26.03.12

Serie Bienaventuranzas en San Mateo - 4.- Los que tienen hambre y sed de justicia

A las 1:02 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie Bienaventuranzas en San Mateo
Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Explicación de la serie

Sermón del Monte

S. Mateo, que contempla a Cristo como gran Maestro de la Palabra de Dios, recoge, en las 5 partes de que consta su Evangelio, la manifestación, por parte del Hijo, del verdadero significado de aquella, siendo el conocido como Sermón de la Montaña el paradigma de esa doctrina divina que Cristo viene a recordar para que sea recuperada por sus descarriados descendientes.

No creáis que vengo a suprimir la Ley o los Profetas (Mt 5,17a). Con estas palabras, Mateo recoge con claridad la misión de Cristo: no ha sido enviado para cambiar una norma por otra. Es más, insiste en que no he venido a suprimirla, sino a darle su forma definitiva (Mt 5,17b). Estas frases, que se enmarcan en los versículos 17 al 20 del Capítulo 5 del citado evangelista recogen, en conjunto, una explicación meridianamente entendible de la voluntad de Jesús.

La causa, la Ley, ha de cumplirse. El que, actuando a contrario de la misma, omita su cumplimiento, verá como, en su estancia en el Reino de los cielos será el más pequeño. Pero no solo entiende como pecado el no llevar a cabo lo que la norma divina indica sino que expresa lo que podríamos denominar colaboración con el pecado o incitación al pecado: el facilitar a otro el que también caiga en tal clase de desobediencia implica, también, idéntica consecuencia. El que cumpla lo establecido tendrá gran premio.

Pero cuando Cristo comunica, con mayor implicación de cambio, la verdadera raíz de su mensaje es cuando achaca a maestros de la Ley y Fariseos, actuar de forma imperfecta, es decir, no de acuerdo con la Ley. Esto lo vemos en Mt 5, 20 (Último párrafo del texto transcrito anteriormente).

Las conductas farisaicas habían dejado, a los fieles, sin el aroma a fresco del follaje cuando llueve, palabras de fe sobre el árbol que sostiene su mundo; habían incendiado y hecho perder el verdor de la primavera de la verdad, se habían ensimismado con la forma hasta dejar, lejana en el recuerdo de sus ancestros, la esencia misma de la verdadera fe. Y Cristo venía a escanciar, sobre sus corazones, un rocío de nueva vida, a dignificar una voluntad asentada en la mente del Padre, a darle el sentido fiel de lo dejado dicho.

El hombre nuevo habría de surgir de un hecho antiguo, tan antiguo como el propio Hombre y su creación por Dios y no debía tratar de hacer uso, este nuevo ser tan viejo como él mismo, de la voluntad del Padre a su antojo. Así lo había hecho, al menos, en su mayoría, y hasta ahora, el pueblo elegido por Dios, que había sido conducido por aquellos que se desviaron mediando error.

El hombre nuevo es aquel que sigue, en la medida de lo posible (y mejor si es mucho y bien) el espíritu y sentido de las Bienaventuranzas.

4.- Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.

Los que tienen hambre y sed de justicia

Jesús propuso una bienaventuranza verdaderamente enigmática cuando vino a decir que aquellos que tuvieran hambre y sed de justicia serían saciados. ¿Es la justicia un alimento del alma que se contrapone a la corruptibilidad del cuerpo? ¿La saciedad que premiará esa hambre supondrá la inexistencia de injusticia alguna en el sentido cristológico?

Pensemos que el alma es el principio vital del hombre, que constituye el elemento espiritual de la humanidad y que, con el cuerpo, da forma a la totalidad misma de los hijos de Dios. Por lo tanto, así como el segundo necesita de sustento físico para que la supervivencia material del ser humano sea posible, también habrá que entender que la primera, como esencia del vivir, se alimenta de otro de tipo de sustancias, de una armónica mezcla de espiritualidades, infundida, como es, en el momento de la concepción, por Dios.

Esencialmente hablando, son las virtudes, gérmenes de los actos moralmente buenos (1), entre ellas, la justicia, las que inundan, con su savia, el corazón del hombre.

Pero… ¿qué es la justicia para Cristo?, ¿qué hay de novedad en su doctrina? Básicamente entendida es dar a cada uno lo que le corresponde. Pero, espiritualmente hablando, esta virtud contiene más principios que no sólo el de la justa correspondencia. Si bien que cada cual obtenga lo que se merece tiene un sentido que es fácilmente comprensible por todos, lo intrínseco de ella va más allá, y deja, por así decirlo, en un estrato meramente mundano, lo que supone su sentido.

El Reino de Dios, y la seguridad de estar ya, aquí, entre nosotros, viviéndolo, ha de ser el seno en el que la justicia brille, en el que los que lo hayan alcanzado, comprendan verdaderamente, su significado.

Pero Jesús ya propone esa saciedad; saciedad que obtendrán quienes tengan, aquí, hambre, de esa virtud. ¿Acaso no propuso, también, como alcanzada en este mundo, con un justo entendimiento de su ejercicio?

La justicia no es, para el Ungido, la puesta en práctica de una venganza, sea o no sangrienta, del ofendido contra el ofensor (lo cual sería aquella justa correspondencia que hemos referido según un corazón que no comprende la voluntad de Dios) La justicia ha de ser, por fuerza del amor, una aplicación generosa de la comprensión y el perdón; ha de ser, necesariamente, una búsqueda de una vibración virtuosa del contemplar; ha de ser, cristológicamente hablando, el centro de un comportar que se asienta en la visión certera de su yo como Encarnado.

Así como Dios ejercita la misericordia para con nosotros, así el hombre, hecho, con sus manos, de barro (y que, a veces, no sabe despojar de sus pies) ha de manifestar que en su vida trata de llevar a la práctica lo que aquella dicta para nuestro proceder: la justicia se comprende mejor cuando la misericordia – voluntad inescindible de Dios- evita la confusión que existe la aplicación estricta de la justicia humana para transmutarla en justicia divina. Eso es lo que vino a decir Jesús cuando invocó esta virtud como lo que debería ser nuestro quehacer. Aquella saciedad que será premio en el Reino Eterno –en la “ciudad de Dios” podríamos decir-. Todo esto teniendo en cuenta que, como dice el beato Juan Pablo II “la caridad es el alma de la justicia” (2). Alma dentro del alma, el más profundo sentido del amor de Cristo.

Y lo primero de todo: justicia para con nuestro creador, para Dios que, voluntariamente, hizo al hombre y, de él, a Eva, la madre de todos los vivientes. Difícilmente podremos tener justicia para con nuestros semejantes si obviamos, olvidamos o preterimos, la que merece el Omnipotente. Como dice (3), concretamente, S. Josemaría Escrivá, “Es la piedra de toque de la verdadera hambre y sed de justicia” ya que, de otra forma, es decir, si no comprendemos que nuestra primera mirada ha de tener como destino a Dios, esa actitud, “encierra la más tremenda e ingrata de las injusticias” (4) .

Y, posteriormente, justicia para aquellos que conviven con nosotros y que, aunque de ideas opuestas, también merecen ser llamados “Hijos de Dios”. Sabiendo que eso es lo que predicó Cristo en su Sermón de la Montaña y que eso es lo que llevó a la práctica en su vida pública, practicar esta virtud en la vida cotidiana de sus contemporáneos era lo que trató de difundir, y eso es lo que dejó, para siempre, en el corazón de todos sus fieles y discípulos.

NOTAS

(1) Catecismo de la Iglesia Católica, número 1804.
(2) Beato Juan Pablo II, Alocución, 6, IX, 1978
(3) San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 167
(4) Ídem anterior.

Leer Bienaventurados los pobres de espíritu.

Leer Bienaventurados los mansos

Leer Bienaventurados los que lloran.

 

Eleuterio Fernández Guzmán