18.09.11

 

El periodista César Coca ha realizado una interesantísima entrevista a Mons. Fernando Sebastián, arzobispo emérito de Pamplona-Tudela y una de las mentes más preclaras del episcopado español en las últimas décadas. Como quiera que abordan muchos temas, me quiero centrar en dos de las preguntas y la respuesta que da don Fernando:

- Según las encuestas, los españoles confían poco en la Iglesia y muy poco en los obispos. ¿Alguna autocrítica?

- Lo veo injusto, como le decía. Hay medios que se divierten metiéndose con nosotros. Que si somos ricos… Cuando me fui de Pamplona alguien dijo que me había comprado un piso de 90 millones en Marbella. ¿Que podemos ser mejores y más listos? Sí, pero no somos de los peores. Un obispo tiene una gran responsabilidad y hace su trabajo en condiciones muy modestas, y sin ambiciones. Cobramos 1.200 euros al mes, así que me creerá si le digo que no estamos aquí por codicia ni honores.

- Entonces, ¿a qué cree que se debe esa falta de confianza?

- A que tocamos temas que duelen. Pero es que tenemos que ser fieles a nuestra misión. Por complacer a la gente no podemos cambiar nuestros pronunciamientos, como hacen los políticos. Hay una tendencia a decir que la Iglesia debería ser más condescendiente. Pero no; tenemos que ser la voz de Jesucristo, en lo que guste y en lo que no. No podemos ser oportunistas, como algunos nos piden.

Efectivamente, la Iglesia pero, sobre todo, los obispos, no gozan de mucha popularidad en la sociedad española. Ahora bien, lo que para algunos eso es síntoma de debilidad del catolicismo en este país, para mí es una clara señal de que no se están haciendo las cosas muy mal. Me preocuparía mucho que una sociedad que está instalada en la securalización, que va a toda velocidad por la senda de la cultura de la muerte, tuviera una buena opinión de la Iglesia.

Los cristianos estamos llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo. Y cuando el mundo está acostumbrado a moverse entre las tinieblas, la luz puede llegar a ser muy molesta, al menos en un primer instante. Igualmente todos sabemos el efecto que produce verter sal en una herida. El mensaje desinfectante del evangelio duele mucho cuando se vierte sobre la herida del pecado. Pero es un dolor salvífico, medicinal, necesario para la curación del enfermo.

Hay quienes quieren que el mundo sea luz y sal para la Iglesia. Son los “cristianos” mundanos, que aunque dicen creer en Cristo, en realidad buscan como acomodar el mensaje evangélico a un modo de vida incompatible con la fe. Esos cristianos les molesta que la Iglesia levante la voz contra el aborto, la eutanasia, la anticoncepción, el divorcio, la inmoralidad sexual, etc. Les gustaría que el mensaje de los obispos fuera de concordia, buen rollo, cristianismo a la carta y buenismo. Ellos habrían condenado a Juan el Bautisa como fundamentalista. E incluso habrían señalado con el dedo acusador al Señor cuando empezó a predicar aquello de “convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado” (Mt 4,17).

Es innecesario decir que la Iglesia no puede dedicarse solo a condenar el mal. Una evangelización que deje a un lado el poder de la gracia para transformar los corazones no puede ser instrumento de la conversión de nadie. Pero difícilmente se convertirán aquellos que no son conscientes de la gravedad de sus pecados. Y si eso ocurre a nivel personal, también acontece a nivel de toda la sociedad. Por ejemplo, cuando, como dice Mons. Sebastián, en España “cuesta más darse de baja en una compañía telefónica que divorciarse“, la Iglesia ha de denunciar la legislación divorcista tanto como anunciar el mensaje de Cristo sobre la indisolubilidad matrimonial.

Buena parte de esos cristianos mundanos creen que la Iglesia debería centrarse únicamente en la denuncia de la pobreza y las desigualdades sociales. Ciertamente no se puede ser cristiano sin poner el grito en el cielo ante situaciones como el hambre en el Cuerno de África o el paro en España. La doctrina social de la Iglesia es muy clara al condenar las injusticias que promueve un sistema económico centrado exclusivamente en el beneficio, y en el que las personas son meros peones para lograr la riqueza de unos pocos, aunque desde luego la solución no es la adopción de políticas económicas que han demostrado no servir para otra cosa que para empobrecer aún más a todos. No olvidemos que detrás de todo mal está el pecado. Y pecado es todo aquello que va contra la ley de Dios. Sin excepción. Eso es lo que no acaban de aceptar los promotores de la secularización interna de la Iglesia.

Mal haríamos los católicos si puisiéramos la mirada en las encuestas antes que en el evangelio. Jesucristo nos dijo que aunque estamos en el mundo, no somos del mundo. Nos advirtió que si el mundo le había rechazado, también nos rechazaría a nosotros. Por tanto, lo que verdaderamente debe preocuparnos es producir buenos frutos. Lo que debemos hacer es combatir el pecado en nuestras vidas. Lo que nos corresponde es dejar que la gracia de Dios obre en nuestras vidas para dar testimonio de que Cristo mora en nosotros. Lo que más daño hace a la credibilidad de la Iglesia es el pecado de sus miembros -ahí está el caso de los escándalos de abusos- y la falta de firmeza a la hora de disciplinar a quienes viven en pecado.

O mucho cambian las cosas -y Mons. Sebastián avisa que el cambio de gobierno no traerá ninguna mejora moral- o la Iglesia en España se enfrentará a una realidad social en la que su mensaje será cada vez más políticamente incorrecto. Pero no tiene otra opción que ser fiel a Cristo, aunque eso le lleve a ser considerada como un estorbo para quienes quieren que el catolicismo y sus valores sean borrados del mapa de España. Si la persecución es el pago por ser fieles al Señor, bienvenida sea. No tenemos otra opción que asumirlo. De lo contrario, será Cristo quien nos vomite de su boca. Y no sé ustedes, pero yo prefiero ser despreciado por el mundo que vomitado por el Señor.

Luis Fernando Pérez Bustamante