24.12.11

El misterio de la Navidad

A las 1:45 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Homilía para la solemnidad de la Natividad del Señor (Ciclo B)

Dios se da a conocer en los acontecimientos de la historia de la salvación. La luz de la fe permite descubrir la verdadera profundidad de los hechos e interpretarlos auténticamente. Con el Nacimiento de Jesús se cumple el anuncio del profeta Isaías: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, y es su nombre ‘Mensajero del designio divino’ ” (Is 9,5).

La noticia de su nacimiento es una proclamación de alegría porque en Él, en Jesús, Dios ha venido para consolar a su pueblo, para iniciar su Reino (cf Is 52,7-10). Nadie puede, en consecuencia, sentirse al margen de este evento: “Los confines de la tierra han proclamado la victoria de nuestro Dios” (Sal 97).

¿Quién es este Niño? ¿Cuál es su identidad? La Carta a los Hebreos nos dice que Jesús es el Hijo de Dios: “Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa” (Heb 1,3). El Hijo de Dios, la Palabra preexistente, creadora, conservadora y redentora se ha encarnado en Cristo, trayendo así el mensaje definitivo.

La condescendencia de Dios, su afán de aproximarse a nosotros para que nosotros tengamos acceso a Él, llega a su plenitud con la encarnación del Verbo. El papa Benedicto XVI, empleando una expresión patrística y medieval, dice que “el Verbo se ha abreviado”: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance” (Verbum Domini, 12).

En cierto modo, en el misterio de la Navidad se identifican la misericordia y la humildad. El amor fiel y compasivo de Dios, su bondad y ternura, se revela en la humildad del Nacimiento de Jesús: “ha nacido por nosotros, Niño pequeñito, el Dios eterno” (San Romano Melodo). Jesús encarna y personifica la misericordia: “El mismo es, en cierto sentido, la misericordia”, decía Juan Pablo II. Debemos abrir nuestro corazón para que este amor divino nos transforme y nos haga a nosotros humildes para así poder nacer como hijos de Dios.

El evangelio de San Juan contempla desde lo alto este acontecimiento: “Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). El uso del término “carne” subraya el realismo de este hecho: El Hijo de Dios “se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre” (Catecismo, 464).

La Palabra que hasta entonces era invisible para el mundo creado se hizo visible cuando Dios hizo oír su voz: “de la luz que es el Padre salió la luz que es el Hijo, y la imagen del Señor fue como reproducida en el ser de la creatura; de esta manera el que al principio era solo visible para el Padre empezó a ser visible también para el mundo, para que éste, al contemplarlo, pudiera alcanzar la salvación”, comenta San Hipólito.

Acerquémonos a Jesús. Vayamos a adorarle, como los pastores y los Magos, como María y José. Adorarle es creer, es saber que Dios nos habla en Jesús y que en Él se hace próximo y visible para que nosotros tengamos vida en abundancia.

Guillermo Juan Morado.