26.06.12

Un amigo de Lolo - Decálogo del periodista - 9

A las 12:23 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Un amigo de Lolo
Hoy es San Josemaría

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Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Manuel Lozano Garrido

Presentación

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Por otra parte, el Decálogo del periodista que escribió Lolo nos informa, a todas aquellas personas que, de una u otra forma, nos dirigimos a los lectores, que hay una forma cristiana de comportarse y aunque a veces podamos incurrir en ciertas extralimitaciones, la intención final ha de ser la que refiere el beato Manuel Lozano Garrido.

Decálogo del periodista según Manuel Lozano Garrido, Lolo

9- Siégate la mano que va a mancillar, porque las salpicaduras en los cerebros, son como sus heridas, que nunca se curan.

Antes de decir algo hay que pensar bien lo que se dice. Después, a lo mejor, no tiene remedio el mal hecho o, simplemente, resulta muy difícil reparar el daño causado. El hijo de Dios sabe, además, que su Creador lo ve y sabe lo que hace.

Quien escribe ha de saber, de antemano, como un aviso a su corazón de las consecuencias de lo que dice, que el que es ajeno puede alcanzar cotas de certidumbre sobre lo que lee y que las mismas pueden ser corrosivas para su alma o lesivas para su hacer diario. Diríamos que son como estiletes que bien pueden servir para abrir una carta y recibir una buena noticia o ir directamente, cual puñalada difícil de soportar, a las entrañas más entrañas de su vida.

Al fin y al cabo, escribir no es más que poner ante los demás el alma de uno mismo y enseñar, como quien tiene un secreto, la cruz que se lleva o la alegría que se goza. Y eso no puede hacerse de cualquiera manera o sin medir, antes, lo que se vaya a decir.

Cuando nos hacemos la señal de la cruz lo hacemos, en primer lugar, en la frente porque es allí donde nuestro cerebro muestra lo que Dios quiso que viéramos de su exterior. Allí se centra el pensamiento y otras facultades donadas por el Creador y desde allí parte nuestros actos y, también, nuestras omisiones. Por eso es en tal órgano, vital para llevar una existencia medianamente humana, donde pueden anidar malos pensamientos, malas ideas y, en fin, aquello que nos puede hacer naufragar. Podemos decir, entonces, que lo que en el cerebro vive puede llevarnos al definitivo Reino de Dios y al infierno de Satanás.

Podemos decir, al respecto de esto, que vivimos no sólo de lo que, de nuestra propia cosecha, hacemos sino, también, de lo que los demás influyen en nosotros. Así, de una mala práctica llevada a nuestro cerebro puede derivarse un mal hacer y, en consecuencia, una mirada hacia la fosa de la que tanto escribió el salmista.

No podemos, por lo tanto, con aquello que escribimos no debemos manchar, por ejemplo, la buena fama de nadie porque será difícil restaurarla pues cuando se ha sembrado cizaña es más que seguro que fructifique tan mala hierba. Tampoco deberíamos afear la conducta de nadie sin antes darnos cuenta de la nuestra y, aquí, recordar aquello de la viga en el ojo propio nos vendría muy bien antes de…

En realidad, bastaría con tener en cuenta al prójimo en su misma dignidad para no malgastar el tiempo de quien lee a sabiendas de que se está causando daño. La verdad ha de relucir siempre y no ha de dejarse vencer por la conveniencia.

Dice Lolo que las salpicaduras en los cerebros nunca se curan y es, esto, bien cierto, porque el daño causado o que se puede causar si acaba cediendo la verdad a lo leído o escuchado, puede ser irremediable.

Y, sin embargo, hay remedio a toda esta retahíla de formas de provocar en el prójimo desazón o desasosiego: basta con recordar que Dios también lo quiere. Al fin y al cabo el segarse la mano antes de causar daño no es más que el recuerdo de aquella necesidad de cortarse la mano si te hace caer en la tentación, o quitarse el ojo o, en fin, una muestra más de que la petición que hacemos en el Padre Nuestro acerca de que Dios no nos deje caer en la tentación tiene, para nosotros, más vigencia que nunca.

Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, ruega por nosotros.

Eleuterio Fernández Guzmán