25.04.12

 

Surfeando por la web, me he encontrado hoy con un post realmente interesante. No diré que dicho encuentro ha sido casual, porque ese blog lo leo con mucha frecuencia, pero hacía un par de días que no lo visitaba. Aunque no me sumo a la crítica que hace a un medio de comunicación religioso ideológicamente cercano al nuestro, sí que asumo el fondo de lo que plantea.

Es falsa la idea de que el cristianismo es un estado de felicidad mundana constante, en el que la vida es maravillosa y sin problemas. Las familias cristianas no son idílicas según el modelo de los dibujos de las revistas de los Testigos de Jehová. Al contrario, sufrimos enfermedades, conflictos familiares y laborales como todo hijo de vecino. Es más, si nos empeñamos en vivir como se nos manda, como se nos da por gracia lo más seguro es que suframos algún tipo de persecución (2ª Tim 3,12).

La fe cristiana no es como los manuales de pensamiento positivo por los que supuestamente se consigue que la gente nos vea, más altos, más esbeltos, más guapos. El cristiano no ha de buscar la felicidad mundana sino la fidelidad a Dios. Ahora bien, quien llevado de la gracia es capaz de alcanzar la comunión con el Señor, alcanza un tipo de felicidad que no hay nada en el mundo que pueda dar.

Dice San Pablo que “el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gal 5,22). Esa lista no es el resultado de las circunstancias externas que nos toca vivir. Muy al contrario, lo realmente novedoso del cristianismo es que aunque todo lo que nos rodea parezca venirse abajo, si estamos asidos al Señor podemos experimentar esos frutos. De hecho, el apóstol nos manda: “Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegraos” (Fil 4,4). Y nos lo manda porque sabe que es una gracia que el Señor quiere concedernos. Y siempre, o sea, no sólo cuando las cosas van “bien", sino también cuando van “mal", porque sabe que “todas las cosas colaborar al bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28).

Una de las cosas que más me ayuda a sobreponerme en tiempos de dificultad es la certeza de que si Dios me concede la gracia de morir en paz con Él, me espera una eternidad a su lado donde ya “no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” (Ap 21,4). Hablo con esperanza cierta. Es decir, para mí ese futuro prometido es tan real como que yo existo y estoy ahora escribiendo un post en mi blog. Esta vida no tiene otro sentido que ser el preámbulo a la vida eterna al lado de mi Señor, su Madre y mis hermanos en la fe. Lo cual no quiere decir que no me “ocupe y preocupe” por mis seres queridos aquí y ahora.

El Apóstol de los gentiles nos exhortó a trabajar en nuestra salvación con “temor y temblor” (Fil 2,12). Él mismo declaraba: “castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado” (1º Cor 9,27). Y nos advirtió: “el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer!” (1 Cor 10,12). Por tanto, no busquemos primeramente las cosas que nos dan la felicidad mundana sino, sobre todo y por encima de todo, la fidelidad que nos lleva a la felicidad eterna. Que podamos decir con el autor de Hebreos: “Nosotros no somos de los que se vuelven atrás para su perdición, sino que vivimos en la fe para preservar nuestra alma” (Heb 10,39). Lo demás, estimado lector, es vanidad de vanidades. O dicho en plan más castizo: todo lo demás es grano de anís, tormenta en vaso de agua y bostezo de caracol. Nada.

In Domino,
Luis Fernando Pérez Bustamante