6.10.12

Tú tienes que ser mi brazo derecho

A las 8:31 AM, por Cartas al director
Categorías : Cartas al Director

Du muss meine rechte Arm sein

Estas bellas palabras tienen para mí un gran significado. Las he recordado muchas veces cuando todo se ve negro y no ves solución a nada, sobre todo cuando estás cansado y agobiado por los problemas.

Esta historia me sucedió en 1966, estaba trabajando en el Johannes Hospital de Essen-Kupferdreh. Llevaba más de cuatro años en Alemania y no tenía ningún problema con el idioma, ni con la organización del hospital; era oberartz (jefe clínico). A los enfermos que podían andar me los llevaba a mi despacho para poder hablar con ellos a gusto; y si no podían hablábamos a solas en la habitación.

En la habitación 321 coincidieron una chica de unos 28 años, residente en el mismo barrio del hospital, con una abuelita de 91 años, polaca natural de Katowice. Se llamaba la joven Helga, muy atenta y agradable, la abuelita María.
Tanto Helga como yo nos hicimos muy amigos de María; nos contó que llevaba cincuenta años en Alemania. Sus padres habían muerto en la primera guerra mundial, tenía una tía carnal que vivía en Essen, la acogió y vino a vivir con ella. Se encontraba sola, no tenía más familia.

Tuve que dar de alta a Helga, pero dado que vivía cerca, se quedó a cuidar a María en el hospital. Al darse cuenta de que sus días se acababan, me pidió que avisara al sacerdote católico para darle los sacramentos. María era muy cariñosa con todo el mundo y naturalmente tanto el personal sanitario como los enfermos la querían. Cuando llegó el sacerdote todos querían acompañarla. Se llenó la habitación. Fue un acto muy emotivo, de una gran solemnidad. Todos respondían al rito y participaban en todas las oraciones. Al terminar, muchos se quedaron acompañándola en un silencio total.

Al día siguiente nos dio a Helga y a mí las llaves de su casa, Para que cogiéramos todo lo que más nos gustase. El resto, todos los muebles y el piso, eran para la parroquia. Ese piso, tras pequeñas reformas, se transformó en piso de acogida para pobres.

Me dijo que le trajera un Cristo que tenía encima de la cabecera de su cama. Se lo llevé y delante de Helga de forma muy solemne y llorando de emoción nos contó la historia del Cristo: “Este Cristo roto, al que le falta el brazo derecho, ha estado toda mi vida conmigo, era de mis padres. Le pido a Usted que lo acepte y siempre que lo vea acuérdese y rece por mí. Se lo doy con la condición de que Usted sea el brazo derecho del Señor”.

De momento con la emoción me quedé confuso; Helga y yo empezamos a llorar y no podíamos ni hablar. Poco a poco me fui serenando, me daba cuenta de que era una situación delicada y que la responsabilidad a la que me comprometía era mucho para mí. Yo siempre he sabido que el médico es un intermediario entre Dios y los enfermos; inclusive en una ocasión un enfermo me dijo que era un “miserable intermediario”.

Le pedí a María que me diese unos días para pensarlo; era muy importante lo que me proponía y me daba miedo no ser digno de ello. Después de mucho cavilar pensé y sigo pensando que ni yo ni nadie puede ser digno. Así que lo acepté y nunca se ha separado de mí; siempre ha presidido mi consulta en un sitio preferente. Al llegar y entrar al despacho lo primero que hago es saludar al Señor. La profesión de médico en determinados momentos es difícil. Con frecuencia le he pedido al Señor ayuda, unas veces por problemas pequeños, otras veces muy serios. Nunca me ha fallado.

Me cuesta mucho expresarme correctamente, no encuentro las palabras adecuadas. Estoy seguro de que más de una vez Él se ha valido de mí para decir palabras con mucho amor y bien dichas. Me han contado enfermos cosas que yo las había dicho y la verdad no recordaba absolutamente nada. Creo que ha sido el Señor el que ha hablado.

Gracias, María, por tu bondad, por tu amor y por tu precioso regalo. Al final de mi vida me enteraré si he cumplido lo que prometí; está claro que no.

Félix de Rivas Fernández