1.12.11

Adviento. 2º Domingo

Quien tiene que venir, ya viene.

Este tiempo, denominado “fuerte”, tiene una relación muy especial con algunas personas que, a lo largo de la historia de la humanidad creyente han ido sembrando el camino de los hijos de Dios, de fe y de esperanza.

Así, tanto los profetas (por ejemplo Isaías) como Juan el Bautista y la misma Madre de Dios, María Virgen, iluminan nuestro paso por estas semanas que nos llevarán, con gozo, hasta el mismo momento en el que, recogido por la naturaleza, venga al mundo, otra vez recordado, Quien es Dios mismo.

Este domingo, 4 de diciembre, el evangelista Lucas nos dice lo siguiente, refiriéndose a Juan el Bautista:

Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios”.

Era la “voz que clama en el desierto”, es decir, en ese mundo que se había apartado de Dios voluntariamente y que, por eso mismo, necesitaba que otro profeta, el último de la Antigua Alianza, les conminara a cambiar, a modificar ese comportamiento tan ajeno a la voluntad de Dios que, sin embargo, tantas veces había perdonado a su pueblo.

¡Cuánto no podría decir, ahora mismo, Juan el Bautista! En una sociedad presuntamente católica pero abandonada al mundo y a su mundanidad, al tener sobre el ser, al respeto humano sobre su propia fe.

Pero algo había que ir preparando: el camino del Señor, por una parte. Esta preparación del camino, que lleva a Dios, debía de hacerse, primero, con un bautizo de agua que limpiase los pecados para, así, convertirse a la fe en Dios y abandonar el camino equivocado por el que discurrían.

Pero eso no era, ni es, suficiente porque había que “enderezar sus sendas”. Esto ha de querer decir que era posible corregir el devenir del pueblo de Dios. No todo estaba perdido pues Dios, que nunca abandona a su pueblo, tiene, con él, una paciencia infinita.

Así, sólo se puede enderezar aquello que, con ese volver a su posición original no se rompe y que, con ese volver retoma la situación inicial, esa pureza de corazón de los fieles al Señor que, con el paso del tiempo, se había desviado, cambiado de rumbo, doblado por mirar a otro sitio, a otro lado, a otro destino sin duda errado.

Seguramente no sólo diría, hoy día, eso Juan el Bautista.

Junto a estas indicaciones sobre lo que hay que hacer, también recoge este texto del evangelista, aquello que va a suceder, aquello que, esa venida del Mesías que anunciaba, iba a traer.

Todo vacío, hueco, ese que lleva a la fosa del alma será rellenado con la gracia de Dios, todo aquello que se ha ensalzado con su vida de hombre, mundana, pegada al siglo y a la tierra, se vendrá abajo, será restituida a su posición original, será desbancada de esa situación de prepotencia en la que no es importante que sea así sino el uso torticero que se haga de ello (recordemos la parábola de Lázaro, el mendigo, y Epulón, llamado así sin tener nombre, el rico). Lo que quiere decir esto es que lo que importa no es el hecho de ser rico, en este caso, sino el mal uso que se haga de esa riqueza; si no se hace el bien con ella, es lo que quiere decir.

¡Qué no podría decir Juan el Bautista de nuestra actitud de olvido de los más necesitados! Pero no sólo de los necesitados en lo material sino, también, en el espíritu…

Para aquellos que acepten, con este bautismo, en primer lugar, esa conversión que anuncia y predica Juan y, luego, acepten ese bautismo de fuego (del Espíritu Santo) que traerá Jesús, el Mesías, lo que era difícil, por la nueva comprensión de la realidad, la verdadera comprensión, todo será más fácil y las dificultadas de la vida, aunque persistan, tendrán un sentido, el dolor un razón, algo de lo que entresacar lo positivo que tiene, aunque para el mundo pueda ser una necedad, como para los griegos de entonces era la cruz.

Y tras la siembra de verdadera esperanza, el final más deseado: “todos verán la salvación de Dios”.

¡Ver la salvación de Dios! es, sin duda, el gran anhelo de todo creyente y que, desde el principio de la humanidad que lo es, es el final más querido.

Y es que Juan, quien bautizó a su primo en las aguas del Jordán, también tendría mucho trabajo hoy día.

Quizá, por eso, no olvidemos lo que, entonces dijo, el Bautista porque, además, no debemos ni podemos permitirnos tal lujo.

Eleuterio Fernández Guzmán