23.04.12

 

Mons. Xavier Novell, obispo de Solsona que se caracteriza, entre otras cosas, por aparecer prácticamente todas las semanas en los medios de comunicación, acaba de asegurar que antes que el aumento de bodas civiles, le preocupa más el hecho de que se celebren bodas religiosas sin que haya fe entre los contrayentes. Y tiene toda la razón pero yo iría más allá. Gran parte de esas bodas religiosas son nulas, porque precisamente en el sacramento del matrimonio los ministros son los contrayentes, siendo que el sacerdote o el diácono ejercen de testigos cualificados de la Iglesia. Si quien se casa no tiene fe y, por tanto, no tiene razón para creer en la indisolubilidad del matrimonio, que solo puede alcanzarse por medio de la gracia de Dios, ¿cómo va a haber realmente sacramento?

Dice el Código de Derecho Canónico que el obispo “no debe conceder licencia para asistir al matrimonio de quien haya abandonado notoriamente la fe católica” (CDC 1071,2). A mí me parece obvio que quienes no asoman por la Iglesia ni domingos ni fiestas de precepto, quienes no frecuentan la Eucaristía ni la confesión, quienes, en definitiva, no demuestran tener fe podrían incluirse en un futuro dentro de esa definición. Es decir, que no sea necesario hacer una manifestación pública de apostasía para quedar incapacitado para contraer matrimonio eclesiástico.

Es más, hace décadas podría presuponerse que incluso los católicos no practicantes accedían al matrimonio sabiendo bien en qué consistía dicho sacramento. Pero hoy, cuando el mismísimo Papa Benedicto XVI habla del “analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos“, cabe descartar esa circunstancia. Y no parece que los cursos preamatrimoniales, que duran apenas cinco-seis sesiones, sirvan para acabar con ese desconocimiento. Es tanto como pretender que un niño de 5 años aprenda a leer perfectamente en cinco clases. Si no hay un poso de fe, un interés real -y no obligado- por aprender lo que es un matrimonio cristiano, los conceptos que se imparten en esos cursos pueden ser como agua que resbala sobre piedra sin poros. Al rato, la piedra está igual de seca que antes.

No es el matrimonio el único sacramento afectado por el sinsentido de la falta de fe verdadera. Cuántos bautizos no se celebrarán sin que la fe cuente algo en la vida de los padres y de los padrinos. Cuántas primeras comuniones no se darán sabiendo que puede que no solo sea la primera sino también la última en muchos años, ante la falta de práctica religiosa de los padres de los que comulgan. Y, lo que en mi opinión es peor, cuántas confirmaciones no se dan a jóvenes que ni siquiera son practicantes.

Esto último lo he visto con mis propios ojos en repetidas ocasiones. Se imparte catequesis de confirmación a adolescentes que no asoman por la Iglesia ni por equivocación. Por ejemplo, cuando se confirmó el segundo de mis hijos, él era el único que asistía, y asiste, a Misa todos los domingos. ¿Me puede decir alguien qué fe estaba siendo confirmada en el resto? ¿alguien me puede explicar una sola razón para que yo no crea que aquello fue una gran farsa? Es más, si yo fuera catequista de confirmación y no “consiguiera” que los muchachos tuvieran ganas de celebrar su fe, consideraría un fracaso mi catequesis. he puesto entre comillas el verbo conseguir porque es obvio que esa obra es del Espíritu Santo y no del catequista. Ahora bien, el Espíritu Santo nunca fracasa. Es más bien el hombre, sea joven o anciano, quien fracasa al no dejarse guiar por Dios.

El catequista es buen instrumento en la medida en que su fe se convierte en contagiosa. No basta con transmitir conocimientos, cosa que muchas veces ni siquiera se hace. Hay que “despertar” la fe en quienes la tienen dormida. Sin fe auténtica, lo más que queda en el catecúmeno es un buenismo pelagianista que desaparece a la más mínima racha de viento secularizante. Y vivimos en una sociedad donde la secularización es un huracán que arrasa todo.

Ahora que la Iglesia habla de nueva evangelización, no estaría de más que empezara por una evangelización real de quienes, por las razones que sean, se acercan ocasionalmente a sus sacramentos. En bodas, bautizos, comuniones, confirmaciones y funerales aparecen fieles que difícilmente asoman por un templo en otros momentos de sus vidas. Es ahí donde debe hacerse un esfuerzo evangelizador de primer orden. Los sacerdotes deben mimar sus predicaciones en esas celebraciones. Y los seglares que colaboren en la catequesis, deben ser conscientes de que tienen entre sus manos almas que Dios quiere que se salven y no que se pierdan en medio de la apostasía reinante.

Luis Fernando Pérez Bustamante