ZENIT

El mundo visto desde Roma

Servicio diario - 5 de abril de 2012

Semana Santa

Benedicto XVI: "Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma"
En la Misa Crismal el papa renovó las promesas sacerdotales con presbíteros de Roma

Benedicto XVI: "La soberbia es la verdadera esencia del pecado"
El santo padre presidió la Misa de la Cena del Señor en San Juan de Letrán

El papa inauguró el Triduo Pascual con la celebración de la Cena del Señor
Presidirá todas las ceremonias en Roma hasta el domingo

Semana Santa y Conversión
Narcotraficantes: ¡Cambien de vida! ¡Conviértanse de corazón!

Entrevista

Las catacumbas: una comunidad entera esperando la resurrección
Entrevista al director arqueológico de las catacumbas del Vaticano

El espíritu de la liturgia

¿Cómo celebrar? / 1: Signos y símbolos, palabras y acciones (CCC 1145-1155)
Columna de teología litúrgica a cargo del padre Mauro Gagliardi

Espiritualidad

El beato Francisco Marto murió hace 93 años
Pastorcito vidente de Fátima murió de una neumonía


Semana Santa


Benedicto XVI: "Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma"
En la Misa Crismal el papa renovó las promesas sacerdotales con presbíteros de Roma
CIUDAD DEL VATICANO, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Hoy en la mañana, con ocasión del Jueves Santo, el santo padre Benedicto XVI presidió en la Basílica San Pedro del Vaticano la Santa Misa Crismal, la que fue concelebrada por cardenales, obispos y presbíteros --cerca de 1600, entre diocesanos y religiosos--, presentes en Roma.

Durante la celebración, los sacerdotes renovaron las promesas realizadas al momento de su ordenación, y fueron bendecidos por el obispo de Roma los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, así como el crisma.

Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el papa.

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Queridos hermanos y hermanas:

En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos también consagrados en la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?».

Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy? Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?

Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.

Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor.

Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia.

Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza.

Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos – como dice Pablo – «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos corresponde el ministerio de la enseñanza, el (munus docendi), que es una parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente.

Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.

Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado en su corazón.

La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo.

Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén.

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Benedicto XVI: "La soberbia es la verdadera esencia del pecado"
El santo padre presidió la Misa de la Cena del Señor en San Juan de Letrán
CIUDAD DEL VATICANO, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- En continuación con las celebraciones del Jueves Santo, el santo padre Benedicto XVI presidió esta tarde la Santa Misa de la Cena del Señor en la Basílica de San Juan de Letrán del Vaticano, dando inicio así al Triduo Pascual. 

Durante la celebración que duró dos horas, el papa cumplió con el tradicional lavado de los pies, esta vez a doce presbíteros de la diócesis de Roma. Al final de la ceremonia, el santo padre llevó en procesión el santísimo sacramento hasta despositarlo en la capilla lateral de san Francisco, donde oró de rodillas por varios minutos. 

Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el papa.

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Queridos hermanos y hermanas:

El Jueves Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa Eucaristía, cuyo esplendor ciertamente se irradia sobre todo lo demás y, por así decir, lo atrae dentro de sí. También forma parte del Jueves Santo la noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus discípulos; forma parte también la soledad y el abandono de Jesús que, orando, va al encuentro de la oscuridad de la muerte; forma parte de este Jueves Santo la traición de Judas y el arresto de Jesús, así como también la negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a los paganos, a Pilato. En esta hora, tratemos de comprender con más profundidad estos eventos, porque en ellos se lleva a cabo el misterio de nuestra Redención.

Jesús sale en la noche. La noche significa falta de comunicación, una situación en la que uno no ve al otro. Es un símbolo de la incomprensión, del ofuscamiento de la verdad. Es el espacio en el que el mal, que debe esconderse ante la luz, puede prosperar. Jesús mismo es la luz y la verdad, la comunicación, la pureza y la bondad. Él entra en la noche. La noche, en definitiva, es símbolo de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y de vida. Jesús entra en la noche para superarla e inaugurar el nuevo día de Dios en la historia de la humanidad.

Durante este camino, él ha cantado con sus discípulos los Salmos de la liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con frecuencia, ahora se va a orar solo y hablar como Hijo con el Padre. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la experiencia de su Transfiguración – la manifestación luminosa de la gloria de Dios a través de su figura humana – y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los Profetas, entre Moisés y Elías. Habían escuchado cómo hablaba con ellos de su «éxodo» en Jerusalén. El éxodo de Jesús en Jerusalén, ¡qué palabra misteriosa!; el éxodo de Israel de Egipto había sido el episodio de la fuga y la liberación del pueblo de Dios. ¿Qué aspecto tendría el éxodo de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama histórico?; ahora, los discípulos son testigos del primer tramo de este éxodo, de la extrema humillación que, sin embargo, era el paso esencial para salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo. Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en está hora de extrema tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se durmieron. No obstante, escucharon algunos fragmentos de las palabras de la oración de Jesús y observaron su actitud. Ambas cosas se grabaron profundamente en sus almas, y ellos lo transmitieron a los cristianos para siempre. Jesús llama a Dios «Abbá».Y esto significa – como ellos añaden – «Padre». Pero no de la manera en que se usa habitualmente la palabra «padre», sino como expresión del lenguaje de los niños, una palabra afectuosa con la cual no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es verdaderamente «niño», Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en comunión con Dios, en la más profunda unidad con él.

Si nos preguntamos cuál es el elemento más característico de la imagen de Jesús en los evangelios, debemos decir: su relación con Dios. Él está siempre en comunión con Dios. El ser con el Padre es el núcleo de su personalidad. A través de Cristo, conocemos verdaderamente a Dios. «A Dios nadie lo ha visto jamás», dice san Juan. Aquel «que está en el seno del Padre… lo ha dado a conocer» (1,18). Ahora conocemos a Dios tal como es verdaderamente. Él es Padre, bondad absoluta a la que podemos encomendarnos. El evangelista Marcos, que ha conservado los recuerdos de Pedro, nos dice que Jesús, al apelativo «Abbá», añadió aún: Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (cf. 14,36). Él, que es la bondad, es al mismo tiempo poder, es omnipotente. El poder es bondad y la bondad es poder. Esta confianza la podemos aprender de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos.

Antes de reflexionar sobre el contenido de la petición de Jesús, debemos prestar atención a lo que los evangelistas nos relatan sobre la actitud de Jesús durante su oración. Mateo y Marcos dicen que «cayó rostro en tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35); asume por consiguiente la actitud de total sumisión, que ha sido conservada en la liturgia romana del Viernes Santo. Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado. En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos con su arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él triunfe.

Jesús forcejea con el Padre. Combate consigo mismo. Y combate por nosotros. Experimenta la angustia ante el poder de la muerte. Esto es ante todo la turbación propia del hombre, más aún, de toda creatura viviente ante la presencia de la muerte. En Jesús, sin embargo, se trata de algo más. En las noches del mal, él ensancha su mirada. Ve la marea sucia de toda la mentira y de toda la infamia que le sobreviene en aquel cáliz que debe beber. Es el estremecimiento del totalmente puro y santo frente a todo el caudal del mal de este mundo, que recae sobre él. Él también me ve, y ora también por mí. Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un acto sacerdotal. En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros, y nos conduce al Padre.

Finalmente, debemos prestar atención aún al contenido de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). La voluntad natural del hombre Jesús retrocede asustada ante algo tan ingente. Pide que se le evite eso. Sin embargo, en cuanto Hijo, abandona esta voluntad humana en la voluntad del Padre: no yo, sino tú. Con esto ha transformado la actitud de Adán, el pecado primordial del hombre, salvando de este modo al hombre. La actitud de Adán había sido: No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es la verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente «como Dios», no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este «sí» a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres. Amén.

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El papa inauguró el Triduo Pascual con la celebración de la Cena del Señor
Presidirá todas las ceremonias en Roma hasta el domingo
Por José Antonio Varela Vidal

ROMA, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Con la Santa Misa de la Cena del Señor ha comenzado hoy el Triduo Pascual, que es el conjunto de celebraciones que se extienden hasta el domingo de Pascua.

En el Vaticano, específicamente en la Basílica de San Juan de Letrán, el santo padre presidió también esta concelebración, dentro de la cual ha cumplido con el rito del lavado de los pies a 12 presbíteros de la diócesis de Roma. 

Al final de la misma, el papa ha llevado en procesión la hostia consagrada a la capilla lateral de san Francisco, donde permanecerá --como en miles de iglesias del mundo entero--, hasta la Vigilia pascual, tiempo durante el cual los fieles visitan los “siete monumentos” o realizan las “estaciones”, según sea la costumbre local.

¿Qué otras actividades tiene previstas el papa?

Después de pasar casi un día de meditación, el santo padre presidirá el viernes la celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro a las 19.00 (siempre hora de Roma). Esta ceremonia tiene entre sus elementos la liturgia de la Palabra, la adoración de la Cruz y el rito de la comunión. El papa reflexionará junto a los presentes, con las palabras del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap, predicador de la Casa Pontificia, cuyo texto ZENIT ofrecerá mañana a los lectores de sus 7 ediciones.

Posteriormente, y como es tradicional, el santo padre presidirá la piadosa práctica del Via Crucis en el Coliseo de Roma a las 21.15. Como se ha informado, las meditaciones de las estaciones de Jesús hacia su muerte han sido encomendados esta vez por el papa a los esposos Danilo y Anna María Zanzucchi, iniciadores del movimiento "Familias Nuevas", en el ámbito del movimientos de los Focolares,quienes harán referencia al tema de la familia.

Al final de la ceremonia, Benedicto XVI dirigirá un discurso al mundo entero, e impartirá la bendición apostólica.

En el día más importante del año para los cristianos, el papa llegará el sábado a las 21 horas a la basílica de San Pedro en el Vaticano, para presidir las celebraciones por el Domingo de Pascua de la Resurreción del Señor Jesucristo, que se inicia con la Santa Misa de la Vigilia Pascual de la Noche Santa.

Al inicio de esta ceremonia, el santo padre bendecirá el fuego nuevo en el atrio de la Basílica. Acto seguido, ingresará en procesión con el cirio pascual y terminado el pregón Exsultet, presidirá la Liturgia de la Palabra, la Liturgia Bautismal y la de Confirmación, así como la Liturgia Eucarística, que será concelebrada por los señores cardenales presentes en Roma.

Como fin del Triduo Pascual, el domingo a las 10.15, Benedicto XVI celebrará la Santa Misa del Día de la Resurrección del Señor en la Plaza de San Pedro. En esta ceremonia, que tendrá intervenciones de los fieles en diversas lenguas orientales y occidentales, el papa esparcirá el agua bendita sobre la asamblea como signo bautismal.

Al final de la celebración y desde la logia central de la Basílica de San Pedro, el santo padre dirigirá su mensaje pascual al mundo entero en diferentes idiomas, e impartirá la tradicional Bendición "Urbi et Orbi".

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Semana Santa y Conversión
Narcotraficantes: ¡Cambien de vida! ¡Conviértanse de corazón!
SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el artículo de nuestro colaborador habitual, el obispo de San Cristóbal de las Casas, monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, como preparación a la Semana Santa. 

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+ Felipe Arizmendi Esquivel

HECHOS

De muy diversas maneras se vive esta Semana Santa. Para unos, es ocasión de jolgorio, dispersión, vacaciones, vicio y pecado. Para otros, es indiferente, algo ajeno a sus costumbres y actividades. Unos sólo recuerdan cómo se vivían estos días en tiempos idos, cuando todo era silencio y austeridad en las familias. Para muchos, es tiempo de reflexión, oración, meditación de la Palabra de Dios y participación en las celebraciones.

En Cuba, a raíz de la petición que el Papa hizo a Raúl Castro la semana pasada, se aprobó de inmediato que el Viernes Santo no sea día laborable, sino feriado, para que los fieles católicos puedan participar en los ritos religiosos. Fidel Castro, en su momento, aceptó también la petición que le hizo Juan Pablo II de devolver a la Navidad ser día festivo. Estos dos Jefes de Estado marxistas accedieron al pedido del Papa, por ser razonable. Si en México Benedicto XVI hubiera solicitado a nuestro presidente que se declarara feriado el 12 de diciembre, ¿cuál habría sido la reacción? El pueblo lo vería como normal, pues en la práctica es día de fiesta nacional; pero ya me imagino las voces enardecidas de quienes siguen abogando por un laicismo rancio, que no es democrático sino excluyente. Ser una república laica, como es adecuado que lo seamos, no debería contradecir el derecho fundamental de todos a una más amplia libertad religiosa. ¡Hasta Benito Juárez respetaba el 12 de diciembre! Ojalá nuestro marco legal reconozca la importancia de esta fecha.

CRITERIOS

El Papa Benedicto XVI, en su visita a nuestro país, nos invitó a una conversión, a un cambio de rumbo en la vida, para que seamos una nación donde haya justicia y paz, poniendo en práctica las tres virtudes teologales. Dijo:

“Vengo como peregrino de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo confirmar en la fe a los creyentes en Cristo, afianzarlos en ella y animarlos a revitalizarla con la escucha de la Palabra de Dios, los sacramentos y la coherencia de vida. Así podrán compartirla con los demás, como misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la sociedad, contribuyendo a una convivencia respetuosa y pacífica, basada en la inigualable dignidad de toda persona humana, creada por Dios, y que ningún poder tiene derecho a olvidar o despreciar.

Este país está llamado a vivir la esperanza en Dios como una convicción profunda, convirtiéndola en una actitud del corazón y en un compromiso concreto de caminar juntos hacia un mundo mejor. Como ya dije en Roma, «continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la justicia».

Junto a la fe y la esperanza, el creyente en Cristo, y la Iglesia en su conjunto, vive y practica la caridad como elemento esencial de su misión. En su acepción primera, la caridad «es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación», como es socorrer a los que padecen hambre, carecen de cobijo, están enfermos o necesitados en algún aspecto de su existencia. Nadie queda excluido por su origen o creencias de esta misión de la Iglesia, que no entra en competencia con otras iniciativas privadas o públicas, es más, ella colabora gustosa con quienes persiguen estos mismos fines. Tampoco pretende otra cosa que hacer de manera desinteresada y respetuosa el bien al menesteroso, a quien tantas veces lo que más le falta es precisamente una muestra de amor auténtico”.

PROPUESTAS

¿Quieres que la situación cambie? No esperes que todo lo hagan las autoridades, ni pienses que con sólo cambiar gobierno todo va a ser distinto. De ti depende el cambio. Construye la unidad y la armonía en tu familia, con diálogo, respeto, paciencia, trabajo, fidelidad y mucho amor. Así se combate la violencia y la inseguridad.

Narcotraficantes: ¡Cambien de vida! No se dejen engañar y atrapar por el dinero fácil, por el poder y el placer. Van a acabar mal, huyendo y escondiéndose, en la cárcel o asesinados. ¡Conviértanse de corazón! ¡Por ustedes mismos, por su madre, por Jesucristo, que los espera con los brazos abiertos para perdonarles!

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Entrevista


Las catacumbas: una comunidad entera esperando la resurrección
Entrevista al director arqueológico de las catacumbas del Vaticano
Por H. Sergio Mora

ROMA, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Las catacumbas nacen con el cristianismo, que elige la inhumación a la incineración. Nacieron por iniciativa del papa san Zeferino y no con las persecuciones o como refugio durante las mismas. En las más de 60 que existen en Roma se encuentran símbolos de origen pagano, como el ichthys, el buen pastor, la actitud del orante y otros, que con el cristianismo adquirieron un significado proprio.

Pero lo novedad más grande, sin lugar a dudas es que las catacumbas llevan a toda una comunidad a unirse en la espera del día de la resurrección. Estos son algunos de los particulares indicados por el profesor Fabrizio Bisconti, director arqueológico de las catacumbas, de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, en entrevista concedida a ZENIT.

 ¿Cómo nace la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra?

 -- Prof. Bisconti: La Pontificia Comisión de Arqueología Sacra es una intendencia arqueológica de la Santa Sede que se ocupa de la tutela, de la conservación y de la custodia de todas las catacumbas cristianas de Italia. Esto desde 1852 cuando Giovanni Battista de Rossi, un gran arqueólogo romano, convenció al papa Pio IX a instituir esta comisión que después se volvió pontificia y que empezó a ocuparse también del restauro de las catacumbas que fueron redescubiertas a partir del siglo XVI.

¿Cuándo nacen las catacumbas?

-- Prof. Bisconti: Surgen entre el segundo y tercer siglo después de Cristo y tienen una vida que dura hasta el saqueo del visigodo Alarico, en el 410. Y después lentamente se fueron olvidando; hasta la edad media se pierde su memoria. Fue a fines del siglo XVI cuando un gran arqueólogo de origen maltés, Antonio Bosio, comienza a redescubrirlas y poco a poco se encontraron al menos 60 en Roma y otras tantas en el Lacio, Sicilia, Cerdeña, Puglia y Toscana. Y es la Comisión de arqueología sacra la que se ocupa de todas estas catacumbas.

 Las catacumbas por lo tanto no son pre-cristianas

-- Prof. Bisconti: Existen las judías que son contemporáneas a las cristianas. Las necrópolis paganas en cambio no son extensas como las catacumbas, sino hipogeos muy pequeños, mientras que las catacumbas son grandes espacios que abrazan enteras comunidades.

Antes cada familia si podía, tenía su cementerio. Mientras aquí en cambio se crea una verdadera estructura ¿verdad?

-- Prof. Bisconti: Las necrópolis están situadas fuera de las murallas que circundaban Roma. Antes existían mausoleos aislados, o necrópolis mixtas, donde yacían paganos, cristianos y judíos. Por ejemplo Pedro y Pablo fueron sepultados en necrópolis paganas. Hacia el final del segundo siglo, con el papa san Zeferino (199-217) se instituye la primera catacumba comunitaria de la iglesia de Roma, y el pontífice confía esta tarea justamente a Calixto y lo nombra el responsable, cuando aún no era papa sino diácono.

 ¿Nacen con las persecuciones?

-- Prof. Bisconti: Esto de las catacumbas como un refugio durante las persecuciones de los cristianos es un mito. Además las persecuciones van un poco encuadradas: hay dos grandes, con Décimo en el 250 y con Valeriano en el 257. Hay también otras no tan extendidas, como la de Nerón o Dioclesiano, etc.

Durante las persecuciones los cristianos tienen grandes problemas. No pueden esconderse en las catacumbas porque son lugares que los paganos conocen y en donde los encontrarían rápidamente.

¿Cómo nace la idea entre los cristianos de realizar estos cementerios a la espera de la resurrección?

-- Prof. Bisconti: Hay motivos técnicos e ideológicos. El motivo técnico es que en el suburbio romano un terreno costaba mucho, en cambio en un pequeño espacio de tierra se podía excavar y usarlo al máximo, además porque era considerado obligatorio el uso de la inhumación y no el de la incineración que en cambio usaba espacios más pequeños.

Después está el motivo ideológico: con la inhumación no se toca el cuerpo, que permanece en espera del día de la resurrección de los muertos.

¿Por qué cementerios comunitarios?

-- Prof. Bisconti: Existe un hermoso pasaje de un padre de la Iglesia, Latanzio, que dice que no hay motivo por el cual nos llamamos hermanos a no ser porque somos unos iguales a los otros. Los cementerios tienen nichos uno igual al otro, está el motivo de la igualdad; mientras en la necrópoli pagana uno encuentra la tumba de Cecilia Mettella y el ánfora con las cenizas.

¿Qué se ha encontrado, qué tipo de arte y símbolos hay?

-- Prof. Bisconti: He hablado de los nichos, pero también están los arcosolios (del latín arcus, arco, y solium, sepulcro, sarcófago) o con el arco de medio punto, o los cubículos o cuartos hipogeos en donde hay un alto porcentaje de humedad; allí no hay frescos, sino ‘mezzoaffreschi’. Y los sarcófagos paganos, además de las sepulturas excavadas en la tierra; también están los mosaicos, aunque más raro pues era más costoso, mientras que en Roma hay más de 400 pinturas.

¿Y los símbolos como el pez?

-- Prof. Bisconti:  Provienen de la cultura pagana, el pez, el ancla y el pescador, por lo tanto el mar. Y la oveja recuerda el pastor y por lo tanto el ambiente bucólico. La tierra y el mar tienen un significado cósmico que con el  cristianismo toma un significado diverso: el pez será el ichthys griego y por lo tanto las iniciales del acróstico de Cristo, así como el ancla es la fe.

¿Y otros símbolos?

-- Prof. Bisconti: Entre las imágenes más recurrentes está la del buen pastor, símbolo pagano del humanitas, de la filantropía, y que pasa a ser el protagonista de la oveja perdida. O la de la actitud del orante, de la oración, que para los paganos era la “pietas” pero para los cristianos significa la oración continua que dice Pablo en la primera a los Tesalonicenses, que inicia con el bautismo y llega hasta la resurrección.

 ¿Ellos celebraban misas?

-- Prof. Bisconti: Eran ritos breves y sobrios,  los más comunes eran los fúnebres. Había también misas por los difuntos, y el recuerdo de los mártires con comidas; no solamente la eucaristía, sino los “refrigeria”, refrescos en honor de los muertos.

¿Hay unas sesenta catacumbas que no pueden ser abiertas?

-- Prof. Bisconti: Sería un desastre, hay pinturas que necesitan mantener su habitat climático, contrariamente se secan, se arruinan. Hay por lo tanto cinco catacumbas abiertas al público: la de Priscilla, Sebastián, Calixto, Agnese y Domitila. Todas muy significativas. Las otras catacumbas, las más decoradas son más difíciles para visitar, las abrimos por pedido de especialistas o personas particularmente interesadas.

¿Hay aún cosas que se pueden descubrir?

-- Prof. Bisconti: Estamos trabajando y hemos descubierto catacumbas y pinturas nuevas, ahora la técnica de restauración del láser nos permite descubrir pinturas nuevas en donde nosotros veíamos solamente negro o calcáreos. Dos años atrás hemos descubierto las imágenes más antiguas de los apóstoles, en las catacumbas de santa Tecla, por ejemplo en un techo en donde parecía que no había nada. Con el láser aparecieron imágenes de Pedro, Pablo, Juan y Andrés, del final del cuarto siglo.

¿Cómo es este tipo de arte?

-- Prof. Bisconti: Es muy sobrio, sintético, y quizás la gran novedad es que propone un arte augural y catequético que se une a la liturgia, a las primeras oraciones que nosotros conocemos.

Para quien viene a Roma, ¿las catacumbas son una cita importante?

-- Prof. Bisconti: Pienso que sea muy importante, porque nos hacen entender no solamente el cristianismo de las personas excelentes, como los príncipes de los apóstoles, sino también el de la gran comunidad cristiana, el de la vida cotidiana.

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El espíritu de la liturgia


¿Cómo celebrar? / 1: Signos y símbolos, palabras y acciones (CCC 1145-1155)
Columna de teología litúrgica a cargo del padre Mauro Gagliardi
ROMA, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a los lectores la habitual columna de liturgia, a cargo del padre Mauro Gagliardi. Esta vez, con un artículo del padre Uwe Michael Lang, especialista en la materia.

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Uwe Michael Lang*

La Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium define la sagrada liturgia como «el ejercicio de la función (munus) sacerdotal de Jesucristo», en el que «la santificación del hombre se expresa mediante signos sensibles y se realiza de un modo propio en cada uno de ellos» (núm. 7). En la vida sacramental de la iglesia, el "tesoro escondido en el campo", del que habla Jesús en la parábola del evangelio (Mt. 13,44), se hace perceptible a los fieles a través de los signos sagrados. Mientras que los elementos esenciales de los sacramentos --la forma y la materia en términos de la teología escolástica--, se distinguen con una humildad y sencillez maravillosa, la liturgia, como acto sagrado, los envuelve en ritos y ceremonias que ilustran y hacen comprender mejor la gran realidad del misterio. Por lo tanto, se da una traducción en elementos sensibles, y por lo tanto más accesibles al conocimiento humano, para que la comunidad cristiana --«sacris actionibus erudita - instruida por las acciones sagradas», como dice una antigua oración del Sacramentario Gregoriano (cf. Missale Romanum 1962, Oración Colecta, Sábado después del primer domingo de la Pasión)--, esté  preparada a recibir la gracia divina.

Por el hecho de que la celebración sacramental «está entretejida de signos y símbolos», se expresa «la pedagogía divina de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], n. 1145), ya enunciada de modo elocuente por el Concilio de Trento. Reconociendo que «la naturaleza humana es tal, que no facilmente se aviene a la meditación de las cosas divinas, sin recursos externos», la iglesia  «utiliza velas, incienso, vestidos y muchos otros elementos transmitidos por la enseñanza y la tradición apostólica, con los que se destaca la majestuosidad de un Sacrificio tan grande [la Santa Misa]; y las mentes de los fieles son llevadas de estos signos visibles de la religión y la piedad, a la contemplación de las cosas altas, que están ocultas en este Sacrificio» (Concilio de Trento, Sesión XXII, 1562, Doctrina de ss. Missae Sacrificio, c. 5, DS 1746).

En esta realidad que expresa una exigencia antropológica: «Como ser social, el hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios» (CIC, n. 1146), los símbolos y signos en la celebración litúrgica pertenecen a aquellos aspectos materiales que no se pueden desatender. El hombre, criatura compuesta de cuerpo y alma, necesita usar también las cosas materiales en la adoración de Dios, por que requiere alcanzar las realidades espirituales a través de signos visibles. La expresión interna del alma, si es auténtica, busca al mismo tiempo una manifestación externa del cuerpo; y a la vez, la vida interior está sostenida por los actos externos, los actos litúrgicos.

Muchos de estos símbolos, al igual que los gestos de la oración (los brazos abiertos, las manos juntas, arrodillarse, ir en procesión, etc.), pertenecen al patrimonio común de la humanidad, como lo demuestran las diversas tradiciones religiosas. «La liturgia de la Iglesia presupone, integra y santifica elementos de la creación y de la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la creación nueva en Jesucristo» (CIC, n. 1149).

De central importancia son los signos de la Alianza, «símbolos de las grandes acciones de Dios a favor de su pueblo», entre los que se incluyen «la imposición de las manos, los sacrificios, y sobre todo la Pascua. La Iglesia ve en estos signos una prefiguración de los sacramentos de la Nueva Alianza» (CIC, n. 1150). El mismo Jesús utiliza estos signos en su ministerio terrenal, y le da un nuevo significado, sobre todo en la institución de la Eucaristía. El Señor Jesús tomó pan, lo partió y lo dio a sus apóstoles, haciendo así un gesto que corresponde a una verdad profunda que la expresa de modo sensible. Los signos sacramentales, que se han desarrollado en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo, continúan esta obra de santificación, y, al mismo tiempo, «prefiguran y anticipan la gloria del cielo» (CIC, n. 1152).

Como la liturgia tiene su propio lenguaje, que se expresa en signos y en símbolos, su comprensión no es meramente intelectual, sino que implica al hombre por completo, incluida la imaginación, la memoria, y de alguna manera los cinco sentidos. Sin embargo, no debemos pasar por alto la importancia de la palabra: la Palabra de Dios proclamada en la celebración sacramental y la palabra de fe que responde a esta. Incluso san Agustín de Hipona señaló que la «causa eficiente» del sacramento --que hace de un elemento material el signo de una realidad espiritual, y le concede a aquel elemento el don de la gracia divina--, es la palabra de bendición pronunciada en nombre de Cristo por el ministro de la iglesia. Como escribe el gran Doctor de la iglesia referido al bautismo: «Elimina la palabra, ¿y qué es el agua, sino agua? Se adosa la palabra al elemento, y se tiene el sacramento (Accedit verbum ad elementum et fit sacramentum)» (In Iohannis evangelium tractatus, 80, 3).

Por último, las palabras y las acciones litúrgicas son inseparables y componen los sacramentos, a través de los cuales el Espíritu Santo realiza «las "maravillas" de Dios que son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra del Padre realizada por el Hijo amado» (CIC, n . 1155).

*El padre Uwe Michael Lang, CO, es oficial de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y consultor de la oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice.

Traducido del italiano por José Antonio Varela V.

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Espiritualidad


El beato Francisco Marto murió hace 93 años
Pastorcito vidente de Fátima murió de una neumonía
FÁTIMA, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).-  El pastor Francisco, quien con su hermana Jacinta y su prima Lucía, recibieron de la Virgen María un mensaje para la humanidad, murió un día como ayer --4 de abril--, hace 93 años, fecha en que también la iglesia universal celebra su fiesta litúrgica. 

Víctima de una neumonía y de la epidemia de gripe denominada "la española", que causó tantas víctimas como la primera guerra mundial, el ahora beato enfermó desde diciembre de 1918 y murió en la aldea y caserio de Aljustrel, cerca de Cova da Iría, el 4 de abril de 1919.

Francisco, nacido el 11 de junio de 1908, fue uno de los tres conocidos como "Videntes de Fátima", quien vivió preocupado en 'consolar' a Jesús 'escondido', por lo que pasaba horas 'pensando en Dios', razón por lo cual hoy se le puede considerar un auténtico contemplativo. El espíritu de amor y reparación para con Dios ofendido, fueron notables en su corta vida, que llegó solamente hasta los 11 años. 

Fue enterrado en el cementerio de Fátima y después trasladado a la Basílica de Nuestra Señora del Rosario en Cova da Iría, Fátima, el 13 de marzo de 1952.

El beato Juan Pablo II lo beatificó el 13 de mayo de 2000 junto con su hermana Jacinta en una multitudinaria celebración en Fátima.

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