3.10.12

“Vatileaks”: crónica de un proceso

A las 12:57 PM, por Andrés Beltramo
Categorías : El Vaticano

De La Stampa di Torino

“Me declaro inocente”. No dudó Paolo Gabriele cuando su abogada defensora le preguntó cómo se declaraba ante la acusación en su contra por el delito de “robo agravado” en daño de Benedicto XVI. Finalmente llegó el día más esperado en el juicio al ex mayordomo pontificio por la sustracción de documentos confidenciales a su jefe, el Papa. El “canto” del cuervo se oyó en la pequeña aula del tribunal vaticano, a unos pasos de la Basílica de San Pedro. Y aunque el imputado negó su responsabilidad en el robo, reconoció: “Me siento culpable de haber traicionado la confianza que me concedió el Santo Padre, a quien siento de amar como un hijo”.

Poco más de una hora duró la comparecencia del ex ayudante de cámara de Joseph Ratzinger. Fue la primera de un debate procesal que ocupó toda la mañana de este martes. Ante el colegio de tres jueces vaticanos que lo interrogaron, Gabriele se mostró sereno, colaborativo y deseoso de aligerar su posición. Por eso, sistemáticamente a lo largo de sus respuestas, intentó minimizar su responsabilidad.

Su estrategia fue simple: presentarse como una víctima. Su versión concreta: actuó siempre sólo, no tuvo cómplices materiales, no recibió dinero a cambio de los documentos y estuvo movido por un deseo de ayudar al pontífice. Pero sus afirmaciones fueron, en ocasiones, contradictorias y carentes de sentido, chocaron con las evidencias y las declaraciones de otros testigos.

Paolo Gabriele llegó al aula del tribunal, en la Plaza de Santa Marta, seis minutos antes de las nueve. Traje gris, camisa blanca y corbata azul. Saludó con un ligero gesto a los presentes y con una sonrisa a su abogada, Cristiana Arru, ya dispuesta en la mesa de la defensa. La humedad colaba por las tres ventanas del salón. Arriba, en el techo, cuatro ángeles velaban desde los estucos el centro de la sala, donde una solitaria silla marrón esperaba por los testigos.

Cinco en total prestaron declaración, Paolo Gabriele primero. Le siguieron, en orden cronológico, el gendarme Giuseppe Pesce; la consagrada Memores Domini y auxiliar doméstica del Papa, Cristina Cernetti; el secretario privado del pontífice, Georg Gaenswein; y el superior de la Gendarmería, Costanzo Alessandrini.

“Señores el tribunal”, anunció uno de los cancilleres mientras los jueces, toga negra con bordes rojos y borlas doradas, ocupaban sus sitios en el estrado. “La audiencia está abierta”, replicó en voz alta el presidente, Giuseppe Dalla Torre. Al pase de lista de los testigos, cada uno respondió “presente” antes de retirarse, todos, a una sala contigua.

Entonces tocó el turno al “cuervo”. “Sentándome en la mesa de este Papa, en la cual tenía la oportunidad única de intercambiar algunas palabras, maduré la convicción que es fácil manipular a una persona que tiene un poder de decisión enorme. A veces el Papa hacía preguntas de temas sobre los cuales debía estar informado”. Así explicó Gabriele los motivos que lo orillaron a filtrar los documentos a la prensa.

Guiado por las preguntas del juez Dalla Torre, el mayordomo comenzó a hablar. Aseguró haber iniciado la recopilación de informes reservados en el periodo 2010-2011, como consecuencia del “caso Viganó”. Pero debió corregirse cuando el promotor de justicia (fiscal), Nicola Picardi, refirió que entre el material secuestrado en su casa, el 23 de mayo durante un cateo, se encontraron textos que datan del año 2006. “Pudieron aparecer también esos”, precisó en un segundo momento.

A medida que Gabriele aportaba detalles, quedaba en claro su modus operandi: una progresiva y continuada labor de espionaje realizada en horario de oficina, utilizando la misma fotocopiadora de la secretaría papal. Aunque sin un método preciso: “me dejaba guiar por mi instinto”, dijo refiriéndose a los criterios con los cuales seleccionaba los papeles a fotocopiar. Una estrategia aplicada durante meses, que nunca despertó las sospechas ni siquiera del secretario privado Gaenswein.

Pero su accionar no quedó circunscrito únicamente al apartamento pontificio, porque el imputado también reconoció haber intercambiado información, especialmente sobre asuntos internos y delicados de la Gendarmería Vaticana, al menos con dos personas. Una de ellas un tal “doctor Mauriello”. El otro Luca Catano, miembro de la Fraternidad de San Pedro y San Pablo, a quien conoció gracias a su amigo de la escuela Enzo Vangeli.

Junto a ellos el promotor de justicia sacó a relucir los nombres de personalidades de alto nivel en la Santa Sede: el cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la Basílica de San Pedro; Paolo Sardi, el escritor de discursos del Papa; Ingrid Stampa, la antigua gobernanta de Joseph Ratzinger y “monseñor Cavina”, que después de la audiencia fue identificado como Francesco Cavina, ex minutante de la Secretaría de Estado y actual obispo de Carpi.

La réplica del mayordomo fue seca: “Ninguna otra persona ha estado involucrada en mis actos, ni de mi familia ni otros”. A esas cuatro personalidades de la Curia sólo les atribuyó haber tenido contactos ocasionales con él a lo largo de los años, pero los exoneró de cualquier participación en el robo de documentos. “Confirmo que no tuve cómplices y preciso que por sugestión, como lo dije en el interrogatorio del 6 de junio, no pretendía vincular a estas personas”.

Es decir, aceptó haber sido “sugestionado” pero negó cualquier participación de esas y otras personas en su estado de ánimo. “Los periódicos dicen que los cuervos son 20, entonces ¿es uno o son 20?”, disparó Picardi. “En el modo más absoluto confirmo que no tuve cómplices”, insistió Gabriele.

Aún así un personaje sí supo de las andanzas del “cuervo”, se trata de su director espiritual conocido sólo como “Padre Giovanni” y a quien, el imputado, sostuvo haber entregado una segunda copia de los documentos dados a Gianluigi Nuzzi, autor del libro “Su Santidad. Las cartas secretas de Benedicto XVI”. “Cuando la situación degeneró, comprendí aún más fuertemente que debía entregarme a la justicia pero no sabía cómo. El primer paso fue buscar un padre confesor para decirle lo que había hecho. Teniendo lista la segunda copia se la entregué en un momento sucesivo”, indicó.

Esa copia adicional tenía un objetivo: era una especie de “salvoconducto”, una tabla de salvación que debía usarse en el momento en el cual el caso saliera a la luz pública. Al respecto precisó: “No era tan iluso como para no saber que iba a pagar las consecuencias de mis actos”.

Entonces el ex mayordomo esperaba represalias, aunque parecía no darse cuenta de los resultados de sus acciones. Al menos eso se desprende de su dichos, según los cuales, nunca estuvo en sus intenciones la publicación del libro que, a él, solo causó “efectos destructivos”.

Más allá de las justificaciones ambiguas y las contradicciones, el “cuervo” quiso con su testimonio sembrar una polémica, una sombra que acaparó la atención de la prensa. Acusó a la Gendarmería Vaticana de haberle sometido a “presiones psicológicas”, de haberlo maltratado y de haberle negado incluso una almohada, la primera noche que pasó como detenido en la celda de seguridad del cuartel general de ese cuerpo policial. “¿Es verdad que en la primera celda en la cual estuvo en aislamiento, no tenía espacio ni siquiera para alargar los brazos?”, preguntó Cristiana Arru. “Sí, es verdad”, respondió el imputado. Y aunque el presidente del jurado, Giuseppe Dalla Torre, pretendió frenar ese debate una interrupción del fiscal Picardi hizo precipitar al aula en una controversia anunciada.

Aunque el promotor de justicia intervino para precisar que desde el primer momento él mismo buscó pedir una habitación más adecuada, sólo pudo se pudo transferir al detenido unos 20 días después. Y entonces la abogada insistió: “¿Es verdad que durante 15 o 20 días usted estuvo se mantuvo con la luz encendida en su celda las 24 horas del día, sin que hubiese dentro un interruptor para apagarla”. “Sí, es verdad, la luz estuvo encendida las 24 horas y esto me provocó una disminución de la vista”, fue la respuesta del mayordomo.

Al fondo de la sala el comandante de la Gendarmería Vaticana, Domenico Giani, escuchaba y mostraba signos de embarazo. El consejero para la comunicación de la Secretaría de Estado, Greg Burke, tomaba apuntes mientras el portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi, prestaba particular atención. Todos sabían que sería necesario responder y por ello, después de la audiencia, se emitió un comunicado para aclarar que Gabriele fue siempre bien atendido, bien cuidado y protegido según las exigencias de ley.

Pero la polémica ya estaba servida. Porque la estrategia de la defensa apuntó en la audiencia de este martes a a debilitar los métodos de los Gendarmes Vaticanos en la recopilación de las pruebas, con el único objetivo de aligerar la posición del ex mayordomo. Por eso, entre los testigos, fueron llamados a declarar seis gendarmes. Los responsables de los cateos en las habitaciones del imputado, en El Vaticano y en Castel Gandolfo. A tres de ellos Arru preguntó si durante sus revisiones usaron guantes, todos respondieron que no. Y luego dos de ellos ofrecieron versiones diversas sobre dónde se encontró la pepita (presunta) de oro y el cheque de 100 mil euros.

“Nunca tuve en casa una pepita de oro o presunta de oro, ni sé cómo está hecha. Me dijeron que encontraron (el cheque) en mi casa, pero no vi cuando lo encontraron. Estas cosas las sacó el juez instructor en el último minuto de mi último interrogatorio”. Así se defendió el mayordomo, con una estrategia simple: debilitar los métodos de investigación para ganar terreno en un juicio que le es, del todo desfavorable.