3.03.12

En los altares - San Ignacio de Loyola

A las 12:32 AM, por Eleuterio
Categorías : General, En los altares
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San Ignacio de Loyola

Íñigo, nombre que cambió luego por el más conocido de Ignacio, nace en el año de Nuestro Señor de 1491 en el castillo de Loyola en Azpeitia (Guipúzcoa-España). Sus padres fueron Bertrán de Loyola y Marina Sáenz y tuvieron, además, de a nuestro santo, diez hijos más de los cuales, por cierto, Ignacio, era el más joven.

Como Dios tiene sus propios métodos para atraer a sus hijos hacia sí, hizo lo propio con Ignacio. Siendo militar, fue herido y, en su convalecencia, se dio a la lectura. Él quería, tal era su talante, novelas de caballería pero su hermana le dijo que sólo tenía “La vida de Cristo” y el “Año Cristiano” que era una especie de vida de santos para cada día del año.

Y descubrió, no sin extrañeza, que mientras se había dado a la lectura de libros de aventuras inventadas le quedaba, luego, un poso triste y frustrado. Sin embargo, cuando leía la vida de Cristo y de los santos tenía una alegría que le duraba muchos días. Y tal sensación le agradó sobremanera porque, sin duda alguna, estaba destinado Ignacio a llevar a cabo grandes obras a mayor gloria de Dios.

Ignacio se dijo que podía tratar de imitar a los santos de los que tanto estaba leyendo y recordó aquello que escribió el evangelista San Mateo en su evangelio (5,6) acerca de que “Dichosos los que tiene un gran deseo de ser santos, porque su deseo se cumplirá”. Y así anduvo hasta que una noche se le apareció Nuestra Señora cónsul Hijo Jesucristo. Tanto le impresión que confirmó su conversión a Dios y se propuso dedicar su vida no a los gobernantes sino al mismísimo Rey del Cielo.

Una vez terminó aquel periodo de convalecencia peregrinó al Santuario de la Virgen de Monserrat y dejó sus caros ropajes que cambió por otros de pordiosero. Allí se propuso hacer penitencia por los pecados que decía haber cometido y se consagró a la Santísima Virgen. Para cumplir con su propósito de hacer oración, se retiró a Manresa (15 kilómetros de Monserrat) y, en una cueva que allí había se encerraba a dedicaba a orar. Fruto de aquel tiempo fueron la idea de escribir sus más que conocidos “Ejercicios Espirituales” que tan bien acogidos iban a ser por parte de la cristiandad y para cuya elaboración ocupó 15 años de su vida.

También pasó, en aquellos momentos, por su noche oscura en la que todo lo espiritual le producía cansancio y aburrimiento. A esto tuvo que sufrir los escrúpulos según los cuales todo le parecía pecado. Sin embargo, con oración y paciencia, supo sacar gran lección de aquello por lo que pasaba y poder transmitir a otros convertidos cómo enfrentarse a tal situación.

Después de un breve paso por Jerusalén (a la que fue pidiendo limosna por el camino) comenzó sus estudios. Tenía 33 años de edad. Primero en Barcelona y luego en la Universidad de Alcalá, Ignacio todo lo elevaba a Dios a través de la elevación de su alma.

Ignacio, que vivía de limosna, reunía a personas sencillas para hablarles de espiritualidad y a los niños enseñaba religión. Además, no contento con eso convirtió a muchos pecadores tan sólo con su ser amable y cariñoso.

Aunque la labor de Ignacio era merecedora de agradecimiento, había personas que lo querían bien y lo acusaron injustamente ante la autoridad religiosa. Pasó, incluso, dos meses en prisión de la que salí convencido de que aquellos sufrimientos era una forma de pagar a Dios por sus pecados.

Pero lo que tenía que suceder… acabó sucediendo. Y fue en Paris, en la Universidad de la Sorbona donde fue a estudiar. Junto a un grupo de seis compañeros (Pedro Fabro, Francisco Javier, Laínez, Salmerón, Simón Rodríguez y Nicolás Bobadilla) fundó la Compañía de Jesús y sus miembros se les llamó, desde entonces, Jesuitas.

Aquellos jóvenes hicieron tres votos: los clásicos de pureza, obediencia y pobreza a los que añadieron uno nuevo que consistía en someterse a las órdenes del Santo Padre y llevar a cabo todo para mayor gloria de Dios. Era el 15 de agosto de 1534, a la sazón fiesta de la Asunción de María.

Aquellos primeros miembros de la Compañía de Jesús dedicaron su tiempo, en un principio, en dictar clases en universidades y en colegios. Además, daban conferencias espirituales a personas de todas las clases sociales. Y es que ellos tenían como objetivo principal la enseñanza de la religión y a eso se aplicaban.

Fue el Papa Pablo III el que en 1540 aprobó aquella comunidad que habían creado los españoles bajo el nombre de “Compañía de Jesús”. Y fue en Roma donde permaneció el resto de su vida Ignacio de Loyola.

La labor de la Compañía de Jesús es más que conocida. Así, por ejemplo, envió a Francisco Javier evangelizar el Asía donde hizo una labor muy importante y meritoria; Laínez y Salmerón dirigieron el Concilio de Trento; a San Pedro Canisio lo envió a Alemania a evangelizar donde fue el más celebrado catequista de aquella nación; etc., etc. y etc.

Ignacio fundó un Colegio (que es, actualmente, la Universidad Gregoriana) que sirvió de modelo para los que, a lo largo de los siglos, se han ido fundando a lo largo del ancho mundo.

No podemos dejar de decir que los jesuitas fueron los adversarios más temidos por los protestantes y allí donde tuvieron que enfrentarse salían vencedores de tales luchas del espíritu. No extrañe, por eso, que de los que enviara a evangelizar Inglaterra, 22 de ellos fueran martirizados por los errados hermanos separados.

Muchas veces enfermó Ignacio pero tantas veces caía enfermo se recuperaba. Sin embargo, como Dios también lo debía reclamar para su definitivo Reino, lo llamó el 31 de julio de 1556 a la corta edad de 65 años.

No me puedo resistir, por lo dicho, a traer aquí la oración escrita por San Ignacio de Loyola titulada “Alma de Cristo”:
 

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame.

¡Oh, buen Jesús!, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de Ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame.

Y mándame ir a Ti.

Para que con tus santos te alabe.

Por los siglos de los siglos. Amén.

Por otra parte, podemos dirigirnos a San Ignacio de Loyola con la siguiente oración

“Señor, Dios nuestro, que has suscitado en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para extender la gloria de tu nombre,
concédenos que después de combatir en la tierra, bajo su protección y siguiendo su ejemplo, merezcamos compartir con él la gloria del cielo.

Por nuestro Señor Jesucristo.”

San Ignacio de Loyola, ruega por nosotros.

Eleuterio Fernández Guzmán