Fe y Obras

El ruido que no nos deja escuchar a Dios

 

 

26.06.2012 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Sabemos que tenemos necesidad de Dios. Por muchos intentos que se hagan para que el Padre no esté presente en nuestras vidas y de que el Creador nos sea ajeno, la verdad es que no podemos hacer tal cosa porque lo que es, Dios, no puede dejar de ser por nuestros intereses particulares y personales.

Por eso hemos de hacer dos clases de prácticas o, mejor dicho, hemos de manifestar dos actitudes que, en verdad, puedan permitirnos sentir a Dios en nuestra vida y, por eso mismo, ausentarnos del exterior ruido: ser capaces de “aislarnos” espiritualmente del mundo y su estruendo y, en segundo lugar, obviar lo que no nos permite acercarnos a Dios.

Lo primero de todo, es decir, a lo que más hemos de dar importancia, es al hecho de ser capaces de contemplar a Dios y, a la vez, evitar ser conducidos, por la senda mundana, a la fosa de la que tanto habla el salmista.

Para llevar a cabo tal posibilidad no nos queda más remedio que hacer uso del instrumento que Dios nos da y del que, a veces, olvidamos: la libertad.

Efectivamente, a través del ejercicio de la libertad, podemos manifestar una voluntad, digamos, férrea, ante el suceder de las cosas. En aquella tenemos un derecho-aliado porque nos sirve tanto para acercarnos a Dios como para alejarnos de Quien, al fin y al cabo, nos pensó.

Pero, como he dicho antes, también podemos, simplemente, dejar detrás de nuestro paso por el mundo, lo atrayentes que pueden  llegar a ser las múltiples causas de distracción que se nos ofrecen.

Es evidente que tiene una dificultad, digamos, importante, ser capaz de vencer la tentación al nihilismo y al todo vale; a lo que, al fin y al cabo, miramos con los ojos de quien, rodeado de apariencia de verdad, nos atrapa en su red de inmisericordes apetencias mundanas.

Pero tanto una realidad espiritual (el silencio) como la obra (la batalla personal contra lo mundano) han de suponer, para las personas que nos consideramos  hijos de Dios, un aliento y una suerte de posibilidad de demostrar que nuestra fe no es una fe muerta ni de ocasión, de conveniencia y light.

Demostrar, así, que Dios es importante para nosotros no es poca cosa sino, al contrario, y además, una forma de agradecer lo mucho que nos ha dado: todo.

Por eso no nos han de incomodar las pretensiones de mundología que pueden recaer sobre nosotros. A nosotros, la descendencia de Dios, de filiación, pues divina, ni nos importa ni nos ha de importar nadie que no sea el Quien, al fin y al cabo, nos dio la vida.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net