4.09.11

 

Un buen amigo me dijo ayer que había hablado con un sacerdote, lector habitual de este blog. Comentando el tenor de mis últimos artículos, el cura le dijo que me estaba radicalizando en demasía. Ciertamente llevaba mucho tiempo sin escribir tan seguido de la forma en que lo he hecho esta semana. De los seis últimos posts, cinco los he dedicado a hablar del martirio por la verdad, de un aquellare herético, del cisma que vive la Iglesia y de una religiosa heterodoxa. Y bien podría hacer lo mismo hoy si escribiera sobre las últimas declaraciones del P. Ángel, el cura asturiano que se cartea con el Papa sin que el Papa le responda a sus cartas.

Lo cierto es que no dejo de ser un simple seglar al que, por circunstancias de la vida, le toca jugar un papel mediático de cierta repercusión eclesial. Hace tan solo 15-20 años habría sido imposible que hiciera lo que hago ahora. Internet ha sido el instrumento para que unos cuantos seglares católicos puedan hacer oír su voz en toda la Iglesia. El ejemplo más conspicuo es Francisco José Fernández de la Cigoña. Nunca un seglar ha tenido tantos lectores diarios como tiene él. Y no es fácil que alguien le iguale. Al menos entre los que escriben en la lengua de Cervantes.

En todo caso, lo de menos es lo que determinados bloguers digamos o hagamos. En relación a la Iglesia y su condición de luz del mundo y sal de la tierra, lo verdaderamente importante es el qué se hace y el qué se dice. Pero también lo que no se hace y no se dice.

Tenemos un Papa, gracias a Dios, que ejerce un magisterio apostólico de primer orden. Se le entiende todo lo que habla. Y habla muy bien. Junto a él, no son pocos los obispos que desempeñan igualmente con presteza la parte de su ministerio que consiste en predicar la sana doctrina. Y todos conocemos a sacerdotes que saben acompañar a los fieles por la senda de la vida cristiana.

Pero, siempre hay un pero, el humo de Satanás del que hablaba Pablo VI sigue dentro de la Iglesia. Además es un humo denso, pringoso, que afea las paredes de la casa, que puede llegar a ahogar a los fieles más débiles y desesperar a los más fuertes. Yo he sido testigo directo del efecto que causa en un chaval una Misa mal celebrada o una homilía con errores doctrinales evidentes. Si eso se convierte en algo habitual, solo la gracia de Dios puede evitar que ese muchacho acabe alejándose de la Iglesia o, lo que es incluso peor, quedándose dentro profesando una fe distinta de la católica.

Las herejías difundidas por algunos bautizados -teólogos, laicos, párrocos- y por algunos grupos son tan graves y numerosas, tan difundidas y duraderas, que de hecho constituyen un “cisma", pero un cisma que permanece, en el orden social visible, “dentro” de la Iglesia. Únicamente los Obispos, ejercitando su autoridad apostólica, pueden poner fin a estas situaciones.

Es evidente que los Obispos no pueden salir a combatir uno por uno los innumerables errores que se difunden: sería como intentar acabar con las nubes de mosquitos malignos que salen de un pantano. Tendrían que dedicarse solo a eso. Más urgente es que prediquen la verdad católica y que atiendan pastoralmente al pueblo que se les ha encomendado. Pero sí:

1º Pueden y deben combatir abiertamente los errores más difundidos. Por ejemplo, pueden afirmar en una Carta pastoral -personal o colectiva- que los párrocos que en los funerales aseguran la salvación automática del difunto ("nuestro hermano goza ya de Dios en el cielo") están negando el purgatorio, que es una verdad de fe, y atentan gravemente contra la doctrina soteriológica de la Iglesia, tantas veces enseñada por Cristo en el Evangelio. Pueden mandar públicamente -de modo que se enteren los fieles laicos- a profesores, párrocos y catequistas que no continúen enseñando tales herejías. Pero esto se hace muy insuficientemente. Y llevamos ya muchos años con esa herejía. Y a este paso seguiremos muchos más.

2º- Pueden y deben suspender a divinis al párroco o deponer al profesor que enseñan herejías o pueden hacer cuanto esté en su mano para que un religioso o religiosa que difunde herejías sea sancionado y silenciado por sus superiores, o al menos, puede conseguir que quede impedido para actuar en su diócesis -ministerios ordinarios, conferencias ocasionales, difusión de sus escritos en la Librería diocesana, etc-, advirtiéndolo si conviene en Nota pública para conocimiento de los fieles que le han sido encomendados. Tampoco ésta es práctica frecuente.

Lo que está claro es que no basta con predicar la verdad. Hay que combatir la mentira, el error, la herejía. Y para ello el Señor ha dado a su Iglesia la autoridad para atar y desatar. Los apóstoles no solo predicaron a Cristo. También denunciaron a los falsos maestros y ordenaron que fueran expulsados de la comunión eclesial. No hace falta que cite de nuevo los versículos que he citado en muchas ocasiones para demostrar esto que digo. Lo cierto es que quienes permiten que la mentira circule por las venas de la Iglesia teniendo la autoridad para evitarlo, se hacen cómplices de esa mentira y de quienes la difunden.

San Pablo se indignaba con los que predicaban el error. Y hacía uso de su autoridad para arrancarlos de cuajo de la Iglesia, entregándoles incluso a Satanás -o sea, aplicándoles la excomunión-. ¿Es mucho pedir que la Iglesia haga hoy eso? La caridad no puede ser una excusa para no ejercer la autoridad. A estos modos de actuar se objeta:

1º- Que son inconciliables con la caridad. Pero la caridad no puede ser una excusa para no ejercer la autoridad. Todo lo contrario, no hay mayor caridad hacia los heterodoxos que disciplinarles y situarles fuera de la comunión eclesial, de manera que lleguen a ver en peligro su salvación. Y aun si no fuera por ellos, la caridad obliga a defender a las ovejas de los lobos.

2º- Que ocasionarían graves divisiones en la unidad de la Iglesia local. Pero es evidente que lo que rompe en la vida de una Iglesia la verdadera unidad en la fe, en la caridad y en la disciplina común, es precisamente la difusión de herejías y las prácticas arbitrarias y cismáticas. Combatir contra éstas es, precisamente, luchar por guardar la Iglesia en la unidad de la verdad, “una sola fides", y de la caridad, “un solo corazón y un alma sola".

No basta con que el pastor diga a su rebaño dónde está el prado verde de la sana doctrina. Tiene que combatir a los lobos que quieren devorar a sus corderos y a quienes quieren alimentarles con el pienso envenenado de la herejía.

No soy pastor sino oveja. No tengo autoridad alguna salvo sobre mis hijos menores de edad. De hecho, no pretendo tenerla nunca. Todo lo más que puedo hacer es rogar a quien tiene autoridad que la ejerza. Si eso me convierte en un radical, que así sea. Otros podrán quedarse de brazos cruzados mientras las Forcades, los Queiruga y los Aguirre de turno hacen estragos entre el pueblo de Dios. Yo no puedo.

Luis Fernando Pérez Bustamante