la ley andaluza; idéntica redacción en el mismo artículo y epígrafe de la ley aragonesa. La ley navarra reitera artículo, titular y epígrafe remitiendo “a lo establecido en los artículos 26 y 53 de la Ley Foral 17/2010, de 8 de noviembre”.

[15] ¿Irá todo bien? Por un progreso a escala humana, epígrafe XII de su Discurso Berlinés pronunciado en el salón de actos Otto-Braun de la Biblioteca Nacional el 18 de mayo de 2001.

[16] Artículo 9, 5 de la andaluza Ley 2/2010.

[17] Artículo 10.4 de la ley aragonesa, que igualmente prevé en su artículo 8.1, que el enfermo no esté en condiciones de rechazar tratamientos por escrito: “Si no pudiere firmar, firmará en su lugar otra persona que actuará como testigo a su ruego, dejando constancia de su identificación y del motivo que impide la firma por la persona que rechaza la intervención propuesta. Todo ello deberá constar por escrito en la historia clínica”.

[18] Cfr. Artículos 9,4 y 10.4 de la aragonesa y 10.2 y 11.4 de  la ley foral navarra; en este último epígrafe se establece también imperativamente, que “El ejercicio de los derechos de las personas que se encuentren en situación de incapacidad se hará siempre buscando su mayor beneficio y el respeto a su dignidad personal”.

[19] El texto del anteproyecto propone: “Artículo 11. Derecho al tratamiento del dolor

1. Todas las personas que se encuentren en el proceso final de su vida tienen derecho a recibir la atención idónea integral que prevenga y alivie el dolor y sus manifestaciones, lo que incluye, además del tratamiento analgésico específico, la sedación.

2. De acuerdo con lo anterior, estas personas tienen derecho:  (…)

c) A recibir, cuando lo necesiten, sedación paliativa, aunque ello implique un acortamiento de la vida, mediante la administración de fármacos en las dosis y combinaciones requeridas para reducir su consciencia, con el fin de aliviar adecuadamente su sufrimiento o síntomas refractarios al tratamiento específico”.

[20] Así se define la calidad de vida en el artículo 5, a) de la andaluza Ley 2/2010, de 8 de abril, de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte. De modo prácticamente igual en idéntico artículo y epígrafe de la ley navarra, mientras la aragonesa traslada  la definición al epígrafe b).

[21] Anteproyecto de ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, Exposición de Motivos (15)

[22] Artículo 5, g) e i) de la andaluza Ley 2/2010. Idénticas numeración y definiciones en la ley navarra, mientras la aragonesa modifica en el mismo artículo 5 los epígrafes, que pasan a ser i) y j).

[23] Ley 2/2010, Exposición de Motivos, II (10) y (11). Redacción similar en la Exposición de Motivos II (9) y (10) de la ley aragonesa. Idéntico afán de dar por inexistente el problema en la ley navarra: “el rechazo al tratamiento, las limitaciones de medidas de soporte vital y la sedación paliativa reguladas en esta Ley Foral no deben ser calificadas como acciones eutanásicas, porque no buscan deliberadamente la muerte, sino aliviar o evitar el sufrimiento, respetar la autonomía del paciente y humanizar el proceso de final de la vida” –Ley foral 8/2011, Exposición de Motivos (9).

[24] La ley andaluza, en el epígrafe 2 del correspondiente artículo 18 no se muestra menos celosa, utilizando incluso un término que, sin duda por su resonancia arbitraria, el anteproyecto prefiere evitar: preferencias. En concreto: “Todos los profesionales sanitarios implicados en la atención de los pacientes tienen la obligación de respetar los valores, creencias y preferencias de los mismos en la toma de decisiones clínicas, en los términos previstos en la presente Ley, en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, en la Ley 5/2003, de 9 de octubre, y en sus respectivas normas de desarrollo, debiendo abstenerse de imponer criterios de actuación basados en sus propias creencias y convicciones personales, morales, religiosas o filosóficas”. Similares afirmaciones, preferencias incluidas en idéntico artículo y epígrafe de la ley aragonesa, así como en los mismos de la navarra, aunque con alguna licencia literaria.

 

Andrés Ollero Tassara, Catedrático de Filosofía del Derecho, Co-director del Master de Bioética y Bioderecho de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

Publicado en Zenit