28.08.11

Biblia

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Mt 16, 21-27. El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo.

21 Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día. 22 Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» 23 Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! 24 Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. 25 Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. 26 Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? 27 «Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.

COMENTARIO

Negarse a un mismo para vivir eternamente

Muchas veces se ha dicho y se dice que nadie ha dicho o dice que ser cristiano sea fácil y que seguir a Cristo sea como un paseo descansado en una tarde de día de fiesta.

Tampoco hay que ser muy original para decir esto ni, siquiera, para pensarlo porque el propio Jesucristo lo dice y dejan bien claro qué ha de esperar quien le siga. Vale la pena repetirlo para que nadie se lleve a engaño:

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Ir en pos, detrás de Cristo, ha de suponer seguir la doctrina que Él transmite porque no otra cosa supone estar con el Hijo de Dios.

Pero, para eso, no basta con decirlo de boca para afuera. Hace falta negarse a sí mismo o, lo que es lo mismo, olvidarse de uno mismo y entregarse, totalmente, a Cristo.

Además es importante esto otro: tomar nuestra cruz. Tomar la cruz es, sin duda, la verdadera prueba demostrativa de que un cristiano lo es porque quien dice seguir a Cristo y rehúye su propia cruz, tal persona, en realidad, no ha comprendido ni al Hijo de Dios, ni a su muerte ni nada de nada sino que, todo lo más, le parece, a lo mejor, interesante seguir a tan importante persona.

Entonces, de coger cada cual su cruz y seguir a Cristo supondrá la salvación de nuestra vida. Antes habremos perdido la antigua, la pues no estaba en relación con el Mesías ni, al fin y al cabo, con Dios. Es más, entonces, precisamente entonces, encontraremos la vida, la que nos conviene, la que es para siempre, siempre, siempre… la eterna que no muere nunca.

Lo material, lo mundano, no vale, no sirve para la vida eterna porque lo dejaremos aquí cuando seamos llamados por Dios a su tribunal. De nada nos servirá haber acumulado porque nada de lo acumulado lo llevaremos al definitivo Reino de Dios. De nada, pues, sirve, en efecto, ganar el mundo como muy supo entender San Francisco Javier a palabras de San Ignacio de Loyola. Si eso es a cambio de perder el alma… habremos hecho un pan con unas tortas o, simplemente, desperdiciado nuestra vida en este valle de lágrimas.

Y, al final de todo, el toque necesario de esperanza que nos da la vida verdadera: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.”

Ya sabemos, pues, qué nos corresponde hacer: estar y permaneced atentos y firmes en la fe.

PRECES

Por todos aquellos que no quieren dejar su antigua vida para seguir a Cristo.

Roguemos al Señor.

Por todos aquellos no creen importante la vida eterna.

Roguemos al Señor.

ORACIÓN

Padre Dios; ayúdanos a tener en nuestro corazón la seguridad de necesitar a Cristo y a la vida eterna que nos promete.

Gracias, Señor, por poder transmitir esto.

El texto bíblico ha sido tomado de la Biblia de Jerusalén.

Eleuterio Fernández Guzmán