18.08.12

Obispos y sacerdotes en el nuevo mundo

A las 3:55 PM, por Alberto Royo
Categorías : América

CLAROS Y OSCUROS EN EL CLERO DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

 

Son abundantes los estudios históricos acerca de muchas de las personalidades más relevantes del episcopado americano en el periodo español o de las mismas diócesis interesadas, pero ante una impresión de conjunto podemos resumir algunas ideas, en las que en general coinciden historiadores y tratadistas. El episcopado hispanoamericano de la época colonial, en general, es digno, religioso, celoso de las almas, de su clero y de la Iglesia, y contribuye apreciablemente a la buena marcha de los asuntos eclesiásticos y civiles. Algunos descuellan por su cultura, erudición, formación teológica o jurídica, por su amor a las artes y ciencias, y aun desempeñan cargos civiles.

Una buena parte, especialmente durante los primeros tiempos, proviene de las órdenes religiosas, cuya reforma, donde hizo falta, había sido ya acometida oportunamente en España desde los tiempos de los Reyes Católicos, y se perfecciona durante la restauración católica que siguió al concilio de Trento. Era muy frecuente que el presentado para el episcopado hubiese ido directamente a Indias antes de haber recibido las bulas, y allí, a instancias del Consejo de Indias y del rey, que “rogaba y encargaba” al cabildo catedral correspondiente a que le aceptaran como subdelegado suyo mientras llegaban las bulas pontificias, gobernaba la diócesis hasta que pudiera ser consagrado obispo. Era una de las curiosidades del ejercicio del Patronato.

Se le entregaba una copia del real patronato para que lo cumpliera con exactitud. Basta ver el índice del libro primero de la Recopilación de Indias, dedicado todo él a asuntos religiosos, para caer en la cuenta de la parte tan importante que dedica la legislación a lo relacionado con el episcopado, y de la manera de introducirse en cuestiones eclesiásticas, en algunas de ellas de modo exclusivo, de la autoridad civil. Consejos, exhortaciones, órdenes, aun amenazas, aunque en lenguaje generalmente mesurado, todo entra en aquellas leyes.

En Nueva España, por ejemplo, descollaron durante el siglo XVI tres insignes obispos: Don fray Juan de Zumarraga, don Pedro Moya de Contreras y don Vasco de Quiroga; en Méjico, los dos primeros; el tercero, en Michoacán. Los demás no fueron en conjunto de tanta altura. No conocían demasiado las lenguas indígenas y a algunos les acusan de ser influidos por sus parientes o de promover pleitos. Durante el siglo XVII, el episcopado mejicano, tal vez mas uniforme fuera de pocas excepciones, parece más mediocre, no reúne concilios a pesar de los deseos manifestados por Felipe III en 1621, se acomodan más al patronato (tal vez por haberse ya impuesto la costumbre), tienen choques con algunos virreyes por interpretaciones del patronato, edifican catedrales y templos y puede decirse que son dignos del honor que reciben del pueblo cristiano. Las cosas se han estabilizado más y no hay tantos choques. Veinticuatro de ellos han nacido en América, la mayoría en México, proporción bastante elevada para aquellos tiempos. Algo parecido puede decirse de los del siglo XVIII, de los que cuatro fueron virreyes durante algún tiempo. A veces aparecen con demasiado fasto, dan muestras de servilismo ante el poder, tienen más comunicación con Roma, enviando sus relaciones “ad limina”.

Con sus defectos y todo, aquel episcopado fue asentando el catolicismo mejicano, creando sus instituciones benéficas y docentes, algunos seminarios, asentando la vida parroquial, incorporando a la vida eclesiástica las regiones de indios que iban siendo más evangelizadas, y asegurando la fe y la piedad en el territorio. Una de las calamidades de aquel periodo en la cuestión episcopal fueron las largas vacantes, que si tienen una excusa relativa por las distancias, no se justifican en tanto grado casi nunca. Se calculan, en un periodo de ochenta años, para el arzobispado de México unos cuarenta y seis años de sede vacante, treinta y nueve para la sede de Chiapas, treinta y cinco para la de Michoacán, treinta para la de Yucatán, treinta y dos para la de Guadalajara, veintinueve para la de Oaxaca, trece para la de Puebla y quince para la de Durango. Son números, a todas luces, excesivos, sobre todo México y Chiapas. Y no puede negarse que muchas veces intervenía el interés material en prolongarlas, pues los frutos o iban al monarca o este los asignaba al cabildo o a otra entidad o persona.

Con el paso del tiempo, estas vacantes tan escandalosas se van haciendo más raras, entre otras cosas por el mayor número de candidatos bien preparados. Es evidente que la formación clerical mejora con los siglos, de modo que en el XVII y en el XVIII hay mas abundancia de eclesiásticos escritores y eruditos. Había mas colegios y mejor dotados, y se iniciaban los seminarios y universidades propias.

Lo que decimos de México se puede decir en su tanto del Perú y otras regiones sudamericanas. También allí hubo algunos grandes prelados en el siglo XVI, desde fray Jeronimo de Loaysa, 0. P., primer arzobispo de Lima, y especialmente Santo Toribio de Mogrovejo (1581-1606), personaje excepcional en la galería de grandes obispos y probablemente de primero entre los hispanoamericanos, distinguiéndole, además de su santidad y celo por las almas, especialmente de sus indios, de los que confirmó centenares de millares, su comunicación directa con Roma, dando un ejemplo de romanidad tan característico como el de su lealtad a las autoridades, pero con un escrupuloso e independiente criterio de obediencia a las leyes eclesiásticas generales.

Las características episcopales son las mismas indicadas para la Nueva España, encontrándonos con los mismos pleitos, los mismos roces patronales, el mismo boato circunstancial, las mismas construcciones y favor a las ciencias o artes.De especial importancia para el gobierno de las diócesis era el cabildo de los canónigos, que celebraba reunión dos veces por semana y era el consejero nato del obispo. Contribuía, además, en el coro al esplendor del culto divino catedralicio. Al principio costó instaurar la vida capitular plena, como no es de extrañar; hubo casos de capitulares duramente juzgados por Zumarraga y otros prelados, aunque parece que en el siglo XVII, y más en el XVIII, fueron mejorando las cosas. Pueden verse detalles muy curiosos en los informes publicados por los historiadores. Se destinaba la cuarta parte de los diezmos a los capítulos catedralicios. Por lo demás, no es necesario insistir en los muchos personajes que dejaron fama de virtud y buenas obras entre los miembros capitulares de Indias, disminuyendo los pleitos y su gravedad al pasar el tiempo.

Sobre el clero secular, hay que recordar que Algunos historiadores se han dedicado a la historia del clero secular en Hispanoamérica, tan necesaria para comprender la labor de la Iglesia en general, que tiende a estar regentada por él de forma ordinaria en cuanto una región tiene ya los elementos necesarios para una vida religiosa normal y continuada. Según el padre Cuevas, el dia 16 de agosto de 1541 se proveyó la institución de las parroquias por el dominico fray Garcia de Loaysa, gobernador del reino durante la ausencia del emperador. Pronto vinieron sacerdotes seculares a las diversas regiones americanas, reconstituyendo más allá de los mares el espectáculo de un clero numeroso, no siempre bien formado (a veces con deseo de volver pronto de Indias), provisto de capellanías y prebendas, que se contemplaban en España. Pero entre ellos habla otros muchos que eran el verdadero nervio de la conservación de la fe en pueblos y ciudades, ayudados por los religiosos.

Muchas de las primeras experiencias del clero secular americano no fueron felices desde el punto de vista espiritual. Hay que acha¬carlo a la novedad de las circunstancias, al aislamiento inicial, a los ejemplos vistos, al deseo de regresar pronto con qué vivir en España y a la escasa formación intelectual y ascética de muchos de ellos. A medida que la cristiandad se fue estabilizando mejoraron también las condiciones del clero, y mucho más cuando, como uno de los mejores frutos de la restauración católica tridentina, se iniciaron los seminarios, se fundaron colegios y la Universidad misma mejoro enseñanza y medios de cultura. Los obispos Zumárraga, Hoja-Castro de Puebla, el virrey Men¬doza, los concilios mejicanos y limenses, nos dan muestras y pruebas de esas afirmaciones, con frases a veces fuertes y por las razones indicadas. Pero no hay que olvidar nunca el otro lado, que también aparece vigoroso y cada vez mas pujante y lozano.

Ya en 1575 había ciento cincuenta y ocho clérigos en la archidiócesis de Mejico. Llama la atención que ya entonces se cuenten entre ellos setenta y ocho del país, junto a setenta y uno peninsulares y nueve extranjeros. En toda Nueva España habría a fines del siglo XVI unas cuatrocientas setenta parroquias, muchas de ellas regidas por religiosos. En la querella con el clero religioso acerca de sus privilegios y del traspaso de sus parroquias al clero secular, un provincial franciscano, en respuesta a diversas acusaciones de sus contrincantes, les desafía ante el rey a presentar uno solo que haya escrito una cartilla, que sepa lenguas, que confiese sin interpretes, mientras que ellos tienen cinco estudios (dos de gramática, dos de artes y uno de teología). A medida que fue habiendo mas clero natural del país, especialmente mestizo y aun indio, con el tiempo fue desapareciendo la dificultad de las lenguas, mejorando la formación y el ejemplo de vida.

Los colegios de la Compañía de Jesús contribuyeron a lo mismo, pues muchos de los futuros sacerdotes habían recibido en ellos su primera formación y conocido entonces su vocación sacerdotal. Así se explica que en el siglo XVII ya empiezan a florecer congregaciones de sacerdotes seculares, con reglamentos aptos para llevar una vida ejemplar y apostólica. Mientras que otros, no pocos salidos de las órdenes religiosas, daban que hacer a la Inquisición. Durante el siglo XVIII se nota más el aumento numérico de las parroquias y el paso paulatino de muchas de ellas al clero secular, en especial en las regiones septentrionales. Asi, en 1755 se contaban 844 parroquias, correspondiendo 202 al arzobispado de México y 150 al obispado de Puebla, las dos diócesis mejor provistas.

Se ha hablado no pocas veces de las riquezas de este clero. Habría algunas parroquias mejor provistas por diversos motivos. Con todo, véase lo que dice la relación de la visita “ad limina”, firmada el 20 de junio de 1767 y enviada a Roma por el arzobis¬po don Manuel Rubio y Salinas: “Las iglesias parroquiales de la diócesis, que por todas son doscientas dos, como no reciben parte ninguna de los diezmos ni tienen haciendas o réditos, viven tan solamente de limosnas eventuales, y, siendo la mayor parte de ellas tan exiguas, no hay esperanza de que su pobreza se remedie”.

Los prelados de grandes sedes, muchas dignidades catedralicias y diversos beneficiados gozaban de mejores entradas, pero tampoco les faltaban deducciones y cargas, que restaban no poco a los números escuetos. De todos estos números y relaciones va saliendo una lista de clérigos beneméritos de la oscuridad en que yacía y dándose a conocer en diversas historias o escritos con sus virtudes y buenas obras que contradicen los estereotipos negativos que con frecuencia nos ha transmitido una cierta leyenda negra.

Si nos fijamos un poco en el Perú, veremos que la situación numérica del clero era plenamente satisfactoria en muchas partes, contra lo que se observa hoy día en proporciones casi trágicas. El virrey Gil y Lemos hizo el censo del Perú en 1792, y para la actual república, más o menos, se dan los datos siguientes: 1.076.122 habitantes en 7 intendencias, 54 partidos, 483 doctrinas y 977 anexos. La archidiócesis de Lima, según los datos de don Cosme Bueno, tenia 355.739 habitantes en 139 curatos. La capital, Lima, 52.627 ha¬bitantes. Según la Guía política, eclesiástica y militar del virreinato, tenía la archidiócesis, en 1797, 153 curatos y 161 párrocos. Solo en Lima se contaban 36 beneficiados. El clero secular se componía en total de 660 individuos en la archidiócesis; es decir, uno para cada 510 habitantes. Y este clero, según manifestaciones del historiador Vargas Ugarte “en su mayor parte estaba formado… por nativos, así fueran criollos, mestizos y aun indígenas, pues por este tiempo ya algunos de ellos habían llegado a recibir las ordenes sagradas”.

Desde otro punto de vista, de su posición social dentro de aquellas nuevas sociedades políticas en formación, darán idea estos datos escuetos referentes a la Argentina: En el momento de la independencia, la importancia numérica, cultural y espiritual del clero era extraordinaria. El 22 de mayo de 1810, en el cabildo abierto de Buenos Aires, del que salió el primer gobierno nacional, había veintidós sacerdotes. En el primer parlamento convocado en 1812, de treinta y tres diputados eran quince los eclesiásticos. En el congreso de Tucumán de 1816, que aprobó la independencia, de veintinueve congresistas, los sacerdotes formaban la mayoría con dieciséis. La fórmula de la independencia fue redactada por el presbítero Antonio Sáenz y firmada por otro presbitero, Castro Barros, como presidente. Otro sacerdote firmó en 1814 el decreto sobre la bandera argentina, mientras que la primera constitución, de 1819, está firmada por nueve eclesiásticos, siendo su autor el famoso deán Funes. Datos semejantes, si no siempre tan importantes numéricamente, se dieron en México y en otras de las nuevas repúblicas.