16.11.11

La eclesialidad de la fe (III)

A las 4:39 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

2. Creo/creemos. La comunionalidad de la fe

La eclesialidad del acto de creer se explica no solamente por la presencia en la historia de la revelación, presencia que la Tradición hace posible, sino también, y de modo complementario, por la estructura comunional de la fe: “Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo” . En realidad, la misma Tradición tiene esta estructura, pues, como hemos visto, el sujeto de la transmisión no es un individuo aislado, sino la comunidad creyente.

La revelación está dirigida al hombre, que es su destinatario. Al hombre concreto, una de cuyas relaciones constitutivas es la sociabilidad, la comunionalidad, la apertura a los demás. Un hecho tan básico como el nacimiento nos remite a otros: “Nacemos de otros, o incluso no nacemos, sino que ‘somos nacidos’, tal como se expresa en latín y en las lenguas anglosajonas (inglés y alemán)” . El individuo humano, que nace indefenso, no podría sobrevivir sin la ayuda de los otros; en especial, sin la ayuda de la madre.

También el aprendizaje, necesario para desenvolverse en la vida, es una realidad que se recibe de otros, ya que la formación del individuo se lleva a cabo a través de la relación interpersonal y social. El proceso de individualización es, de este modo, inseparablemente, un proceso de socialización, de integración en una comunidad humana, con su cultura, sus valores y sus pautas de conducta. En todo este proceso cumple un papel de primera importancia el lenguaje, como veremos más adelante.

Desde la perspectiva teológica, “el fondo del ser es comunión” . Desde el punto de vista de su objeto, la fe es communio porque se apoya en la Trinidad de Dios, en la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, pues, como confiesa la Fides Damasi, “Dios es único, pero no solitario” . Desde el punto de vista del sujeto, el yo de las fórmulas del credo es “el yo de la Iglesia creyente, al que pertenecen todos los ‘yo’ particulares en cuanto creyentes” . La unidad del objeto de la fe – la Trinidad – es la causa que determina la unidad del sujeto creyente – la Iglesia - .

La fe es un don de Dios, pero un don que es entregado a la Iglesia, y a cada creyente en tanto que es recibido en la comunión de la Iglesia:

“Nadie puede establecer por sí mismo que es creyente. La fe es un proceso de muerte y de nacimiento, un pasivo activo y un activo pasivo, que necesita a los otros: que necesita el culto de la Iglesia, en el que se celebra la liturgia de la cruz y resurrección de Jesucristo. El bautismo es sacramento de la fe y también la Iglesia es sacramento de fe” (J. Ratzinger).

A fin de mostrar la conexión interna que vincula el acto de creer con la Iglesia, evitando así una exaltación individualista del “yo” creyente, que podría conducir a un indebido subjetivismo, se hace preciso profundizar en el misterio de la Trinidad como objeto y centro de la fe . La relevancia de este centro se constata en el mandato apostólico universal que el Señor da a los suyos: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt 28, 19-20).

Dios se revela, sin quitar de todo el velo que lo cubre, el velo de su santidad, como misterio de la comunión trinitaria: Dios es la Trinidad y la Trinidad es Dios. Un Dios compasivo y misericordioso que nos salva, dándose a conocer e invitándonos a participar en su vida, para que permanezcamos en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, en el amor del Padre y en la comunión del Espíritu Santo. Por la fe y el bautismo, la Trinidad mora en nosotros y nosotros en ella (cf Jn 14,23).

La categoría de relación tiene una enorme vigencia para la comprensión de la realidad divina. La distinción real entre las Personas radica, justamente, en las relaciones de origen. Pero esas relaciones no dividen la unidad de Dios, sino que crean una red de referencias de unas Personas a otras y una interpenetración mutua, que no anula ni la unidad ni la diferencia. El Padre, sin perder lo propio – su relación de paternidad – está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo; El Hijo, sin menoscabo de su filiación, está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, sin perder su procesión, está todo en el Padre y todo en el Hijo .

El ser de Dios se expresa en la perfecta donación, en el amor. Cada persona es su amor, pero este amor también es común a los tres, mostrando así su unidad profunda . En Dios, lo que une es, a la vez, lo que distingue; el ser se identifica con la donación. La realidad personal de Dios es, por consiguiente, incompatible con la soledad y con el aislamiento.

La Trinidad se perfila como referencia clave para comprender la unidad de los hombres, una unidad que no absorbe las diferencias. Esta unidad tiene su germen en la Iglesia, signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano (cf LG 1). Por la fe, el hombre se adhiere personalmente a Dios; es decir, es recibido en la intimidad del misterio de unidad y de relación que constituye el ser divino. Entrando en comunión con Dios, rompe definitivamente el aislamiento y se introduce en una realidad de comunión – la Iglesia - que, precediendo a cada creyente en singular, pues la Iglesia es creación divina, abarca a todos los creyentes.

En la Iglesia se realiza - como veremos con mayor detalle en el apartado siguiente- la finalidad del plan salvador: “recapitular todo en Cristo” (Ef 5, 32) y, de esta manera, hacer posible la comunión de los hombres con Dios. La “precedencia” de la Iglesia con respecto a cada creyente encuentra su paradigma en la precedencia de María , cuya fe es la realización más pura de la fe eclesial. Esta precedencia de la Iglesia expresa, de manera sacramental, la primacía de la gracia. La Iglesia no es, en sí misma, sacramento de salvación. Lo es en Cristo, ya que es asumida por el Señor para manifestar y realizar el misterio del amor de Dios al hombre (cf GS 45).

El acto de fe es, por consiguiente, la incorporación personal, hecha posible por la acción de la gracia, al espacio salvífico de la Iglesia, manifestación visible – sacramental – de la voluntad divina de hacer del género humano un único Pueblo de Dios (cf AG 7) .

Guillermo Juan Morado.