30.10.12

El Señor de los milagros

A las 10:00 AM, por Alberto Royo
Categorías : Perú

 

PATRONO Y PROTECTOR DE LIMA

RODOLFO VARGAS RUBIO

El mes de octubre se tiñe en el Perú, pero especialmente en Lima, de morado, el color de las religiosas nazarenas que, bajo la regla del Carmen descalzo, custodian la sagrada imagen del Santo Cristo de Pachacamilla, más conocido como el Señor de los Milagros, el divino patrón de la Ciudad de los Reyes y protector de toda la nación de la que es la capital telúrica, depositada entre el Pacífico insondable y los colosales Andes. El mes morado es con razón llamado “la cuaresma peruana”, pues todo él está dedicado a considerar el misterio de nuestra Redención en Jesús Crucificado y Su Pasión salvífica.

Es por ello por lo que, por especial privilegio de la Santa Sede, la ley del ayuno cuaresmal, común a todos los católicos, obligaba a los peruanos los viernes de octubre en lugar de los anteriores a la Pascua Florida. La procesión que acompaña al Señor de los Milagros y que es la manifestación religiosa periódica más grande del mundo, constituye un plebiscito de catolicidad. Marchan en ella fieles de todo el rico caleidoscopio racial de un país mestizo, en el que la diversidad es una riqueza; también acuden devotos de todas las clases sociales y de todas las condiciones, porque ante la imagen pintada por un esclavo negro no cabe la acepción de personas; hasta el poder político hinca su rodilla reverente al paso del Cristo Morado, Rey indiscutible del Perú.

Esta devoción que los peruanos llevan consigo allí donde van, extendiéndola en las latitudes más insospechadas como signo inequívoco de su identidad, nació del modo más humilde, en uno de los barracones donde transcurrían su existencia los esclavos negros llamados angolas (por ser su origen de la colonia portuguesa de Angola) en el barrio limeño de Pachacamilla, donde había florecido la antigua y señorial civilización de Pachacamac antes de la llegada de los españoles. Había allí una cofradía fundada por aquellos hombres a mediados del siglo XVII. Uno de ellos, a quien se le daban bien los pinceles, pintó al temple sobre una de las cuatro paredes sin cimentar, que constituían su lugar de reunión, un Cristo en la Cruz para satisfacer la devoción de sus hermanos. Su culto, en medio de una ciudad tan devota y santurrona como riente y pecadora, hubiera pasado desapercibido de no haber sido por uno de esos periódicos terremotos que los limeños ven como advertencias del cielo llamándolos a la penitencia.

Eran las 2:45 de la tarde del 13 de noviembre de 1655 cuando un terrible movimiento sísmico estremeció Lima y el puerto del Callao, derribando la mayor parte de las edificaciones y causando miles de muertos. Las barracas de los angolas se vinieron abajo, aunque milagrosamente no pereció ninguno de ellos. Entre los escombros se alzaba indemne la pared donde estaba pintado el Cristo de Pachacamilla, aunque nadie reparó en ello hasta quince años después, cuando Antonio León, vecino de la parroquia de San Sebastián, descubrió la imagen y comenzó a venerarla, construyendo una ermita para cobijarla. A ella comenzaron a acudir los devotos, sobre todo al conocerse que León había sido milagrosamente curado de un tumor maligno que le producía terribles jaquecas. La afluencia de fieles fue tal que, con pretexto de la devoción, comenzaron a producirse ciertos desórdenes y a mezclarse con los actos de piedad otros que nada tenían que ver con la religión. La autoridad civil, de acuerdo con la eclesiástica, decidió entonces acabar con el culto y mandó borrar la imagen.

Entre el 6 y el 13 de septiembre de 1671, una comitiva oficial, acompañada de un destacamento de soldados, se presentó ante la ermita para cumplir la orden. Varias veces se intentó destruir la pintura y otras tantas los ejecutores fracasaron, sintiéndose paralizados cuando se encontraban cara a cara con el trasunto del Crucificado. La gente comenzó a elevar sus protestas, que llegaron a oídos del conde de Lemos, virrey del Perú. Éste, que era hombre muy religioso, revocó la orden viendo en lo acontecido una clara señal de Dios. Al día siguiente, 14 de septiembre, festividad de la Exaltación de la Cruz, se celebró la primera misa ante el que ya comenzaba a ser llamado Señor de los Milagros o de las Maravillas. Hubo gran concurso de gentes, llegadas de todas las partes de la ciudad. Desde entonces la devoción no hizo sino incrementarse. Con la anuencia del Virrey fue nombrado primer mayordomo de la llamada “Ermita del Santo Cristo de los Milagros” don Juan de Quevedo y Zárate. El lugar quedaba así bajo la protección de las leyes civiles y canónicas. El conde de Lemos hizo cimentar la pared y colocar un altar bajo ella, así como construir la que se llamó la Capilla del Santo Cristo de la Pared.

Pero el 20 de octubre de 1687, a las 4:45 de la madrugada, un nuevo terremoto azotó Lima y el Callao, arrasando casi por completo la ciudad y su puerto. Toda la magnificencia arquitectónica de la gran metrópoli del Imperio español de Ultramar desapareció en pocos minutos. A las 6:30, una réplica tan intensa como el sismo original acabó por derribar lo que había sobrevivido a éste. La ermita del Santo Cristo y su capilla se vinieron abajo, pero la pared con la imagen volvió a salvarse de la ruina, quedando inexplicablemente en pie. El mayordomo de entonces, don Sebastián de Antuñano, hizo reconstruir de su peculio la ermita y encargó una copia en tela y al óleo del Cristo de Pachacamilla para sacarla en procesión los días 18 y 19 de octubre de cada año, en memoria del terrible terremoto, para pedir misericordia por Lima. Actualmente sigue saliendo en esos días el Señor de los Milagros, mientras sus devotos cantan estos versos que gritan los peruanos cada vez que tiembla la tierra:

¡Aplaca, Señor, tu ira,
tu justicia y tu rigor!
Por tu Santísima Madre,
¡misericordia, Señor!

Don Sebastián de Antuñano, hacia el final de sus días, trabó conocimiento con la Madre Antonia Lucía del Espíritu Santo, fundadora de un beaterio en el Callao con el nombre de Colegio de las Nazarenas. Al fracasar éste por intrigas de los benefactores, se trasladó a Lima, donde en 1700 Antuñano le hizo donación de los terrenos de su propiedad en Pachacamilla y el santuario del Santo Cristo, para que estableciera su beaterio en aquéllos y se encargara de la custodia y mantenimiento de éste. La Madre Antonia fundó, pues, una nueva comunidad de Nazarenas, que vestían hábito morado, color que distinguió desde entonces a los devotos del Señor de los Milagros, aunque tardó años en ser reconocido el beaterio por la autoridad. Fue bajo el gobierno de la segunda superiora y sucesora de la Madre Antonia, Sor Josefa de la Providencia cuando se obtuvo la aprobación de la Corona y de Roma. En 1720, el rey Felipe V dio una Real Cédula autorizando la erección del beaterio. Siete años más tarde, el papa Benedicto XIII expidió el breve mediante el que aprobaba la fundación de las Nazarenas, poniéndola bajo la regla de las carmelitas descalzas y erigiéndola canónicamente como monasterio de clausura, el cual fue solemnemente inaugurado el 11 de marzo de 1730.

Una nueva y tremenda prueba iba a experimentar la capital fundada por Pizarro. El 28 de octubre de 1746, a las 10:30 de la noche, la sacudió el más catastrófico terremoto de su historia, que fue acompañado de un espantoso maremoto que engulló el Callao y mató a la casi totalidad de sus 5.000 habitantes (sólo sobrevivieron 300). Por segunda vez en menos de sesenta años, Lima quedaba casi totalmente asolada. El horror causado por este fenómeno telúrico fue un preludio del que recorrería Europa con ocasión del terremoto de Lisboa, que habría de tener lugar de allí en nueve años. Dato curioso fue que una estatua ecuestre del rey Felipe V, que se hallaba apostada en el Puente de Piedra sobre el Río Rímac, se vino abajo (la noticia de la muerte del Rey debía llegar a Lima). Pues bien, por tercera vez, la imagen del Santo Cristo de Pachacamilla quedó indemne en medio de la general destrucción. Se decidió entonces que cada año saldría también en procesión el 28 de octubre, en recuerdo del terremoto. Y hasta hoy es en ese día cuando se clausura el mes morado mediante el último paseo del Señor de los Milagros por su ciudad. El monasterio de las Nazarenas fue reedificado y se construyó la nueva y magnífica iglesia gracias al virrey catalán don Manuel de Amat y Junyent, de los marqueses de Castellbell, que puede ser considerado como su gran benefactor junto con don Sebastián de Antuñano.

Después de recorrer la historia del origen de esta gran devoción, conviene que consideremos lo que ella implica y a qué compromete a sus devotos: penitencia, sacrificio y sentido sobrenatural de las cosas. La vida no es cosa fácil, pero se hace llevadera cuando la vemos bajo la luz de Dios, que, a pesar de todo, siempre cuida providentemente a cuantos le aman. Hoy está de moda un racionalismo que se niega a leer en los fenómenos naturales y en los acontecimientos lo que Dios quiere decirnos a través de ellos. Pero quienes tienen una fe sencilla y sólida saben que nada ocurre porque sí y que Nuestro Señor se sirve hasta de las tragedias para aleccionarnos en orden a nuestra salvación. Lo hizo en los tiempos bíblicos y lo sigue haciendo hoy, cuando el engreído género humano se cree tan adelantado y se yergue con tanta autosuficiencia. Dios es el Señor de la Historia. La devoción del Señor de los Milagros, tan ligada a la historia telúrica de un pueblo, es un tesoro que nos enseña a todos a vivir en sintonía con ese Dios que no es el dios difuso y abstracto de los filósofos y los científicos, sino el que se hizo Hombre y subió a esa Cruz bendita desde la que reina sobre Lima y sobre todos los peruanos estén donde estén a través de su bendita imagen del Cristo Morado.