Diez años de la «Nota Doctrinal» del cardenal Ratzinger sobre la vida pública

 

Una lectura reposada del documento permitirá descubrir una enorme riqueza en matices y exigencias para la acción política de los cristianos.

21/11/12 4:13 PM


Con la «Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública», de 24 de noviembre de 2002, firmada por el entonces cardenal Ratzinger y con aprobación expresa del Santo Padre Juan Pablo II, el magisterio pontificio enseñaba, por enésima vez, la obligación ineludible de los fieles laicos cristianos hacia las realidades socio-políticas para ordenarlas según Cristo.

En 1987 el documento «Instrumentum Laboris» sobre la vocación y misión de los laicos en el mundo recordaba la doble tarea de los cristianos en el orden temporal, esto es, la denuncia de las estructuras de injusticia social y la liberación integral de la persona. En el Concilio Vaticano II, «Lumen Gentium» se ocupó ampliamente de este asunto para recordar que Dios tiene deseos para este mundo que los cristianos deben implantar por imperativo de su filiación divina, oponiéndose a los atentados contra la dignidad de la persona. «Populorum Progressio» de Pablo VI señalaba el deber de los cristianos hacia el desarrollo de los hombres y de los pueblos como si se tratase del desarrollo propio. Y Juan Pablo II en «Christifideles Laici» decía que el servicio a la sociedad de los fieles laicos no consagrados debe hacerse desde el amor al prójimo y para gloria de Dios, constituyendo una oportunidad especial de apostolado y testimonio de la justicia inherente al mensaje evangélico.

La «Nota Doctrinal» del cardenal Ratzinger no añade sustancialmente nada nuevo que no haya enseñado el Catecismo de 1992. Quiere sin embargo responder a las graves desviaciones que personas e instituciones supuestamente cristianas realizan en el contexto de las democracias modernas, las cuales a juicio del documento tienen –por cierto– déficit de representación popular.

Aunque ciertamente la vida pública goza de justa autonomía, no debe confundirse ésta con la independencia absoluta, con la neutralidad moral, que acaba convirtiéndose en una negación de la dignidad humana. Efectivamente, hay un texto del Concilio mal interpretado y peor aplicado sobre la autonomía del orden temporal (GS 36,41,74-76). Porque la independencia jurídica del Estado con respecto a la Iglesia nada tiene que ver con la independencia moral del Estado respecto a la ley de Dios, si no queremos caer en la tiranía del mal y del error.

El texto denuncia el «relativismo cultural» y el «pluralismo ético», rechazando que todas las filosofías o religiones tengan el mismo valor, en una falsa concepción de la tolerancia. El problema es que la pluralidad de soluciones y orientaciones políticas posibles no siempre son compatibles con la fe y la moral cristianas. Los católicos en consecuencia no pueden participar en ninguna opción política que se oponga a la doctrina moral y social cristianas. El juicio del cardenal Ratzinger es inapelable y «severo», porque deja fuera de juego a la inmensa mayoría de los católicos; unos, por vivir al margen de su vocación cristiana hacia el orden social querido por Dios; otros, por participar en soluciones incompatibles con la fe de la Iglesia.

Pero el texto dice mucho más. En primer lugar, los católicos no pueden admitir componendas en este aspecto (sic), porque de lo contrario se menoscabaría el testimonio cristiano en el mundo, y la unidad y coherencia interior de los fieles. En segundo lugar, no existe democracia posible que no tenga firmes y sólidos valores de acuerdo con la Ley Natural sobre el hombre y el mundo («recta concepción de la persona»), principios que son fundacionales de la vida social, y que por lo tanto son «innegociables». Tanto es así que la participación en la democracia moderna exige como condición el respeto a la persona, condición que no se cumple en ninguna de las sociedades democráticas de la Unión Europea.

Los políticos profesionales

Los políticos cristianos que participen en funciones legislativas deben oponerse a toda ley contraria a la dignidad del hombre, no pueden promover campañas de opinión contra ella, ni por supuesto apoyar con su voto leyes, programas políticos o propuestas contrarias a la Ley de Dios. Sólo podrían votar por el mal menor cuando en el parlamento se diese una disyuntiva de tal manera que una ley fuese menos gravosa para la vida del hombre que su alternativa, siempre y cuando, por ejemplo, la absoluta oposición personal al aborto fuese clara y notoria.

Para que el cerco moral acabe de cerrarse sobre la terrible complicidad de los católicos de nuestro tiempo con la inmoralidad de las estructuras, instituciones y código de valores que padecemos, afirma el documento que ni siquiera es moralmente aceptable el compromiso político a favor de uno o varios aspectos del bien común que desatiendan al bien común en su conjunto. Con esta vara de medir ninguno de los partidos con representación parlamentaria merece el voto católico.

Por si cabía alguna duda, el documento que estamos abordando específica las materias más graves que merecen la atención política urgente de los cristianos. Son cuestiones morales que no admiten «excepciones». Se trata del aborto, la eutanasia, la equiparación legal del matrimonio con las parejas de hecho con una forma posible de familia, el divorcio, o la consecución de la justicia social como exigencia de la dignidad del hombre.

El texto insiste, aunque tal vez no fuera necesario salvo en atención a la mentalidad de esta época, que no se propone una forma confesional de organización social, sino que el bien común precisa una verdadera interpretación de la naturaleza humana en consonancia con la Ley Natural. La política debe inspirarse en valores absolutos, porque el ser humano es una realidad superior independiente de la voluntad general. El bien común será desatendido si se prescinde de la adecuada visión del hombre en su doble dimensión corporal y espiritual.

Unidad de vida

Otro de los grandes problemas de nuestro tiempo es la incoherencia de vida. Especialmente en el caso de los fieles laicos hay incongruencia generalizada entre vida pública y privada. La conciencia es una, como afirma el documento, y no podemos creer y hasta divulgar una idea de la vida en casa, y vivir otra opuesta en el trabajo o la política. Recuerda el texto que toda la existencia humana entra en el designio de Dios y que cualquier actividad, situación o esfuerzo es una ocasión providencial de expresión de la fe, la esperanza y la caridad. La política, del mismo modo, ejercida desde la recta conciencia, es la aportación de los cristianos a un orden social más justo y más respetuoso con la dignidad de la persona.

El texto denuncia que hoy se discute no sólo la relevancia socio-cultural de la fe cristiana sino también la conveniencia de una ética natural. Esta filosofía destructiva nos conduce hacia la anarquía moral que se manifiesta –sin otra posibilidad– en el abuso de los fuertes sobre los débiles. El documento no exculpa a los católicos del éxito de esta falsa cosmovisión y señala a algunas asociaciones y organizaciones, revistas y periódicos de inspiración «católica», como responsables de la desorientación de los cristianos en materia política, como si ésta fuese independiente de sus creencias, en particular, y de la moral verdadera, en general.

El texto rechaza las concepciones políticas que sólo atienden a la realidad mundana del hombre y que ignoran («anulan o redimensionan») su destino trascendente. Sólo con esta afirmación de la «Nota Doctrinal» quedan excluidas para un cristiano las ideologías políticas que detentan el poder en la Unión Europea.

Finalmente el documento realiza una explicación, que no pocos esperaban, para acabar con abusos y erróneas exégesis de las palabras del Concilio sobre la libertad religiosa. Dice el entonces Cardenal Ratzinger que la condena del indiferentismo y del relativismo no es incompatible con la libertad de conciencia y religiosa de la Declaración «Dignitatis Humanae» del Concilio Vaticano II. Al contrario es plenamente coherente con ella, porque la Declaración conciliar no presupone una «inexistente» igualdad entre las religiones, culturas o doctrinas, incluso erróneas, como si tuvieran una valor más o menos igual, en palabras de Pablo VI. La libertad de conciencia y religiosa se funda en la dignidad humana, es decir, en la ausencia de coacción que oprima la conciencia para buscar la verdadera religión y adherirse a ella. Nada menos pero también nada más.

Un regalo de Dios

Una lectura reposada del documento permitirá descubrir una enorme riqueza en matices y exigencias para la acción política de los cristianos. No necesitaba el magisterio repetirse sobre algo evidente, y ya enseñado por el magisterio reciente y no reciente. Pero el clima de profundísima confusión que afecta a los cristianos y a la sociedad en general sobre aspectos esenciales de la fe, hace que no pocos ya crean que la vieja Cristiandad, sin excluir a España, no sólo precisa de una nueva evangelización, como tantas veces repite el Santo Padre, sino que se ha convertido en tierra de misión.

Ahora hace falta, en primer lugar, que todos los católicos, desde los laicos hasta los prelados, sean eco de las enseñanzas del Papa, eco fiel en lo doctrinal y en la vehemencia y pasión que el texto pontificio desborda entre sus líneas. De lo contrario, como ha ocurrido en tantas ocasiones, el mensaje tal vez llegue solamente a quienes ya vivían de acuerdo con los postulados del documento.

En segundo lugar, y a nuestro modesto entender y saber, si la sociedad no tiene sensación de obra mal hecha, de error... porque se confunde la obligada indulgencia con el pecador, con la tolerancia, comprensión o infravaloración del pecado grave; si los pecados más graves como el asesinato del aborto, no tienen consecuencias aparentes en penas canónicas, rechazo social de los cristianos, prohibición de asistir a procesiones o trabajar en medios de comunicación católicos..., el banquete de la confusión está servido.

En Nicaragua lo tienen más claro y tal vez por ello aquellas tierras hermanas de Hispanoamérica conservan profundamente la herencia española de la fe en el Dios verdadero: la iglesia nicaragüense excomulgó, justo poco después de la publicación de esta «Nota doctrinal», a los padres y médicos que habían practicado un crimen de aborto con la inocente consecuencia de una violación a una pobre niña. Estaban excomulgados automáticamente, como dice el Código de Derecho Canónico. Pero con la sentencia pública todo el mundo se enteró de las consecuencias canónicas del asesinato del nasciturus y el aborto apareció con elocuente nitidez como una aberración a los ojos de todo el mundo. La claridad de ideas y la vehemencia en su exposición y defensa, en buena lógica, deben ser proporcionales a la gravedad de la situación, al índice de conciencia social sobre el asunto y a las posibilidades de los medios disponibles. El poder y la autoridad están para usarlos en defensa de aquello que les dio vida y sentido. En caso contrario, ¿a qué estamos jugando?.

Claro que la empresa es harto difícil. Ni todas las encíclicas de la historia, ni la visita personal del Sumo Pontífice, como si la historia se repitiese con los profetas de Israel y la dureza de corazón de los judíos de la Antigua Alianza, seguramente podrían convencer a la mayoría de los «católicos» que detentan amplias parcelas del poder, de que su autoridad viene de Dios, de que tienen que obedecer a Dios antes que a los hombres, de que no están obligados a cumplir leyes injustas, y que lo importante para ellos y para el bien común es tener a Dios contento y no a los electores. Si escuchasen a la Iglesia muchos tendrían que revisar toda una vida de gobernantes para concluir dramáticamente que sólo han servido por acción u omisión a los derechos del mal y del error, falsos derechos humanos. Y no pocos se consolarían tristemente con el papel de aparente mal menor de Pilatos frente a la mayor crueldad aparente de Caifás.

Los católicos esencialmente seguimos, pese a la buena intención, haciendo el juego al enemigo, a quien por mucho que amemos no deja por ello de ser el enemigo de todo aquello que puede considerarse sagrado. Podemos y debemos discrepar, y también podemos y debemos decir alguna vez basta. Ese es el modelo que nos presenta la Iglesia con santo Tomás Moro, patrón de los políticos, san Juan Fisher o santo Tomás Becket, asesinados en sorprendentes parecidas circunstancias a las exigencias de nuestro tiempo, por no ceder con su aquiescencia al imperio de la iniquidad y la apostasía, aunque vengan disfrazadas de consenso, pluralismo o convivencia.

 

Francisco J. Carballo

Publicado originalmente en Diario Ya