10.07.12

Un amigo de Lolo - El milagro del ser humano

A las 12:17 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Un amigo de Lolo

Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Manuel Lozano Garrido

Presentación

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

El milagro del ser humano

Cada segundo de la vida humana supone un milagro, muchos milagros
Manuel Lozano Garrido, Lolo
Bien venido, amor (80)

La Providencia de Dios y el sentido que de la misma se tiene desde un punto de vista cristiano, aquí, católico, debería ser motivo grande de preocupación por lo que supone preterirla en nuestras acciones, tenerla como no puesta en nuestra vida y, en fin, haciendo como si se tratase de una realidad de la que podemos prescindir.

Dios, que lo creó todo y todo lo mantiene, ni está alejado de su Creación ni, por lo tanto, la ha dejado de su mano para que, aunque con libertad donada, haga lo que le venga en gana olvidándolo. Es bien cierto que, como las hojas de los árboles, cualquier viento de doctrina puede movernos de un lado a otro pero siempre, siempre, sabemos que tenemos a Dios a la espera de nuestro regreso a su Reino.

Sabemos, sin embargo y a pesar de lo que podemos hacer desde un punto de vista egoísta, que Dios sabe lo que a cada cual nos conviene y que, por ejemplo, no siempre obtenemos lo que pedimos en la oración porque es más que probable que una cosa sea lo que queremos y otra, muy distinta, lo que de verdad nos conviene.

Confiamos, pues, en la Providencia de Dios porque sabemos que el Creador es bueno y es justo y que tal bondad y tal justicia ha de ser el escabel sobre el que remontemos nuestra existencia y miremos, con ansia de anhelo, su definitivo Reino. Y confiamos de tal manera que todo el sufrimiento que nos pudiera afectar y todas las tribulaciones por las que pasamos las tenemos como parte de una existencia gozosa que nos trae, de manera indefectible, el amor del Padre y nos llena el corazón de su Misericordia y de su Justicia.

En muchas ocasiones no sabemos, exactamente, a qué atenernos con la Providencia. ¿Dios siempre nos mira y provee lo que nos hace falta?

Si por falta de fe o porque las circunstancias de la vida nos han llevado por caminos equivocados no encontramos cerca de nosotros la mano de Dios es más que probable que nos dejemos llevar por la desesperanza. Así, en un revés de la vida o, simplemente, en una situación difícil de enfermedad que nos merme mucho nuestras donadas capacidades humanas, nos puede acometer algún diablo, sea sobrino o no de Satanás como bien diría C.S. Lewis, que nos impela a creer que Dios, en realidad, poco hace por nosotros y que lo mejor es que no las ventilemos nosotros mismos como podamos pues en una ocasión ya lejana quiso que fuéramos como Dios y trató de engañar a aquellos inocentes primeros seres humanos.

La desesperanza, antípodas de la creencia en la Providencia de Dios, puede, entonces, apoderarse de nuestro corazón. Ya nada es seguro y nada de lo que hacemos lo llevamos a cabo en la seguridad de estar haciendo bien las cosas. Se apodera de nosotros, por así decirlo, una hiedra de olvido de Dios que, poco a poco, va llenando con sus infectadas hojas nuestro corazón y va deshilachando la sutil unión que nos mantiene unidos al Creador y perpetra, en nosotros, el más terrible de los atentados del Mal: no considerarnos, ya, hijos del Todopoderoso.

Y, sin embargo, bien sabemos (por experiencia, seguro) que cada momento que pasa, cada pensamiento que tenemos y cada hacer y ser que hacemos y somos se lo debemos a Dios y a su santa Providencia. Dar gracias, entonces, se debería convertir en el más lógico y normal comportamiento de cada uno de nosotros, hijos de Quien quiso que así fuéramos y no de otra forma.

Y, en efecto, todo es milagroso. Desde el mismo momento en el que nos damos cuenta que Dios nos ha otorgado otro día más de vida hasta que, con el paso de los diversos instantes que componen nuestra existencia, refrendamos que sí, que el Creador nos ama y nos permite, pues todo lo mantiene desde que lo creó, agradecerle, una vez más, cada don y cada talento que, Ay!, a veces no hacemos rendir por miedo, por vergüenza o, simplemente, porque no nos consideramos dignos de ser lo que debemos ser.

Cuando somos excesivamente adámicos y nos comportamos como seres de carne donde no prevalece el espíritu estamos a un paso de abandonar a Dios y a su Providencia. Somos, en efecto, de carne pero ¡qué somos sin el componente espiritual de nuestra existencia!

Yo diría, simplemente, y al respecto de la Providencia de Dios que todo lo hace con un ansia de ver, en nosotros, una imagen suya y una semejanza suya. ¿Y nosotros? Bastaría, simplemente, con que tratáramos de corresponderle porque creer es tener como bueno y benéfico todo lo que Dios hace por y para nosotros, culminación de la Creación que quiso llevar a cabo.

Así amamos a Dios; así somos hijos suyos y así, por ejemplo, a la voz de Dios “Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré” (Gen 12,1), Abrahám abandonó su tierra para ir tras la Palabra de Dios y se sometió a su Providencia. Y es el Padre de los creyentes.

Amamos, pues, a Dios sobre todas las cosas si nos abandonamos a su Providencia porque el Creador, que nos creó, mantiene nuestra creación en el día de ahora mismo de cada uno de nosotros. Y porque creemos en su Amor sabemos que el mismo nunca nos abandona y, por lo tanto, la desesperación no cabe en la vida de un hijo de Dios.

Y es aquí donde podemos decir, con Santa Teresa:

Dadme muerte, dadme vida,
dad salud, o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz cumplida,
flaqueza o fuerza a mi vida,
que a todo diré que sí.
¿Qué queréis hacer de mí?
Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Si queréis, dadme oración,
si no, dadme sequedad,
si abundancia o devoción,
y si no esterilidad.
Soberana Majestad,
sólo hallo paz aquí.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Vuestra soy, para Vos nací.
¿Qué mandáis hacer de mí?

Amén, amén y amén.

Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, ruega por nosotros.

Eleuterio Fernández Guzmán