3.09.12

Martini, Ratzinger y el Cónclave de 2005

A las 6:15 PM, por Andrés Beltramo
Categorías : El Vaticano

No se equivocaron los cardenales que vieron a su hermano Carlo Maria Martini entrar a la Capilla Sixtina apoyado en un bastón y evitaron darle su voto en la elección del futuro Papa. Corría el 18 de abril de 2005 y los purpurados se aprestaban a ingresar al Cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II. El entonces arzobispo emérito de Milán residía en Jerusalén y desde hacía nueve años combatía el mal de Parkinson, la misma enfermedad que acabó con Karol Wojtyla. En esas condiciones era prácticamente inelegible, salvo para nueve de sus colegas.

Nueve fue la cifra de sufragios que recibió el “emblema del progresismo” en la primera ronda de votaciones de aquel Cónclave. Fue su número máximo de adhesiones porque aquellos que, por años, vieron en Martini un futuro Papa “liberal” debieron inmediatamente rendirse ante los hechos. Su avanzada edad y su frágil salud lo sacaron inmediatamente de la carrera sucesoria. Al mismo tiempo el ascenso de Ratzinger al pontificado fue prácticamente imparable. Mientras tanto los votos “martinianos” se sumaron temporalmente a otros en torno al arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, quien rozó los 40 antes de ceder definitivamente al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la cuarta elección.

Esta es la reconstrucción más aceptada en los ambientes vaticanos sobre lo ocurrido en un Cónclave del cual, teóricamente, no debió filtrarse nada a causa del secreto pontificio. Pero se filtró. Ahora, más de siete años después de aquella elección, quedan claras varias cosas. La más importante: de haber elegido a Martini su pontificado habría sido corto y su convalecencia casi como la de Wojtyla. No habría tenido la fuerza física para afrontar las turbulencias que le han tocado, en cambio, a Benedicto XVI.

Hoy, el día del último adiós del recordado arzobispo de Milán –que falleció el viernes y recibió el homenaje de unas 200 mil personas en su capilla ardiente-, resulta irresistible preguntarse qué habría sido de la Iglesia y la Santa Sede de haber sido elegido como obispo de Roma el cardenal jesuita. ¿Qué habría sido de Marcial Maciel y los Legionarios de Cristo? ¿Cómo habría afrontado el escándalo de los sacerdotes culpables de abusos sexuales contra menores? ¿Habría sido capaz de ordenar la reforma del “banco vaticano” y estipular la transparencia financiera? ¿Cómo habría gestionado los problemas más acuciantes en la curia? ¿En qué manera le hubiera afectado el “vatileaks”?

Más allá de los hubiera, una cosa es cierta: Martini no era un “progresista cualquiera”. Era un cardenal de gran espesor doctrinal y espiritual, a menudo utilizado e instrumentalizado en batallas curiales de mucho menor calado que aquel de su pensamiento. Eso parecía acomunarlo a Joseph Ratzinger. Ninguno de los dos gustaban (o gustan) de las “luchas” por el poder eclesiástico. Sin embargo, ambos eran colocados a menudo en las antípodas de la geografía doctrinal. Enfrentados, atizados.

Los dos nacieron en 1927. Uno ha fallecido y es recordado, el otro continúa impertérrito el ministerio que Dios le ha solicitado, en medio de mil dificultades. Benedicto XVI es un Papa “buenista”, que sabe destacar los positivo en las personas y no tiene inconvenientes en pasar por encima de las diferencias, incluso teológicas. Por eso no es extraño el mansaje del pontífice leído la tarde este lunes durante las exequias de Martini en el Duomo de Milán.

Fue un hombre de Dios, que no sólo estudió la Sagrada Escritura sino que la amó intensamente, hizo de ella la luz de su vida, para que todo fuese ‘ad maiorem Dei gloria’, para la mayor gloria de Dios. Y justamente por esto fue capaz de enseñar a los creyentes y a aquellos que están en la búsqueda de la verdad, donde la única Palabra digna de ser escuchada, acogida y seguida es aquella de Dios, porque indica a todos el camino de la verdad y el amor. Lo ha sido con una gran apertura de ánimo, no rechazando jamás el encuentro y el diálogo con todos, respondiendo concretamente a la invitación del Apóstol de estar “prontos siempre a responder a quien os pregunte razón de la esperanza que está en ustedes”. Lo ha sido con espíritu de caridad pastoral profunda, según su lema episcopal “Pro veritate adversa diligere”, atento a todas las situaciones, especialmente las más difíciles, cercano, con amor, a quien estaba perdido, en la pobreza, en el sufrimiento.