17.11.12

 

Quienes conozcan la fama de sobriedad, sensatez y buena organización de la Editorial Vita Brevis se sorprenderán, sin duda, al leer que la presentación de “El hilo invisible” fue un evento caótico, aunque no por ello menos jovial y estimulante. Se reunieron unos sesenta o setenta asistentes, varios de los cuales no se habían equivocado de sala, que soportaron estoicamente una hora y media de discursos y más discursos.

Después de inaugurar el evento con un Ave María, D. Jorge González, de profesión cura y anfitrión del evento, presentó a los Editores de Vita Brevis como “esta panda de descerebrados” a los que se les había ocurrido la idea de crear una editorial y, además, una editorial católica, y, por si eso fuera poco, una editorial católica respetuosa del Magisterio de la Iglesia. Es decir, la receta perfecta para morir de hambre en poco tiempo.

Las intervenciones de los autores de “El hilo invisible” fueron, ciertamente, peculiares. José Manuel Genovés, por ejemplo, explicó que él no había escrito su relato “Miguel”, porque Dios era quien lo había escrito en su vida y en la vida de su familia. Además, como profesor universitario de anatomía en Valencia, escandalizó a la concurrencia confesando que, un día, él también fue unicelular.

Yolanda Obregón reveló que es suya la culpa de que los niños de hoy no lean ni conozcan la cultura católica. Bueno, dijo que en conjunto era culpa de su generación. Y prometió hacer penitencia escribiendo libros para Vita Brevis.

Bruno Moreno Ramos afirmó que él, en realidad, había venido a hablar de su nuevo libro “Romero a Roma”, pero que, si había que decir algo de “El hilo invisible”, suponía que no estaba del todo mal. Por otra parte, manifestó su convencimiento de que ya nunca leería de la misma forma a Giovanni Guareschi, porque D. Jorge González, de profesión cura, era la viva estampa de D. Camilo, pero sin los puñetazos. En respuesta, D. Jorge se encogió de hombros y señaló que si hay que dar puñetazos, se dan.

El P. Juan Antonio Ruiz, LC, recién llegado de Roma, desveló que su juventud fue rebelde e inconformista, hasta tal punto que, en clase, bajo el pupitre, guardaba buenos libros que leía a escondidas. Esta etapa rebelde y contracultural terminó cuando un profesor le confiscó Quo vadis? y le castigó a no enterarse de cómo terminaba durante un año. En ese momento, Yolanda Obregón, como profesora, señaló que sus alumnos ocultan muchas cosas bajo sus pupitres, pero que hasta el momento nunca se había dado el caso de que se tratase de libros. Después, el P. Juan Antonio se preguntó: ¿Puede un sacerdote escribir literatura? Ante la sorpresa mayúscula y la natural incredulidad de muchos de los presentes, la respuesta fue “Sí”.

Alejandro Sanz Peinado irritó bastante a los demás participantes, porque llegó sin su charla preparada y, aun así, consiguió dar la impresión de haber invertido horas en la preparación de una intervención brillante y de gran interés.

Un hijo de Eugenio Rey Huerta, autor de “Un ovillo de lluvia”, emocionó a los presentes diciendo unas palabras en nombre de su padre, que no pudo estar presente, y manifestando sin miedo los valores cristianos que había recibido de él. Eso nos hizo recordar a los demás autores del libro que, por razones geográficas, circunstancias personales o por encontrarse entre las diez personas más buscadas por el FBI, no pudieron estar con nosotros en tan fausta ocasión.

Finalmente, Mario Crespo resumió chestertonianamente el talante de las intervenciones anteriores, recomendando que a nadie se le ocurriera comprar El hilo invisible, por ser un libro católico, nada cursi, adictivo, muy bien escrito y que hace pensar, características todas ellas extremadamente peligrosas y con consecuencias impredecibles.

Tras el fin de la presentación, descubrimos que, en realidad, había un autor más presente en la sala: Manuel Valderrama, cuyo relato “Tres páginas, dos voces, un hexágono” es el más minuciosamente elaborado de “El hilo invisible”. Al preguntarle por qué no se había identificado como tal, contestó razonablemente que tenía una reputación y no podía ser visto en público con según qué gente.

En la parte de atrás de la sala permaneció en la sombra Juanjo Romero, harto de explicar a todo el mundo que él no era el Romero del libro “Romero a Roma”. Diversos indicios hacen sospechar que él fue el responsable de los abucheos que recibieron varios autores y del lanzamiento de un tomate más que maduro que, por suerte, no produjo daños personales.

Tras las presentaciones, los autores se dedicaron a firmar libros. La multitud deseosa de acercarse a sus escritores favoritos hizo pensar a más de uno en un tsunami, pero, aun así, quienes sobrevivieron a empujones, codazos y largas colas, pudieron llevarse a su casa un libro firmado por uno o varios autores. Tan gran interés por parte de los presentes fue explicado muy bien por uno de los que consiguieron llevarse un libro firmado, al señalar inocentemente: “Así valdrá algo más cuando luego lo venda en el rastro”.

A diferencia de todo lo anterior, el ágape final estuvo muy bien organizado por un grupo de sufridos voluntarios anónimos llamados Isabel, Rosario, Trinidad, Helena, Ana, Cecilia, Jaime y Javier. Tan bien organizado que, cuando los autores terminaron de firmar libros y llegaron hambrientos a las mesas del magnífico piscolabis, descubrieron que prácticamente ya no quedaba nada que comer y tuvieron que contentarse evangélicamente con las migas que caían de las mesas (Mt 15,27). En cualquier caso, lo más agradable de la post-presentación fueron las conversaciones y la posibilidad de conocer cara a cara a diversos comentaristas de InfoCatólica y lectores de los libros de Vita Brevis.

En fin, podría resumirse la ocasión como una tarde de buenos amigos, conversaciones interesantes, libros estupendos, comida abundante y gloria de Dios. Que el cielo nos conceda a todos muchas tardes así.