15.08.12

Y María fue elevada a los cielos

A las 12:49 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Apostolado Laico - Comentarios de Precepto
Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Los católicos tenemos una devoción muy especial por aquella joven que, un día, se vio en la tesitura de tener que responder al Ángel Gabriel si aceptaba o no aquello que le estaba proponiendo. No obligaba a la hija de Joaquín y de Ana a decir que sí a los halagos que le hacía aquel especial enviado de Dios.

María tuvo que pasar por una difícil situación porque no era de esperar, humanamente hablando, que sin haber conocido sexualmente varón alguno, pudiera dar a luz a un niño que, además, ya tenía nombre y que era Emmanuel, Dios entre nosotros.

Suponemos, por ser reacción humana, que se detuvo un instante para pensar qué hacer. Pero sabemos, a verdad cierta, que respondió sí y que, con aquel Fiat tan especial y tan franco aseguró para la humanidad una salvación eterna que, con su hacer, había, ciertamente, perdido.

Aquella joven, pues, que más tarde sería conocida como la esposa del carpintero José y la madre de un niño que jugaba entre los suyos, llevó una vida que, cumpliendo a rajatabla lo que le dijera el anciano Simeón, estuvo atravesada por más de una espada que le atravesó su corazón de madre.

Era de esperar que, de parte de Dios, tuviera una especial atención por quien quiso que bajara al mundo para hacer posible lo que el hombre, con sus propias fuerzas, no podía hacer y, ni siquiera, ser capaz de imaginar.

Aquella mujer, a lo largo de su vida, supo decir, en cada momento, lo que convenía. Es bien cierto que en pocas ocasiones se le escucha hablar pero si nos ceñimos, tan sólo a aquel “Fiat”, aquel “He aquí la esclava del Señor” o aquel “haced lo que Él os diga” de las bodas de Caná, no podemos negar que nunca se dijo y se hizo tan poco con tan escasas palabras o con algunas más cuando, ante el gozo de su prima Isabel al recibirla, proclama al Magnificat.

María vive y María sufre con Jesús y a Jesús lo acompaña, a los pies de su cruz, en el terrible momento del final de su Pasión. Y María, lo que la hace más grande, sabe qué va a pasar y, a pesar de eso, acepta lo que tiene que ser el cumplimiento de la voluntad de Dios. María es fiel y ama lo que el Creador quiere como gran mujer de oración que era antes de aceptar cumplir con su papel de Madre de Dios y como lo será a lo largo de su vida e, incluso (más entonces) cuando los apóstoles están escondidos por miedo a los judíos y, allí donde están oran en compañía de la Madre.

Por eso, la Madre de Dios y Madre nuestra no podía, como el resto de los mortales, pues tenía méritos más que suficientes, sufrir la espera corrupción de la tumba o del sepulcro. Durmió y, por deseo gozoso de Dios, fue elevada a los cielos en cuerpo y alma donde se encuentra para interceder por nosotros como todo lo que es y que bien proclamamos en el Santo Rosario.

Es lógico, por otra parte que, en muchas ocasiones, se piense acerca de qué habría sido de la vida del ser humano de no haber pecado Adán y Eva. ¿No moriría ningún hombre? ¿Habríamos cabido todos en la Tierra de ser así?

En respuesta a esto, bien podemos pensar que estando la Virgen María libre del pecado original (fue concebida sin el mismo) y viendo cómo fue su Asunción a los cielos, bien podemos decir que dejaríamos este mundo de una forma parecida pues tampoco estaríamos aquejados de aquel acto pecaminoso de nuestros Primeros Padres.

Y eso, se diga lo que se diga, es una afirmación rotunda de la misericordia de Dios hacia nosotros que pone como ejemplo una vida tan virtuosa como la de María, una joven judía que supo aceptar y querer, amar y esperar, lo que el Creador quiso de ella.

Eleuterio Fernández Guzmán