19.07.12

 

En Ur vivía un buen hombre al que un día el Señor le dijo: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Gen 12,1). Y ese hombre, que se llamaba Abram, obedeció a la voz del Altísimo y comenzó un camino que le convirtió en el padre de la fe, en padre de muchos pueblos (por eso pasó a llamarse Abraham).

Lo que ocurrió hace 35 siglos, sigue dándose hoy, en pleno siglo XXI. Dios llama a quien quiere y el hombre, por gracia, puede responder a su llamado o seguir una senda diferente. La localidad cordobesa de Zuheros no es Ur y la hermana Carmen y la hermana Felisa no son Abraham y Sara, pero ambas han sido igual de sensibles a la voluntad de Dios para sus vidas, emprendiendo un camino de consagración a Cristo.

A veces cumplir lo que Dios quiere no es fácil. Sobre todo si la voluntad divina entra en contradicción con lo que quieren para nosotros nuestros seres queridos. Muchos son los sacerdotes, religiosos y religiosas que han tenido en contra la voluntad de sus familiares más cercanos a la hora de dar un paso adelante y decir sí a la vocación que el Señor ha puesto en su alma. Por lo general, los padres aceptan bien que sus hijos cumplan aquello de “dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer” (Gen 2,24), pero cuando el destino de la unión es Dios mismo, la cosa puede no ser tan fácil. No se me entienda mal. Sé que muchos padres aceptan bien que sus hijos se consagren. No hablo de ellos en este post excepto para asegurarles que su buena disposición será recompensada desde lo alto. Ellos entienden quizás mejor que nadie lo que vivió la Virgen María cuando vio que su Hijo entregaba su vida al servicio de todos.

Fue el propio Jesucristo quien dejó bien clara cuál ha de ser la prioridad cuando entran en conflicto la voluntad de Dios y la de unos padres que no aceptan que sus hijos decidan servir a Dios a tiempo completo: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37). El primer mandamiento es absoluto. Amar a Dios por encima de todas las cosas no admite excepciones.

Carmen y Felisa viven hoy una especie de contradicción. Por una parte, disfrutan de la felicidad de entregar sus vidas a Cristo. Por otra, sufren la cruz del rechazo de sus padres. Pero si perseveran por gracia, el dolor y las lágrimas por esa separación dolorosa, por esa oposición paterna, traerá fruto. Es muy probable que finalmente esos padres, hoy renuentes, acaben aceptando que la felicidad de sus hijas consiste precisamente en servir al Señor. Y mal padre es aquel que no quiere lo mejor para sus hijos.

La Iglesia, como no puede ser de otra forma, debe de acoger y alimentar toda vocación a la vida religiosa. En un país donde la sociedad parece aceptar que una menor pueda abortar sin consentimiento paterno, hay quien ataca a la Iglesia por ayudar a unas jóvenes mayores de edad a que cumplan la voluntad de Dios. Es hasta cierto punto comprensible que un padre no quiera que su hija se meta a monja. No es comprensible que todo un pueblo, o al menos una parte importante del mismo, la emprenda contra el sacerdote, el obispo y los fieles que acompañan a esa hija en el camino de consagración a Dios. Y muchísmo menos se puede aceptar que una Hermandad católica sea puesta al servicio de los que quieren poner palos en la rueda de la vocación de esas muchachas.

Nos toca rezar, y mucho, por Carmen y Felisa. Su tierra prometida es Cristo mismo. Para ellas no es tiempo de echar la mirada atrás para ver qué ocurre en Sodoma. No es tiempo de acobardarse ante los muros de Jericó. Es tiempo de afirmarse aun más en la gracia que han recibido. Pidamos al Señor que les conceda gracia sobre gracia para que puedan convertirse en fieles siervas suyas. Sea así para mayor gloria de Dios Padre.

Carmen, Felisa, estamos con vosotras. Os necesitamos al lado de nuestro Salvador, siguiendo sus pasos. No os dejaremos solas. Aquel que ha empezado la obra en vuestras vidas, será fiel para llevarla a término.

Luis Fernando Pérez Bustamante