6.11.12

Memoria de Caleruega

A las 10:35 PM, por Fray Nelson
Categorías : General, Iglesia, Historia

El idioma castellano toma su nombre de aquella amplia región de España que va señalada, en la geografía y en el alma, por castillos y fortalezas. Y doy un ejemplo: de lo alto del Torreón de los Guzmanes, en la antigua y noble Caleruega, se defendía, primero con los ojos y luego con las armas, el tesoro invisible pero precioso de la fe. Para eso estaban esas murallas, que pueden seguirse aquí y allá por la ribera del Duero: para descubrir desde la distancia al que viene sin ser invitado.

Pero hablar así es demasiado eufemismo. El nombre que tiene esa amenaza no deja confusión para el cristiano de la Edad Media: los moros. Por temor a ellos, y para hacerles frente, los castellanos han levantado sus castillos. Bien entienden que la tierra que cultivan y habitan es cosa disputada. Saben de avances y retrocesos, batallas y emboscadas, combate y sangre; mucha sangre. Tradiciones aún más antiguas hablan del paso de El Cid. En largos atardeceres de verano los juglares recuerdan hazañas sobrehumanas que piden digna continuación. Improvisados cantantes e instrumentos se juntan para celebrar a un tiempo la alegría de ser libre, de ser cristiano y de ser victorioso. El ideal caballeresco se imprime así con vivos colores en las mentes de los niños, y pareciera que los jóvenes sólo tienen un motivo real de queja: que les ha tocado en suerte una época donde hay muchos menos combates y por tanto, así les parece, muchos menos héroes y titanes.

Mas aquellos campos conocen también otro tipo de batalla. La cosecha no es siempre buena, y el hambre no es visitante ajena, aunque nadie la quiera, por supuesto. Bien se nota que la vida no está amenazada sólo por la lanza o la porra: adentro las entrañas se quejan del alimento escaso y duro; afuera la piel protesta por falta de abrigo. En vano se rebusca entre castaños lo que hayan olvidado las aves y las fieras. ¿Qué solución habrá? ¿A quién acudirá la madre aturdida de dolor por la triste cantinela de los críos? ¿Qué camino no ha oteado el labriego de manos forzadamente ociosas?

Una fila de menesterosos se forma espontánea cerca del mismo Torreón que defiende la fe. Allí donde se protegen las almas encontrarán remedio también los cuerpos. A la puerta del Torreón, sonriente y discreta, una buena señora reparte algo de sopa humeante y hogazas generosas de pan crujiente. Se llama Juana, la de Aza, y es sabido que viene de noble cuna, como que su padre fue tutor del muy famoso Alfonso X. Pero ella de nada presume. Su mente está en la tarea y su único afán es que también hoy se repita el prodigio que sabe hacer la caridad, y nadie se quede con hambre.

A poca distancia, el sencillo templo parroquial se va llenando con rostros que hablan de la necesidad recién saciada: son los que han terminado su ración y ya con nuevas fuerzas se apresuran a llenar la nave única de aquella iglesia, fría por la piedra pero cálida por la abundancia de rostros conocidos y de ese trato afectuoso que hace de todos como una gran familia. Llegada la hora, que sólo Dios sabrá cómo se cuenta, de la sacristía aparece revestido el cura del lugar. Si el rostro parece conocido no es cosa de extrañarse: es don Antonio de Guzmán, el hijo de Félix y de Juana, la misma que, acabada la repartición de la tarde, apenas ha tenido tiempo de lavarse algo las manos y ponerse un rebozo, para no llegar tarde a la misa.

No es maravilla que la gente tenga por santos a los dos. Ella alimenta el cuerpo; el cura, su hijo, da buen nutrimento al alma. Madre e hijo parecen competir en silencio, con amoroso ardor, a ver quién sirve mejor, pero sobre todo: quién sabe servir con mayor discreción. Ambos aprendieron tal modestia del alma del ya fallecido esposo y padre, Félix, que dejó recuerdo de hombre noble, no tanto por estirpe como por el trato y altura de su virtud.

La gente escucha con gusto a Antonio, que aunque tiene buena voz y timbre, es más bien parco en su enseñanza. En su homilía les recuerda a todos que se acerca el tiempo de Navidad, y tomando como base algún canto popular que habla de la hermosura de “El Bien Nacido,” les anima a salir al encuentro de Cristo como los pastores en la primera Noche Buena. Sus palabras van desnudas de toda erudición, pues bien sabe que su gente gusta poco de novedades. Alguien podría decir que es el mismo sermón de hace un año. Esto no inquieta a Antonio, que para sí piensa que Dios, como sapientísimo soberano, a cada quien le da lo suyo, de modo que si Domingo ha recibido la gracia de predicar con elocuencia y extensión, bien estará que lo haga; lo suyo, lo del cura que se quedó en el propio pueblo, es atender con amor al sencillo rebaño, de manera que ninguna oveja se extravíe por curiosidad o por la nefasta atracción de algún vicio.

Terminado el sermón y la misa, y concluidos los inevitables avisos parroquiales, la gente va saliendo del templo, no con la presteza que es común en nuestros días sino sólo poco a poco, como si todos quisieran asegurarse de haber saludado y de haberse despedido de todos. Ya en el sencillo atrio, no falta la carcajada ruidosa, ni las noticias de la comarca. Es casi la única ocasión de saber algo más allá del estrecho perímetro de la villa donde sus vidas transcurren a ritmo más que parsimonioso. Que parece avecinarse gran aguacero es cosa que merece la atención de casi todos; y que uno de los cerdos de Mariano, el de la Colina del Recodo, se malogró en un pozo no es dato que importe poco.

Al fin se van retirando perezosamente, como a desgano, en grupos que son cada vez más pequeños. Parten primero las familias, al ritmo de los regaños de madres que se angustian demasiado por la inquietud de sus chiquillos. Van luego algunas señoras viudas o hermanas que han quedado en obligada convivencia. Los últimos son algunos señores y también grupos menudos de jóvenes que conversan en voz alta y se ríen a mayor volumen aún, improvisando chistes y gracejos con mofa blanca de unos hacia otros. Al final sólo queda Antonio, de pie junto a la entrada del templo, silencioso pero siempre afable, despidiendo con un gesto a cada grupo que se interna en la noche cerrada y fría del invierno, que este año se anuncia duro.

No está del todo solo, sin embargo. En la iglesia, ya casi totalmente oscura, todavía se ve la silueta robusta de Juana, que sigue de rodillas, como ausente del barullo exterior. Antonio sabe que ella está ahí, y también sabe qué está diciendo, a pesar de que no se escucha una sola palabra.

Hay que cerrar la iglesia y hay que descansar pero Juana parece no inmutarse. El cura, de edad media y barba rala, toca con discreción el hombro de la madre. Ella, sin abrir siquiera los ojos, pregunta en voz alta:

–¿Has sabido algo?

Es la décima vez que le hace esa pregunta en una semana. Será la décima que Antonio repita lo único que puede decir:

–Nada, madre. Confiemos en Dios.

–¿Por qué nadie sabe nada de él? Por lo menos Manés envía recados cada tantas semanas, ¡pero ese Domingo! ¿Por qué me trata así?

–Madre, bien sabes cuánto te quiere. Lo que sucede es que las distancias son inmensas. Lo último que supimos es que seguía en la región de Carcasona.

–¿Sabes lo que eso significa? El Arcipreste de Gumiel de Izán vino el otro día, y me explicó que la situación con los herejes no era mejor sino mucho peor que todo lo que hubiéramos conocido con los moros. ¡Eso fue lo que me dijo! ¿Es que Domingo no sabe cuánto se está exponiendo? En tierra que se ha vuelto como de paganos, ¿quién habrá que lo defienda?

–Eso no te lo discuto. Pero tú y yo lo conocemos: parece nacido para el combate, pero no de espadas sino de palabras y sermones. No es hombre de dejar el campo de batalla. Lo suyo no es decir: “Que lo haga otro.”

Juana guarda silencio. Al resplandor del último candil de cera sucia los ojos y mejillas le brillan con perlas nuevas sin que sea evidente si es admiración, dolor o alegría. Y madre e hijo se quedan en silencio, como para que resalte más el silbido agudo y penetrante del viento que se cuela por mil rendijas. Al fin ella se levanta, y se envuelve más en la manta que hasta entonces le ha cubierto sólo los hombros.

–Una pregunta, Antonio…

–Dime, madre.

–¿Tú crees que Domingo vuelva a Caleruega, aunque sólo fuera para quedarse un verano? ¡Necesitará descansar alguna vez! No puede pasarse la vida sólo predicando y predicando. El Evangelio dice que Jesús buscó reposo para sus discípulos.

–…Y también dice que no pudo encontrarlo.

–¡No seas cruel con tu madre! Dame esperanza de que ese hijo mío volverá a estar un tiempo aquí conmigo.

–No lo tomes tú a mal, madre mía, pero ¿no fuiste tú misma quien de niño le envió al tío Arcipreste tantos años atrás? La vida de Domingo no ha sido otra. No ha conocido más vida que hablar con Dios o de Dios. Quizás Dios te ha dado un santo, y el sueño ese que tuviste, del perrillo con la antorcha en la boca, tiene que cumplirse.

–Eso también es verdad. No me hagas caso, Antonio. Es que no puedo evitar que el pensamiento vuele, y se vaya al Norte, como al Norte vuelan las cigüeñas en la primavera. ¡A veces casi las envidio! Pero bien está el que está con Dios, decía mi padre, y es así. Tú sólo prométeme algo, hijo mío.

–Lo que quieras, si está en mi mano.

–Ya está bien con que Manés y Domingo estén tan lejos. Y si el Señor quiere llevar a esos dos a fundar mil monasterios, que lo haga. ¿Acaso me voy a oponer al Rey de todos..?

–¿Y entonces qué quieres que te prometa, madre?

Juana se quedó en silencio, mirando la noche oscura, como si pudiera adivinar unos ojos aviesos, que desde la distancia quisieran tentarla con algo. Entonces se trazó la señal de la Cruz y dijo:

–Olvídalo. Está todo dicho. Bien está el que está con Dios. Sigue tu camino, como han hecho tus hermanos menores. Y si es aquí, me alegraré. Y si no es aquí, Dios sabrá ayudarme para agradecer lo que disponga. ¡Hasta mañana, hijo, si Dios quiere!

Antonio la vio hundirse en la noche. Caminaba despacio, como contando los pasos hasta la casa, que ya le quedaba y le parecía inmensa y fría. Nadie vio las lágrimas que salpicaban en las piedras. Nadie supo la hora de su último aliento.

A la mañana siguiente, el buen cura fue despertado muy temprano por clamores en la plaza: “¡Santa! ¡Santa! ¡Caleruega tiene una santa! ¡Albricias! ¡Aleluya! ¡Caleruega tiene una santa!”