Pisar palabras del cielo

 

Dos casos lamentables sucedidos en estos últimos tiempos. Lamentables por su falta de respeto a los libros sagrados para los creyentes.

24/07/12 9:48 AM


No recuerdo si lo leí en algún libro o se lo escuché a un profesor. Pero en mi memoria está la impresión que me causó el descubrimiento de un invento que tenían los judíos: la geniza. Se trataba de un lugar en la sinagoga donde se depositaban los escritos que contenían el santo nombre de Dios y que ya estaban gastados o en desuso. El respeto hebreo por el tetragrammaton (las cuatro letras YHWH) era tal que –creo recordar– las cartas y los contratos, y hasta los manuscritos heréticos o blasfemos se guardaban en la geniza, y cuando el depósito se llenaba, se quemaban los libros y se enterraban. Todo este proceso se debía a la reverencia debida al nombre divino, y a la intención de evitar cualquier trato indigno a un texto que lo contuviera. En algunos lugares el hallazgo de una geniza quizás olvidada –y, por ello, sin pasar por el fuego ni el enterramiento– ha supuesto un importante hito arqueológico, al proporcionar textos que, de otra manera, habrían desaparecido y no podríamos conocer ni estudiar.

Como señalaba antes, todo esto me impresionó, e incluso me llegó a conmover, al ver hasta dónde había llegado el respeto no sólo a los textos sagrados, sino a cualquier libro o material con el nombre de Dios escrito. Por desgracia, en la historia los hombres hemos tenido la mala costumbre de ir por caminos muy lejanos a la costumbre respetuosa judía, y por eso nos hemos dedicado a quemar libros, del tipo que fueran, y por las razones más variopintas, aunque casi siempre se aplicaba el fuego a todo escrito que dijera algo distinto a lo que el portador de la antorcha pensaba. Es verdad que habrá libros que hayan hecho mucho daño al ser humano. Pero la maldad se debe al autor, y no al material escrito, que al destruirse hace que se pierda parte de la memoria de la humanidad. Como ilustración de lo terrible que resulta, ahí está la novela Fahrenheit 451, escrita en los años 50 por Ray Bradbury. Una conocida distopía en la que, en resumen, se queman los libros porque leer impediría ser felices, según el poder establecido, que no quiere hombres que lean para ser libres.

Y todo esto, se preguntarán, ¿a qué viene? A unas imágenes divulgadas hace unos días por los medios de comunicación, en las que se veía a un diputado israelí, Michael Ben Ari, rompiendo ante un fotógrafo un ejemplar del Nuevo Testamento que acto seguido arrojó a la basura. Resulta que la Sociedad Bíblica de Israel, institución evangélica que difunde la Palabra de Dios –como lo hacen sus 145 entidades hermanas por todo el mundo–, había regalado a los congresistas de Israel una copia del Nuevo Testamento en hebreo. El miembro del partido sionista radical Unión Nacional no tuvo otra manera mejor de mostrar que consideraba el detalle «una provocación inaceptable». ¿Pensó acaso que se trataba de un acto retorcido de proselitismo sazonado de antisemitismo? Seguramente, obcecado por su fundamentalismo religioso. Porque la intención del regalo era bien clara, y nada esotérica: «Nos complace ofrecer este libro que ilumina las Sagradas Escrituras y ayuda a comprender el vínculo entre la Torah y el Nuevo Testamento», decía la carta de presentación firmada por el presidente de la Sociedad Bíblica israelí.

Ante estas palabras respetuosas del cristiano presentando el libro, el diputado de la Kneset (Parlamento israelí) contestó con otras que suponen un buen pie de foto para su acto destructor: «Este libro abominable promovió el asesinato de millones de judíos durante la inquisición y los autos de fe. Esta es una provocación misionera horrible de parte de la Iglesia. No hay duda de que este libro y los que lo enviaron pertenecen a la basura de la historia». Creo que estas palabras no merecen mayor comentario, llenas como están de resentimiento y de desprecio. En su biografía podemos encontrar unas declaraciones semejantes dedicadas a Benedicto XVI cuando visitó Israel. Y otros datos curiosos, como que Estados Unidos le ha negado el visado para viajar allí por algunos episodios de tinte racista contra los árabes (y convendrán conmigo en que el país de las barras y las estrellas no es precisamente el mayor defensor de la causa palestina).

Inevitablemente, este suceso intolerante y fanático me recordó a uno que sucedió el año pasado, cuando el pastor evangélico Terry Jones (de Gainsville, Florida) quemó un ejemplar del Corán. Este ministro de un grupo pentecostal denominado Dove World Outreach comparte su nombre con el célebre actor galés miembro de los Monty Python –el que hacía de madre del protagonista en La vida de Brian– pero sus acciones no hicieron ninguna gracia. Fue el centro de la noticia desde que en 2010 anunciara su intención de quemar las páginas del libro sagrado musulmán. Dijo que el 11 de septiembre de ese año prendería fuego al Corán –declarando esa jornada como «el día internacional de la quema del Corán»– y levantó así un gran revuelo en todo el mundo.

El rechazo a la propuesta de Jones fue inmediato, tanto en medios políticos como religiosos. Pero mucho me temo que se debió más al temor a las consecuencias que a un sincero respeto del islam como religión. Si no, basta con recordar las discusiones en Occidente en torno a la oportunidad o no de las caricaturas danesas en la órbita de dos derechos humanos: la libertad religiosa y la libertad de prensa. Pasó la fecha y el pastor de Gainsville no encendió mechero alguno, pero más adelante montó una ficción de juicio en el que procesó al Corán. ¿Adivinan el veredicto? Culpable, por supuesto, y con la aplicación de la pena capital que corresponde a los libros: el fuego. Esto sucedió en marzo de 2011 y, para su difusión, se grabó en vídeo y se colgó en Internet.

Dos casos lamentables sucedidos en estos últimos tiempos. Lamentables por su falta de respeto a los libros sagrados para los creyentes. Y más lamentables todavía por suceder entre los que formamos parte de las tres grandes tradiciones monoteístas, y que reclamamos la paternidad compartida de Abrahán, modelo de fe en el único Dios. Nos llaman precisamente «las religiones del libro» –aunque en el caso del cristianismo no se trata de una expresión afortunada por ocupar el lugar central la Palabra encarnada, que no es un libro, sino una persona, Jesucristo–, y parece que los brotes fundamentalistas van a atentar contra algo tan importante.

El Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, organismo del Vaticano para estos asuntos, sacó en su día un comunicado en el que afirmaba que se trataba de «un gesto de grave ultraje al libro considerado sagrado por una comunidad religiosa». Por un mínimo respeto a la dignidad de las personas, que incluye su libertad de creencia y de culto. Y por las declaraciones que han hecho repetidas veces los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, excluyendo la violencia de todo sentimiento religioso verdadero, y condenando con duras palabras el fanatismo y el mal disfrazados de religión. Ésta debe ser la reacción de todo creyente. Que, si cabe, ha de ser más autoexigente en esta materia que cualquier persona que se encuentre fuera de la órbita de las tres confesiones monoteístas.

Por eso me extrañan algunas reacciones que se han dado a uno y otro suceso, que caen en el infantil «y tú más», y que amenazan con respuestas a la misma altura moral, y que comparan unos libros con otros y que se preguntan qué pasaría si el libro quemado fuera uno u otro, o el incendiario fuera tal o cual persona. Todas estas cosas sobran. En tiempos en los que siguen vivos episodios concretos y corrientes organizadas de cristianofobia, judeofobia e islamofobia, es muy triste que los propios creyentes –o los que dicen serlo, enmascarando con la fe posiciones ideológicas muy concretas– entremos en este juego de la ofensa. Creemos, unos y otros, en un Dios que se ha revelado al hombre y cuyas palabras han quedado escritas en libros humanos a los que, de una manera u otra, veneramos.

En el Talmud de Babilonia (tratado sobre el Shabbath, folio 115a) leemos una frase que a su vez se toma de la Misná, y que dice lo siguiente: «todos los escritos sagrados deben salvarse del fuego». Es el soporte teológico de la geniza, ese gran invento que uno echa de menos cuando asiste a carnavaladas intolerantes como las comentadas. No obstante, desde el punto de vista religioso resulta de necios destruir libros que nos remiten a una realidad que está muy por encima de nosotros, y que en el fondo es algo así como querer quemar palabras que han prendido un fuego que no se apaga en el interior de muchos hombres, o como querer levantar el pie para pisar palabras que vienen del cielo.

 

Luis Santamaría del Río, sacerdote