4.11.12

 

A lo largo de la historia de la Iglesia, no han sido pocos los sacerdotes santos que han alcanzado una popularidad inmensa entre la feligresía. Sin ir más lejos, San Juan de Ávila, recientemente nombrado Doctor de la Iglesia, había recibido del Señor tal capacidad de llegar al corazón de los hombres, que sus predicaciones congregaban a multitud de fieles que anhelaban recibir el agua viva que brotaba del santo.

Con el Beato Juan Pablo II, Papa, hemos asistido a un aumento considerable de la cantidad de gente que quiere ver, oír y casi tocar al Vicario de Cristo. Cada vez que el anterior papa viajaba, movilizaba a multitudes que salían a su encuentro. Y la plaza de San Pedro fue testigo también del creciente interés de los fieles por tener un contacto más o menos directo con el Pontífice. Benedicto XVI no tiene tanto tirón carismático como su predecesor, pero aun así su figura sigue atrayendo a los fieles.

Ahora bien, ni el apóstol de Andalucía en su tiempo, ni los últimos Papas ahora, han necesitado imitar modos y maneras de nadie. La fe y la liturgia católicas no pueden estar sujetas a los vaivenes de las modas y de los estallidos de religiosidad ajenos al catolicismo. La inculturización no puede ser la excusa para entregarse en manos del sincretismo o del relativismo religioso, sea este en versión doctrinal o sea en versión litúrgica -de hecho, celebramos lo que creemos-

Es por ello que siento cierta preocupación al contemplar el fenómeno de los supertemplos y los curas superstar que se está extendiendo por Brasil y otros lugares del continente americano. Si un sacerdote o religioso llega a ser muy mediático por su fama de santidad, como el caso de San Pío Pietralcina, bendito sea Dios por ello. Si la causa de la fama está en que sus canciones llegan a las listas de los 40 principales o en que montan unos shows que hacen palidecer a los que celebran los predicadores pentecostales, estamos entrando en un terreno peligrosísimo.

Ver a un sacerdote yendo de acá para allá por un escenario cual si fuera un Mike Jagger con sotana puede resultar muy gracioso para muchos, pero no olvidemos que el protagonista del culto no es el sacerdote, sino Aquel a quien Él representa. Y cuando toca predicar, lo fundamental es el contenido de la predicación, no los numeritos visuales que haga el predicador. La secularización interna en la Iglesia no consiste solo en degradar el evangelio sino también, y no poco, en mundanizar la liturgia.

Si queremos competir con los evangélicos pentecostales en la espectacularidad de nuestras Misas, apañados vamos, señores míos. Los pentecostales siempre irán por delante en caídas al suelo, exorcismos sobre la marcha, sanaciones a go gó, profecías a gusto del consumidor, etc. No es ese el camino que debemos recorrer. Por ejemplo, en repetidas ocasiones les he dicho a nuestros hermanos católicos carismáticos que el hecho de que los pentecostales no hagan ni repajolero caso a lo que pide san Pablo a los corintios en 1ª Co 14,21-28 (sobre todo el vers. 28), no significa que ellos deban hacer lo mismo. Pues nada, como el que oye llover.

Poco queda que añadir, Por más que yo pueda decir, no mejoraré el mandato del apóstol San Pablo: “hágase todo decentemente y con orden” (1ª Cor 14,40).

Luis Fernando Pérez Bustamante