6.12.11

Escatología y Apologética (2)

A las 11:49 AM, por Daniel Iglesias
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2. Crítica de la escatología del ateísmo materialista

La apologética es la ciencia que trata acerca de los fundamentos racionales de la fe cristiana y católica. Una de las funciones de la apologética es la crítica de las doctrinas contrarias a la fe católica. En esa línea, plantearé ahora una crítica de la escatología del ateísmo materialista. Esa escatología se puede resumir en una simple afirmación: el ser humano cesa de existir totalmente en la muerte. No hay juicio, ni infierno, ni cielo.

Como ejemplo notable de escatología materialista, citaré un párrafo de Richard Dawkins, célebre darwinista ortodoxo y principal representante del llamado “nuevo ateísmo”, marcadamente hostil a toda religión: “Moviéndonos entonces de la moral a las cosas últimas, a la escatología, sabemos por la segunda ley de la termodinámica que toda complejidad, toda vida, toda risa y toda pena están condenadas a nivelarse al final en la fría nada. Ellas –y nosotros– nunca podemos ser más que rizos temporales y locales del gran resbalón universal hacia el abismo de la uniformidad.” (3)

Observo cómo Dawkins se desliza subrepticiamente desde un principio científico válido hacia un cientificismo ilegítimo. El hecho de que las leyes naturales aparenten condenar al universo material a una “muerte total” no autoriza a la ciencia a negar que la persona humana, que no es sólo materia, esté llamada a un destino trascendente.

La escatología materialista puede ser criticada de forma directa y de forma indirecta.

La crítica directa de la escatología materialista consiste principalmente en la demostración filosófica de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana (uno de los “preámbulos de la fe”). La espiritualidad del alma humana se demuestra a partir de la espiritualidad de la inteligencia y de la voluntad, pues de ella se sigue la del sujeto. La inteligencia y la voluntad son facultades del alma, principios próximos de su operación. Si son espirituales, también el ser en el que existen debe ser espiritual. A partir de allí se puede demostrar que el alma es físicamente simple, es decir indivisible, por no tener partes físicas. Por último la filosofía cristiana demuestra que el alma es inmortal, porque no puede corromperse ni ser aniquilada. No puede corromperse en sí misma, porque es simple, ni en razón de la corrupción del cuerpo, puesto que no depende de él para existir. En cuanto a la aniquilación, ésta es la cesación del acto creador, por lo que el alma no puede ser aniquilada por ninguna criatura. Dios, considerando su omnipotencia en términos absolutos, aparte de sus demás atributos, podría sin duda aniquilar el alma; pero considerando la omnipotencia de Dios en relación con sus demás atributos, dicha aniquilación no es posible, porque estaría en contradicción con su sabiduría y su bondad (4).

La crítica indirecta de la escatología materialista consiste en la refutación del materialismo y del positivismo, una ideología muy afín al materialismo.

La afirmación básica del materialismo es que “todo es material". En la ideología materialista esta proposición funciona como un axioma o postulado que se supone verdadero, a menudo acríticamente. A partir de este falso principio, el materialista deduce correctamente otras proposiciones, tan falsas como su principio. Por ejemplo, si todo es material, también lo es el ser humano. Y si el cuerpo material del ser humano se descompone en la muerte, entonces ésta supone el fin absoluto de la existencia del hombre.

El axioma básico del materialismo (es decir, que “todo es material”) debe ser rechazado, al menos por las siguientes dos razones. En primer lugar, esa afirmación del materialista acerca del “todo” es completamente infundada, por lo que se debe aplicar aquí la conocida regla dialéctica de los escolásticos: “Gratis asseritur, gratis negatur” (lo que se afirma sin prueba, se puede rechazar sin prueba). En segundo lugar, hay muchas realidades (por ejemplo, el conocimiento humano, la libertad humana, la información, las leyes naturales, etc.) acerca de las que no se puede alegar con algún sentido que sean materiales. Es decir, no existe ninguna noción válida de “materia” que abarque esa clase de realidades.

El materialismo se presenta bajo dos formas principales: el materialismo riguroso y el materialismo moderado (5).

El materialismo riguroso consiste en negar que haya en el hombre algo más que cuerpo material y movimientos corporales mecánicos. Hoy es poco defendido, entre otras razones por el argumento que le opuso Leibniz. Éste proponía imaginar el cerebro tan agrandado que pudiéramos movernos dentro de él. Allí sólo veríamos movimientos de distintos cuerpos, pero nunca un pensamiento. Luego el pensamiento ha de ser algo completamente distinto de los cuerpos y sus movimientos. Puede contestarse que no hay en absoluto pensamiento ni conciencia, pero esto es evidentemente falso.

El materialismo moderado admite que el ser humano tiene una conciencia, pero sostiene que ésta es una función del cuerpo; una función que sólo por su grado se diferencia de la de los otros animales. Contra esto podemos objetar que no tiene sentido asignar las funciones espirituales al cuerpo. El hombre es un todo, y este todo tiene diversas funciones: puramente físicas, vegetativas, animales y, finalmente, también espirituales. Todas éstas son funciones, no del cuerpo, sino del hombre, del todo. Además, es fácil demostrar que en las funciones espirituales del hombre hay algo completamente particular, que no se da en absoluto en los otros animales.

Consideremos ahora la ideología positivista o cientificista. Según ésta, todo lo que existe es susceptible de verificación por medio del método científico. La supervivencia del alma humana después de la muerte no es científicamente verificable. Por lo tanto, no existe. El hombre deja de existir en la muerte.

De la premisa mayor de este silogismo se deduce fácilmente esta otra afirmación: “Sólo el conocimiento científico es verdadero conocimiento". Ahora bien, esta afirmación conduce inevitablemente a una contradicción. El concepto de “ciencia” utilizado por el cientificista incluye sólo las ciencias particulares (matemática, física, química, biología, etc.) y excluye las ciencias universales (filosofía y teología). Al negar la existencia de afirmaciones verdaderas no fundadas en la ciencia, se está haciendo una afirmación (supuestamente verdadera) no fundada en la ciencia, sino en una falsa filosofía. Ninguna ciencia particular demuestra ni puede demostrar que el único conocimiento válido es el conocimiento que surge de las ciencias particulares. La falsedad del positivismo se deduce pues de la reducción al absurdo de su premisa básica.

Acerca de la cuestión del sentido último de la existencia humana, los materialistas se dividen en dos corrientes de pensamiento: el utopismo (6) y el nihilismo (7). Para explicar este punto, citaré un texto un poco largo pero muy ilustrativo de Bochenski:

“Hemos… considerado distintas particularidades del hombre que le dan cierta dignidad y por las que descuella por encima de todos los animales. Pero el hombre no es sólo eso. Es también –y, por cierto, merced a tales cualidades particulares– algo incompleto, inquieto y, en el fondo, miserable. Un perro o un caballo come, duerme y es feliz… No necesita nada más allá de la satisfacción de sus instintos. En el hombre no es así. El hombre se crea constantemente nuevas necesidades y jamás está satisfecho… Parece como si, por esencia, estuviera destinado a un progreso infinito y como si sólo lo infinito pudiera satisfacerlo.

Pero a la vez el hombre, y… sólo el hombre, tiene conciencia de su finitud y, sobre todo, de su mortalidad. Estas dos cualidades juntas dan por resultado una tensión por la que el hombre se nos aparece como un enigma trágico. Parece como destinado a algo que no puede en absoluto alcanzar. ¿Cuál es, pues, su sentido? ¿Cuál es el fin de su vida? Desde Platón, los mejores de entre nuestros grandes pensadores se han esforzado en hallar la solución a este enigma. Esencialmente, nos han propuesto tres grandes soluciones.

La primera, muy difundida en el siglo XIX, afirma que la necesidad de infinito se satisface identificándose el hombre con algo más amplio que él mismo, sobre todo la sociedad o la humanidad. No tiene importancia alguna, dicen estos filósofos, que yo tenga que sufrir, fracase y muera. La humanidad, el universo, prosigue su curso… La mayoría de los filósofos actuales… tienen [a esta solución] por insostenible. En lugar de resolver el enigma,… niega el dato, es decir, el hecho de que el hombre desea para sí el infinito, para sí como hombre particular, como individuo, y no para una abstracción como la humanidad o el universo. A la luz de la muerte se ve bien lo hueco y falso de esta teoría.

La segunda solución, muy difundida actualmente…, afirma radicalmente que el hombre no tiene sentido alguno. Es un error de la naturaleza, una criatura mal hecha, una pasión inútil, como ha escrito alguna vez Sartre. El enigma no puede ser resuelto. Nosotros seremos eternamente una cuestión trágica para nosotros mismos.

Pero hay también filósofos que, siguiendo a Platón, no quieren sacar esa conclusión. No pueden creer en algo tan sin sentido en la naturaleza. Tiene que haber, según ellos, una solución al enigma del hombre. ¿En qué puede consistir esa solución? La solución sólo puede estar en que el hombre alcance de algún modo lo infinito. Ahora bien, en esta vida no lo puede alcanzar. Si hay, pues, una solución del problema del hombre, éste ha de tener su fin y sentido en el más allá, fuera de la naturaleza, allende el mundo. ¿Pero cómo? Según muchos filósofos desde Platón, la inmortalidad del alma es demostrable. Otros, sin creer en una demostración estricta, la admiten. Pero tampoco la inmortalidad aporta una respuesta a la cuestión. No se ve, en efecto, cómo el hombre alcanza en la otra vida lo infinito. Platón dijo una vez que la respuesta última a esta cuestión sólo podía darla un dios. Había que esperar una palabra divina.
” (8)

Agrego que la filosofía cristiana demuestra la inmortalidad del alma humana y que Dios es el fin último del hombre y del mundo. (Continuará).

Daniel Iglesias Grèzes


Notas

3) Richard Dawkins, Is Science a Religion?, en:
http://www.thehumanist.org/humanist/articles/dawkins.html
La traducción, de Rolón Ríos, ha sido revisada por mí.

4) Cf. Roger Verneaux, Filosofía del Hombre, Curso de Filosofía Tomista 5, Editorial Herder, Barcelona 1988, pp. 215-221. Acerca de la espiritualidad de la inteligencia humana, véase: Ídem, pp. 113-118. Acerca de la espiritualidad de la voluntad humana, véase: Ídem, pp. 161-162.

5) Los siguientes dos párrafos están basados en: J. M. Bochenski, Introducción al pensamiento filosófico, Editorial Herder, Barcelona 1986, pp. 82-83.

6) Acerca de las utopías intrahistóricas, recomiendo este texto del Card. Joseph Ratzinger: “Si la fe cristiana no conoce utopías intrahistóricas, sí conoce una promesa: la resurrección de los muertos, el juicio y el Reino de Dios. Es verdad que todo esto le suena al hombre actual como algo mitológico, pero es mucho más razonable que la mezcla de política y escatología que se produce en una utopía intrahistórica. Es más lógica y apropiada una separación entre las dos dimensiones en una tarea histórica; esta tarea, por su parte, asume, a la luz de la fe, nuevas dimensiones y posibilidades en orden a un mundo nuevo que será obra del mismo Dios. Ninguna revolución puede crear un hombre nuevo; el intentarlo supone violencia y coacción. Dios es quien lo puede crear partiendo de la propia interioridad humana. La esperanza de ese futuro confiere al comportamiento intrahistórico una nueva esperanza.

No se da ninguna respuesta suficiente a las exigencias de justicia y de libertad cuando se deja de lado el problema de la muerte. Todos los muertos de la historia fueron engañados si solamente un difuso futuro traerá algún día la justicia sobre la tierra. No significa para ellos ninguna ventaja cuando se dice que han colaborado a la preparación de la liberación y que, por tanto, ya han entrado en ella. Realmente no han participado de ella, sino que han salido de la historia sin haber obtenido justicia. La medida de la injusticia en este caso sigue siendo infinitamente mayor que la medida de la justicia. Por este motivo, un pensador tan coherentemente marxista como Adorno ha dicho que, si aquí tiene que haber justicia, tendría que haber justicia también para los muertos. Una liberación que encuentra en la muerte su límite definitivo no es una liberación real. Sin una solución al problema de la muerte, todo lo demás resulta irreal y contradictorio.

Por eso la fe en la resurrección de los muertos es el punto a partir del cual se puede pensar en una justicia para la historia y puede llegar a ser razonable una lucha por la justicia. Solamente si existe una resurrección de los muertos tiene sentido una lucha por la justicia. Porque sólo entonces la justicia es algo superior al poder; sólo entonces la justicia es una realidad; de lo contrario, no sería más que un concepto vacío.

La certeza de un juicio universal del mundo tiene también un sentido práctico; la convicción de que habrá un juicio ha sido siempre, a lo largo de los siglos, una fuerza de continua renovación que ha mantenido a los poderosos dentro de sus límites. Todos y cada uno de nosotros tendremos que pasar por este juicio, y esto establece una igualdad entre los hombres a la que ninguno podrá nunca sustraerse. El juicio no nos exime del esfuerzo por promover la justicia de la historia; por el contrario, da a este esfuerzo su sentido y sustrae su obligación a cualquier arbitrariedad.

De este modo, el Reino de Dios no es un mero futuro indefinible; sólo en la medida en que nosotros ya en esta vida pertenecemos al Reino, le perteneceremos también en aquel día. No es la fe escatológica la que transfiere el Reino al futuro, sino la utopía, porque su futuro no tiene ningún presente y su hora no llega nunca.
” (Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 298-300).

7) Acerca del nihilismo, recomiendo este texto del Papa Juan Pablo II: “Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente.

Al comentar las corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la razón.

Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la «postmodernidad». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama «postmoderno» es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.

Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.

Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.
” (Juan Pablo II, carta encíclica Fides et Ratio, nn. 90-91).

8) J. M. Bochenski, o.c., pp. 83-85.