22.02.12

 

Ayer publicábamos la noticia de que el obispo de Palencia había decretado que una de las iglesias de sus diócesis estuviera abierta 5 horas al día para que todo aquel fiel que quiera confesarse pueda hacerlo. Durante ese tiempo, siempre habrá un sacerdote experimentado, dispuesto a acoger a cuantos deseen confesarse: laicos, religiosos, religiosas o sacerdotes, o a cuantos tengan algún problema de tipo religioso o humano. Este mismo mes de febrero el arzobispo de Sevilla hizo algo parecido.

Algo está muy mal en la Iglesia cuando los obispos tienen que disponer medidas de este tipo. El sacramento de la confesión es fundamental para la salud espiritual de los fieles. El hecho de que Cristo diera a la Iglesia la autoridad para perdonar pecados no era una cuestión menor. Aunque existe una relación personal, genuina e irrepetible entre cada cristiano y su Salvador, el Señor ha querido que la fe tenga una dimensión comunitaria en la que la Iglesia sea verdadero hogar familiar donde se alimenta el alma y se sanan las heridas.

Ser sacerdote y no confesar habitualmente es una contradicción absoluta, una aberración sin sentido. Y ser cristiano y no confesarse cada vez que se cae en pecado mortal, es una necedad. Incluso aunque no se comentan pecados graves, la confesión es como una brisa de aire fresco que quita del alma el polvo acumulado de los pecados veniales. Estoy convencido de que quien se confiesa con regularidad, recibe mayor gracia al comulgar. Y ambos sacramentos, confesión y eucaristía, son el corazón de la vida cristiana.

La confesión es especialmente necesaria en un momento de la historia en que la noción de pecado ha desaparecido de muchas conciencias. El buen confesor no solo administrará el perdón sacramental, sino que indagará en el alma del confesante para ver si necesita reformar algún comportamiento que le impide entrar en un nivel superior de comunión con Dios. “Purifícame de las faltas ocultas” dice el salmista. Demos un paso más y pidamos a Dios que nos enseñe aquello en lo que caemos y no sabemos.

Es bueno que todos sepan que hay al menos una iglesia cercana con las puertas abiertas para confesar. Y mejor será que dentro de unos años lo habitual vuelva a ser ver los confesionarios en pleno uso. Para ello se ha de reeducar a los fieles en la necesidad de ponerse a paz con Dios. No podemos pensar en una nueva evangelización si los que han de evangelizar están prostrados espiritualmente. La casa se empieza por los cimientos, no por el tejado. Y sin el cimiento de la gracia, sin las vigas sacramentales, no habrá manera de reconstruir el cristianismo como elemento vivo y eficaz de nuestras naciones, de nuestra civilización.

Luis Fernando Pérez Bustamante