5.01.12

La luz de Dios

A las 1:08 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Homilía para la solemnidad de la Epifanía del Señor (Ciclo B)

La luz de Dios nos dispone y nos guía siempre para que podamos aceptar con fe pura y vivir con amor sincero el misterio de Cristo. El profeta Isaías hace referencia a una luz que invade Jerusalén disipando las tinieblas: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (cf Is 60,1-6). La luz que llega a Jerusalén está orientada a iluminar a todos los pueblos de la tierra.

Esa luz es Jesucristo. Él ha venido para salvar, para iluminar, a todos los hombres: a los judíos y a los paganos. “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio”, explica san Pablo (cf Ef 3,2-3.5-6).

Los Magos de Oriente se dejaron atraer por la luz de Cristo. Habían visto salir su estrella y se ponen en camino para adorarlo (cf Mt 2,1-12). No ahorran ningún esfuerzo: viajan desde sus lugares de origen hasta Jerusalén, allí preguntan al rey Herodes y, con la información proporcionada, se dirigen hacia Belén. No se trata de una búsqueda infructuosa, sino que obtiene como resultado una inmensa alegría; la alegría de ver a Jesús con María, su madre, de poder adorarlo de rodillas y de ofrecerle regalos: oro, incienso y mirra.

Para creer con fe pura necesitamos “un corazón atento” (1 Re 3,9) como el de los Magos. Dios no nos deja abandonados, sino que continuamente nos da pistas que nos llevan a Él: nos habla a través de la naturaleza, se sirve de las experiencias de nuestra vida, hace resonar su voz en nuestra conciencia y nos dirige su palabra por medio de la predicación de la Iglesia. Todas estas señales son luces que nos guían hacia Jesús.

Debemos pedir ardientemente el don de la fe, la luz de la fe. De este modo podremos gustar ya por adelantado la alegría del cielo. La fe se expresa en la adoración, que consiste en “testimoniar la debida reverencia a aquel a quien se adora” (Santo Tomás de Aquino). Adoramos a Jesucristo por ser Dios encarnado y lo hacemos con todo lo que somos. No solo con una disposición interior, espiritual, sino también con una devoción corporal “para que mediante los signos corporales de humildad se sienta empujado nuestro afecto a someterse a Dios, pues lo connatural en nosotros es llegar por lo sensible a lo inteligible”, explica Santo Tomás.

Los Magos cayendo de rodillas, adoraron a Jesús. No desestiman la importancia de ese gesto exterior que significa nuestra incapacidad en comparación con Dios. Es cierto que, principalmente, adoramos al Señor con la mente pero, a la vez, de un modo secundario, también con el gesto exterior del cuerpo. Debemos cuidar esta actitud profunda cada vez que nos acercamos a Jesucristo, presente en el Santísimo Sacramento, arrodillándonos durante la consagración en la Santa Misa, haciendo bien la genuflexión delante del sagrario, comulgando con reverencia y participando en los actos de culto eucarístico fuera de la Misa.

La fe pura, alimentada por la adoración, nos permitirá vivir con amor sincero el misterio de Cristo siendo así testigos creíbles que transmitan a otros la alegría del encuentro con el Señor.

Guillermo Juan Morado.