Se ha abierto una nueva dimensión para el hombre. La creación se
ha hecho más grande y más espaciosa. La Pascua es el día de una
nueva creación, pero precisamente por ello la Iglesia comienza la
liturgia con la antigua creación, para que aprendamos a comprender
la nueva. Así, en la Vigilia de Pascua, al principio de la Liturgia
de la Palabra, se lee el relato de la creación del mundo. En el
contexto de la liturgia de este día, hay dos aspectos
particularmente importantes. En primer lugar, que se presenta a la
creación como una totalidad, de la cual forma parte la dimensión del
tiempo. Los siete días son una imagen de un conjunto que se
desarrolla en el tiempo. Están ordenados con vistas al séptimo día,
el día de la libertad de todas las criaturas para con Dios y de las
unas para con las otras. Por tanto, la creación está orientada a la
comunión entre Dios y la criatura; existe para que haya un espacio
de respuesta a la gran gloria de Dios, un encuentro de amor y
libertad. En segundo lugar, que en la Vigilia Pascual, la Iglesia
comienza escuchando ante todo la primera frase de la historia de la
creación: «Dijo Dios: “Que exista la luz”» (Gn 1,3). Como una señal,
el relato de la creación inicia con la creación de la luz. El sol y
la luna son creados sólo en el cuarto día. La narración de la
creación los llama fuentes de luz, que Dios ha puesto en el
firmamento del cielo. Con ello, los priva premeditadamente del
carácter divino, que las grandes religiones les habían atribuido.
No, ellos no son dioses en modo alguno. Son cuerpos luminosos,
creados por el Dios único. Pero están precedidos por la luz, por la
cual la gloria de Dios se refleja en la naturaleza de las criaturas.
¿Qué quiere decir con esto el relato de la creación? La luz hace
posible la vida. Hace posible el encuentro. Hace posible la
comunicación. Hace posible el conocimiento, el acceso a la realidad,
a la verdad. Y, haciendo posible el conocimiento, hace posible la
libertad y el progreso. El mal se esconde. Por tanto, la luz es
también una expresión del bien, que es luminosidad y crea
luminosidad. Es el día en el que podemos actuar. El que Dios haya
creado la luz significa: Dios creó el mundo como un espacio de
conocimiento y de verdad, espacio para el encuentro y la libertad,
espacio del bien y del amor. La materia prima del mundo es buena, el
ser es bueno en sí mismo. Y el mal no proviene del ser, que es
creado por Dios, sino que existe en virtud de la negación. Es el
«no».
En Pascua, en la mañana del primer día de la semana, Dios vuelve a
decir: «Que exista la luz». Antes había venido la noche del Monte de
los Olivos, el eclipse solar de la pasión y muerte de Jesús, la
noche del sepulcro. Pero ahora vuelve a ser el primer día, comienza
la creación totalmente nueva. «Que exista la luz», dice Dios, «y
existió la luz». Jesús resucita del sepulcro. La vida es más fuerte
que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más
fuerte que el odio. La verdad es más fuerte que la mentira. La
oscuridad de los días pasados se disipa cuando Jesús resurge de la
tumba y se hace él mismo luz pura de Dios. Pero esto no se refiere
solamente a él, ni se refiere únicamente a la oscuridad de aquellos
días. Con la resurrección de Jesús, la luz misma vuelve a ser
creada. Él nos lleva a todos tras él a la vida nueva de la
resurrección, y vence toda forma de oscuridad. Él es el nuevo día de
Dios, que vale para todos nosotros.
Pero, ¿cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede llegar todo esto a
nosotros sin que se quede sólo en palabras sino que sea una realidad
en la que estamos inmersos? Por el sacramento del bautismo y la
profesión de la fe, el Señor ha construido un puente para nosotros,
a través del cual el nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el
Señor dice a aquel que lo recibe: Fiat lux, que exista la luz. El
nuevo día, el día de la vida indestructible llega también para
nosotros. Cristo nos toma de la mano. A partir de ahora él te
apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera. Por eso, la
Iglesia antigua ha llamado al bautismo photismos, iluminación.
¿Por qué? La oscuridad amenaza verdaderamente al hombre porque, sí,
éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales, pero no a
dónde va el mundo y de dónde procede. A dónde va nuestra propia
vida. Qué es el bien y qué es el mal. La oscuridad acerca de Dios y
sus valores son la verdadera amenaza para nuestra existencia y para
el mundo en general. Si Dios y los valores, la diferencia entre el
bien y el mal, permanecen en la oscuridad, entonces todas las otras
iluminaciones que nos dan un poder tan increíble, no son sólo
progreso, sino que son al mismo tiempo también amenazas que nos
ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy podemos iluminar
nuestras ciudades de manera tan deslumbrante que ya no pueden verse
las estrellas del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la
problemática de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales,
sabemos y podemos tanto, pero lo que va más allá de esto, Dios y el
bien, ya no lo conseguimos identificar. Por eso la fe, que nos
muestra la luz de Dios, es la verdadera iluminación, es una
irrupción de la luz de Dios en nuestro mundo, una apertura de
nuestros ojos a la verdadera luz.
Queridos amigos, quisiera por último añadir todavía una anotación
sobre la luz y la iluminación. En la Vigilia Pascual, la noche de la
nueva creación, la Iglesia presenta el misterio de la luz con un
símbolo del todo particular y muy humilde: el cirio pascual. Esta es
una luz que vive en virtud del sacrificio. La luz de la vela ilumina
consumiéndose a sí misma. Da luz dándose a sí misma. Así, representa
de manera maravillosa el misterio pascual de Cristo que se entrega a
sí mismo, y de este modo da mucha luz. Otro aspecto sobre el cual
podemos reflexionar es que la luz de la vela es fuego. El fuego es
una fuerza que forja el mundo, un poder que transforma. Y el fuego
da calor. También en esto se hace nuevamente visible el misterio de
Cristo. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye el mal,
transformando así al mundo y a nosotros mismos. Como reza una
palabra de Jesús que nos ha llegado a través de Orígenes, «quien
está cerca de mí, está cerca del fuego». Y este fuego es al mismo
tiempo calor, no una luz fría, sino una luz en la que salen a
nuestro encuentro el calor y la bondad de Dios.
El gran himno del Exsultet, que el diácono canta al comienzo de la
liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro detalle
más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente
a la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En
el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según
los Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La
cooperación de la comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo
parecido al trabajo de las abejas. Construye la comunidad de la luz.
Podemos ver así también en el cirio una referencia a nosotros y a
nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para que
la luz de Cristo pueda iluminar al mundo.
Roguemos al Señor en esta hora que nos haga experimentar la alegría
de su luz, y pidámosle que nosotros mismos seamos portadores de su
luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del
rostro de Cristo entre en el mundo (cf. Lumen gentium, 1). Amén.