Monseñor Jesús Sanz, Arzobispo de Oviedo: “La gracia de Dios es un don que se hace tarea en la que podemos amasar un mundo posible”


 

Homilía en la Solemnidad de la Virgen de Covadonga
8 de septiembre de 2012 de Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo

Querido Sr. Vicario General de la Diócesis de Oviedo, Sr. Abad y canónigos capitulares de Covadonga y demás hermanos sacerdotes y diáconos.

Excmo. Sr. Presidente del Principado de Asturias; Excmo. Sr. Presidente de la Junta General; Excmo. Sr. Delegado del Gobierno; Ilmo. Sr. Alcalde de Cangas de Onís; Ilmo. Sr. Consejero de la Presidencia. Excmas. Autoridades Judiciales, Militares y Académicas.

Miembros de la vida consagrada, seminaristas, cristianos laicos. Queridos hermanos y hermanas: El Señor llene de Paz vuestro corazón y bendiga vuestras vidas con el Bien.

Son profundas las rodadas en los caminos que suben a Covadonga. Siglos y siglos de andadura, cada cual con su anhelo de luz, en la noble búsqueda de la paz, sabiéndose peregrinos de lo mejor que cada día estaba aún por estrenar. Y así se han ido abriendo senderos en el Valle del Auseva que como venas de esperanza nos permiten ver cada año a las buenas gentes asturianas que llegan hasta este lugar.

La vida se torna a veces esquiva y nos impone sus brumas más densas para poder seguir el camino que nos lleve al destino final. Andamos como perdidos, dando tumbos, y es entonces en la oscura espesura donde no faltan los traficantes de nuestra esperanza, que juegan con nosotros apostando a nuestra dicha o desdicha según el interés particular. La vida en otros casos se muestra impenetrable y nos deja inmóviles sin poder siquiera dar un humilde paso adelante, como si de una pared cerrada a cal y canto se tratase.

En este claroscuro y agridulce presente, que tantas personas saben y padecen, aparece este valle en Covadonga y la Santa Cueva de la Santina, que tienen esta virtualidad: abrir el horizonte, llenar nuestra mirada del verde amable de una esperanza cierta, y en la roca impasible herir su dureza dándonos un cobijo en medio de todas nuestras intemperies. María representa todo esto en este santo lugar: el horizonte y la acogida. ¿Quién no necesita de esto en su vida? Así lo hemos vivido los cristianos durante siglos subiendo a Covadonga, adentrándonos en estos bosques, encantándonos con el murmullo saltarín de sus aguas, escuchando una y otra vez la canción de sus aves, y conmoviéndonos ante el testimonio de fe y confianza con los que tantos hermanos y hermanas nuestros han sido bendecidos.

El evangelio que acabamos de escuchar nos pone delante precisamente a María que sube a la montaña. El precioso rincón montañoso no lejos de Jerusalén, Ain Karem, era donde vivían Isabel y Zacarías. También Isabel se encontraba esperando un hijo, que como en el caso de María, era fruto de un milagro. Cuando ya no cabía esperar en Isabel, o cuando no había llegado todavía el tiempo de la espera en María, la vida llamó a la puerta, haciendo Dios posible lo que para ellas era imposible. Y la vida se hizo carne de mujer, se hizo entraña, sueño y guiño, portadora de un mensaje capaz de encender una luz sin ocaso, una verdad que no traiciona, una bondad que jamás se envilece, y una belleza para siempre sin mancha y lozana.

Lo imposible se hace posible: la esperanza cristiana y el anhelo de Dios
Siempre admiré un texto insólito de Jean Paul Sartre, asomado al misterio de María perpleja y pensativa, en una obra que él escribió en la cárcel: «Pienso que también existan otros momentos rápidos, fugaces, en los que ella siente que Cristo es su hijo, es su pequeño, y que es al mismo tiempo Dios. Lo mira y piensa: este Dios es mi niño, esta carne es mi carne, está hecho de mí. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es como la mía. Se me parece, es Dios y se me parece» (J.P. Sartre, Barioná, El hijo del trueno. Madrid 2004). Era Dios en María. Un imposible que se hizo posible.

Pienso en las cosas imposibles para nosotros, y no me refiero al regalo de engendrar, sino a tantas cosas cotidianas que nos restriegan impunes nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad, como si una fuerza malhadada de inconfesables pretensiones, nos tuvieran al albur de sus intereses. En estos días son los datos que más nos acorralan, nos asustan y nos enfrentan: índice de paro, prima de riesgo, medidas a tomar. Habría que poner nombre, fecha y domicilio a las cosas que nos parecen imposibles. Porque la esperanza cristiana coincide precisamente no con el cálculo de nuestra medida capaz de hacer cosas, de enmendarlas, de proponerlas y compartirlas, sino con el don que pedimos a quien nos lo puede dar, y con la espera de que eso nos llegue algún día.

Evidentemente, no me estoy refiriendo con esa esperanza a que Dios se ponga en faena de político, de gobernante, de empresario, de líder sindical, de sabihondo con caché, y menos aún de fuerza multinacional, para que interviniendo Él nos arregle nuestras cuentas y nuestras cuitas. No, no es esta la esperanza cristiana. Tantas veces, las más importantes, ese don que pedimos al Señor está en nosotros, ya se nos había dado, pero nosotros no lo sabíamos o no queríamos enterarnos, o vivíamos mal lo que para el servicio de los demás y la gloria de Dios se nos había regalado. Entonces la gracia de Dios consiste en que nos despierta, nos abre los ojos, nos pone a trabajar con otros, para decirnos que este mundo nuestro terrible y maravilloso a la vez, en una herencia tan hermosa como inacabada que pone en nuestras manos, es un don que se hace tarea en la que podemos amasar un mundo posible.

En medio del caos de destrucción y mentira con que el hombre se empeña en ir contra el sueño mejor imponiéndose sus peores pesadillas, no por ello deja de tener nostalgia de algo distinto, nostalgia de que acontezca lo verdadero, nostalgia de que finalmente suceda lo que todavía no ha sucedido. Es una paradoja, pero no por ello es quimera irreal o escape fugitivo: tener nostalgia de algo que esperamos que suceda, no de algo antaño sucedido. Esta nostalgia tiene que ver con el anhelo de Dios como lo expresa Vicente Aleixandre en su obra más bella y triste a la vez: «Padre, tú me besaste con labios de azul sereno. / Limpios de nubes veía yo tus ojos, / aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente / esa luz que sin duda de los cielos tomabas. / Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco / que así, en los brazos, desvalido, me hubiste. / Huérfano de ti, menudo como entonces, / caído sobre una hierba triste, / heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia» (V. Aleixandre. Sombra de paraíso. 1952).

Una discreta presencia la de Dios, que siempre nos acompaña pero que nunca nos suple, por respeto a nuestra libertad, como una presencia que se nos propone sin imponérsenos jamás. Pero la realidad por dura que sea, no es capaz de apagar esa nostalgia de lo mejor, por más que lo pinten así quienes pintan su negrura y su violencia.

El relato que hemos escuchado en el Evangelio habla de un gesto hermoso, que es el que solemos asignar al encuentro con la gente que queremos de veras. La exclamación de Isabel ante la llegada de María es una reflexión sobre las relaciones humanas: “¿quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? Apenas me llegó tu saludo ha saltado de alegría la criatura que llevo en mis entrañas” (Lc 1, 44).

La urgencia de salir con respeto al encuentro del otro
Es claro en el texto, que María era portadora de Jesús, y que yendo hasta su prima anciana, le llevó lo más importante. Y la criatura de Isabel saltó de alegría. Esta es la escena. ¿Qué ocurre cuando en nuestras relaciones nos visitamos no con lo mejor, sino con lo peor de nosotros mismos? Es decir, cuando unos y otros, y así cada cual, sólo mira su pequeño mundo, su particular tragedia, su horizonte a salvar. Y aquí cada uno tiene nombre y oficio: el político y gobernante, el empresario, el trabajador, el agente social, el obispo, el sacerdote, la monja, el estudiante, el anciano, el joven… todos, absolutamente todos, tenemos nuestro mundo, nuestra dificultad. Si para salvarla salimos al encuentro del otro con lo peor de nosotros mismos, es decir, con nuestros miedos, con nuestros rencores, con nuestros egoísmos, con nuestras violencias, jamás podremos construir algo que valga la pena, algo que sirva para el bien común y el bien personal. Y lo que salta en el otro no es ya lo mejor, sino lo peor: el miedo genera miedo, la injusticia provoca injusticia, la violencia enciende violencia, y así en una espiral que no tiene término.

Yo me pregunto qué podemos hacer nosotros los cristianos, qué puedo hacer yo como cristiano y obispo, para salir al encuentro de tantas personas con las que a diario me cruzo deseando que salte de alegría en ellas lo mejor que lleven dentro, y que mi paso sea bendición de esperanza en sus vidas. En mayo pasado tuvo lugar en Milán el encuentro mundial de las familias con el Papa Benedicto XVI. Estaba previsto que en el Parco di Bresso se tuviera un encuentro de música y testimonios. Todo parecía discurrir normalmente tras haber escuchado a la pequeña Cat Tien, vietnamita de siete años, preguntar al Papa cómo hacía él de pequeño para vivir en cristiano. O los novios Serge y Fara, de Madagascar que le preguntaban sobre el amor y su misterio. Sin papeles desde los que contestar con respuestas repeinadas, el Papa fue escuchando lo que le presentaban, sin maquillar los mil miedos y retos que acorralan también a las familias cristianas. Calvarios y estigmas fueron presentados a pecho abierto al Papa, y también los pequeños o grandes testimonios en donde la providencia del Dios de los posibles en medio de nuestros imposibles era descrita con colores de esperanza.

Lo que más me conmovió fue el testimonio de Nikos y Pania, un matrimonio de Atenas, que contaron su agobio al llegarles la durísima crisis económica: “Santidad, cada día nos queda menos para mantener a nuestras familias. Nuestra situación es una más entre millones de otras. En la ciudad, la gente va agachando la cabeza; ya nadie confía en nadie, falta la esperanza. También a nosotros, aunque seguimos creyendo en la providencia, se nos hace difícil pensar en un futuro para nuestros hijos. Hay días y noches, Santo Padre, en los cuales nos surge la pregunta sobre cómo hacer para no perder la esperanza. ¿Qué puede decir la Iglesia a toda esta gente, a estas personas y familias a las que ya no quedan perspectivas?”.

El Papa, conmovido, invitó a los políticos a que “no prometan cosas que no pueden realizar, que no busquen sólo votos para ellos, sino que sean responsables del bien de todos y que se entienda que la política es siempre responsabilidad moral ante Dios y los hombres”. Pero él se hizo la pregunta: ¿qué podemos hacer nosotros? “Quizás podrían ayudar los hermanamientos entre ciudades, entre familias, entre parroquias. Nosotros tenemos en Europa una red de hermanamientos e intercambios culturales muy buenos y útiles, pero quizás se requieran hermanamientos en otro sentido: que realmente una familia de Occidente… se tome la responsabilidad de ayudar a otra familia. Y también así las parroquias, las ciudades”. Es todo un programa de compromiso cristiano: mirar al otro con respeto como alguien que me pertenece, justo como hace Dios que nos escucha a cada uno mirándonos a los ojos.

La solidaridad necesaria
Al escuchar estas palabras del Papa, yo me siento invitado a dar un paso, a hacer un gesto, para que mis palabras no queden en discurso de solidaridad retórica, sino testimonio humilde que no busca titulares o medallas, que con respeto pone una pequeña luz en el candelero del presente tan duro en tantas personas. Me uno a tantas iniciativas de personas e instituciones que están haciendo lo que sus posibilidades les permiten, y lo que desde tantas parroquias y nuestros cauces de caridad se está realizando desmedidamente, para aportar cada mes una parte de mi sueldo que donaré a Cáritas, hasta que las familias más desfavorecidas no miren la crisis económica y moral que nos asola como una maldición de la peor desdicha. Será un año o más, pero lo será también para mí, también para la Iglesia diocesana, como gesto de cristiana solidaridad con los que menos tienen. Así nos seguimos hermanando con los que peor lo están pasando, como sugería el Papa a esa familia griega.

Covadonga es un lugar en donde se dilata la mirada, se reconoce una historia y uno se cobija en donde es acogido con ternura por la Santina, haciendo saltar de alegría y esperanza lo mejor que cada uno lleva dentro porque allí fue puesto por el mismo Dios. Feliz día de Nuestra Señora de Covadonga, feliz día de nuestra Asturias.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo