3.06.12

La Misa del Valle, escrito por el profesor Blas Ruiz Carmona

A las 8:12 AM, por Tomás de la Torre Lendínez
Categorías : General

 

Tener fe es creer en lo que no se ve, pues de lo contario, sería certeza. Dicen que la fe es un don gratuito que concede el Señor, pero en tal caso, ese Dios resulta bastante arbitrario, a juzgar por lo mal repartida que está la fe, pues, de hecho, nos encontramos por la vida con personas muy creyentes y, justo a su lado, con ateos recalcitrantes, de lo que se deduce claramente que el factor humano resulta decisivo en el asunto de las creencias religiosas.

Yo tiendo a pensar que, en la fe, influye la educación que, con respecto a ella, nos ofrecieron nuestros padres y, desde luego, el propio acontecer vital de cada uno: unos buenos maestros, unos buenos amigos, un buen párroco y un horizonte en la vida diáfano, pueden facilitar la cristalización de una fe sólida. Por el contrario, el mal ejemplo de los cristianos que nos rodean, o un buen batacazo en el transcurrir de nuestra existencia, pueden dar al traste con la fe de cualquiera, por muy arraigada que ésta pudiera parecer. Sobre esto último, siempre recuerdo algo que sucedió cuando yo era estudiante: un joven conocido, de tan sólo 18 años, murió en un desgraciado accidente de tráfico; recuerdo, ya digo, a la madre de este chico dejar de realizar cualquier práctica cristiana, incluida la asistencia a misa, pues argumentaba esta señora, embargada por una amargura infinita, no poder creer en un Dios que permitía que la vida de un joven bueno (y su hijo en verdad lo era), fuera cortada de raíz, dejando a una familia destrozada para siempre. Nadie tenía derecho a juzgar a esta mujer, ella era libre de tomar sus propias decisiones, y a los demás sólo nos quedaba quererla, apoyarla y respetar, su silencio o su rabia, según el momento.

Sin llegar al extremo anterior, casi todos, en nuestra vida, tenemos altibajos en lo referente a las creencias religiosas: pasamos por momentos buenos, y otros en los que dudamos de casi todo (es lo que San Juan de la Cruz denominó la “noche oscura del alma”). Algo de eso me sucedió a mí hace algún tiempo, cuando, por motivos que no vienen al caso, experimenté una crisis, que yo me niego a denominar “de fe”, pues creía y sigo creyendo en Dios, es decir, en un Ser Supremo que nos ha creado a todos y a todo. Lo mío fue más bien (y lo es aún), una “crisis de personas”, pues en lo que ya no creo es en las estructuras humanas formadas en torno al hecho religioso, y no me refiero sólo a la jerarquía eclesiástica, que también, sino a los propios laicos, que a veces somos (vamos a meternos todos y que se salve el que pueda), una caterva de incultos con una fe infantiloide, para los que ser creyentes y pertenecer a la Iglesia Católica, es algo parecido a ser aficionado al fútbol y simpatizar con un equipo concreto; y claro, como ustedes comprenderán, no es lo mismo una cosa que la otra.

También influyó en mi decisión de dejar de ir a misa, el cansancio que me ocasionaba el escuchar unas homilías insulsas, que destilaban una religiosidad de merengue que causaban empalago, unas homilías pobres, ya digo, que lo mismo se podían pronunciar en el púlpito de una iglesia, o en la fila de Mercadona, mientras esperamos que nos toque el turno para comprar el pescado.

Aunque reconozco con sinceridad, que lo que me alejó de manera definitiva de todo lo que oliera a parroquia, fue el mal ejemplo de los que a mi lado se llamaban cristianos. Yo vivía entonces en un pueblo pequeño, donde se conoce toda la gente, y asistían a la misa dominical unos seres tan abyectos (a algunas de estas personas ya las padecía yo en mi lugar de trabajo), y con una catadura moral tan baja, que yo no podía compartir misa con ellos (por muy bien que dirigieran un coro parroquial). El mismo Dios, me dije para mis adentros, no puede acogernos a todos, siendo tan distintos. Y me “borré”. O dicho con otras palabras, puse en práctica una idea que llevaba madurando mucho tiempo, y que se puede resumir en una frase, a saber: “Para hablar con Dios, no necesito intermediarios”.

En esas estaba, cuando en el otoño de 2010, sucedió lo que todos sabemos. El gobierno que había entonces en la nación, so pretexto de restaurar la magnífica Piedad de Juan de Ávalos, inició una brutal campaña de acoso contra la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, hasta que consiguió que se cerrara el recinto. Un gobierno (el de entonces) que ha sido, desde mi punto de vista, el más nefasto de la historia de España, al menos si consideramos el período temporal que va desde que se realizaron las pinturas de la Cueva de Altamira, hasta nuestros días.

Los monjes benedictinos del Valle, se vieron entonces obligados a decir la misa, primero junto a la carretera de acceso al recinto, pero fuera del mismo; después en la explanada de la Abadía (es decir, en la parte posterior de la Basílica); hasta que, solventados todos los problemas habidos y por haber, pudieron por fin ofrecer su misa conventual desde el interior del templo. Al unísono, Intereconomía Tv inició la retransmisión en directo de estas misas, para gozo mío, y creo que el de bastantes españoles. Las primeras misas que ofrecieron por televisión, es decir, las de la explanada, con las tempranas nieves en los altos de la Sierra de Guadarrama, y con los niños de la Escolanía abrigados hasta los ojos, resultaron de una emotividad enternecedora.

Estas eucaristías me trajeron a la memoria los buenos momentos pasados por mí en el Valle a finales de los años ochenta: mis caminatas por la carretera de la sierra, con el fresco de la tarde, y mis oraciones, muy elementales, pero oraciones al fin y al cabo. Cuando aflojaba la asistencia de turistas (ese turismo borreguil que todo lo desnaturaliza y destroza), yo gustaba de sentarme en el primer banco de la Basílica, junto al altar mayor, y contemplar, absorto, el magnífico Cristo expirante que tallara Julio Beovide y policromara Ignacio Zuloaga, con su mirada perdida en el cielo en busca de respuesta, como símil de nosotros mismos, que tantas veces en la vida no encontramos explicación a nuestros padecimientos. Pero este Cristo sí encuentra respuesta: está arriba, en la inmensa cúpula, adornada con el impresionante mosaico de Santiago Padrós, una cúpula en la que Dios Padre (Pantocrátor), acoge en su seno a la Iglesia triunfante (los santos españoles) y a la Iglesia militante (todos nosotros), simbolizando de esta forma, magistral, desde luego, el triunfo del catolicismo español.

Recuerdo, ya digo, que en esos momentos de sublime sosiego, yo musitaba un padrenuestro por los caídos que allí descansan en paz, por todos, por los de un bando y por los del otro, víctimas todos ellos de una infame clase política que, con su odio e ineptitud, los llevó a todos a la desgracia.

Además de estos recuerdos, ciertamente íntimos, las misas desde el Valle de los Caídos que yo veía ahora por la tele, gracias a Intereconomía Tv, eran distintas a las que yo estaba acostumbrado a oír, antes de desertar de ellas. En sus homilías no había dobleces, ni religiosidad empalagosa, ni consejos bobalicones. Eran unas homilías directas, en las que se llamaba a las cosas por su nombre, precisamente cuando las cosas en el Valle estaban complicadas, y todo ello sin perder nunca la compostura, ni la necesaria educación. Me gustaba, y me gusta aún, el aspecto de la gente que asiste a estas misas, una gente con la que me siento “en comunión”, a pesar de que nos separen más de trescientos kilómetros. Me agrada comprobar cómo cada domingo visitan el Valle grupos de peregrinos venidos de Portugal, Francia, Italia e incluso Sudamérica, quedándose maravillados de lo que ven, mientras aquí, en España, nuestros gobernantes, los de antes y los de ahora, han abandonado el lugar a su suerte. Y me gusta ver a los monjes benedictinos, entregados de manera ejemplar a su vocación, ganándose honradamente la vida con su trabajo: escolanía, cursillos, convivencias, hospedería, publicaciones, canto gregoriano, etc. Tan alejado todo ello de otros sacerdotes a los que conozco bien (tanto del clero secular como del regular), sólo preocupados, en algunos casos, por los euros y por la promoción personal dentro de la jerarquía.

Así es que ahora, todos los domingos, a las once de la mañana, pongo Intereconomía Tv. A veces ponen programas repetidos o fútbol “enlatado”. Pero otros días hay suerte, y, con los comentarios del periodista Juan Ignacio Ocaña (grandísimo profesional) y el padre Evaristo de Vicente, retransmiten la misa desde la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Les invito, queridos lectores, a que prueben a verla. Yo les garantizo que, a poco que tengan la mente abierta y el corazón limpio, está misa les hará sentir una sensación de paz interior que, a buen seguro, les “enganchará”.

Después, es cierto, volveremos a la cruda realidad, es decir, a bregar con la enfermedad que el destino ha puesto a nuestro lado, al trabajo diario con sus zancadillas cotidianas, a vivir, en definitiva, en el seno de una desquiciada sociedad que nos arrastra a todos con su vorágine de gilipollez.

Pero incluso en esos momentos duros que nos ofrece la cotidiana existencia, yo pienso que, al menos, siempre nos quedará el Valle de los Caídos, siempre nos quedará un Cristo expirante que mira hacía la cúpula en busca de respuesta, como símil de nosotros mismos que tantas veces en la vida no encontramos explicación a nuestros padecimientos, siempre nos quedará un Dios Padre (Pantocrátor), que nos acoge a todos, a la Iglesia triunfante, que goza ya en el cielo de su presencia infinita, y a los que aspiramos a formar alguna vez parte de ella. Es decir, que siempre nos quedará DIOS.

Blas Ruiz Carmona