2.12.13

La alegría de la fe

A las 11:37 AM, por Germán
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Recientemente hemos conocido el texto de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, (La alegría del Evangelio), del Romano Pontífice Francisco.

El documento pontificio contiene mucha materia para reflexionar y masticar, pero quiero detenerme en apenas sus párrafos iniciales en los que el Papa nos invita «a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría», indicándonos «caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años».

Con la impronta de la «abnegación ignaciana», y como no podía ser de otra manera, dado el nombre que escogió, Francisco nos llama ni más ni menos a una «alegría franciscana» para el anuncio del Evangelio en el mundo actual.

En nuestra sociedad actual falta la alegría, no aquella alegría momentánea de una reunión que divierte pero que deja seca el alma, o de un espectáculo que da el gozo miserable de la pornografía, o de una asamblea que finaliza con la borrachera común que son chispazos de felicidad que provocan aún más angustia en el interior, que alegría en el exterior. «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría» (Pablo VI, Gaudete in Domino) y (Evangelii gaudium, 7).

También entre los cristianos abundan quienes viven una vida triste, desalentada, sin ideales, porque ignoran los principales motivos que poseen para sentir una alegría permanente:

Muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado (Evangelii gaudium, 79).

El Papa nos llama a salir de la «mundanidad espiritual» y nos envía con fuerza a la «la dulce y confortadora alegría de la evangelización» en estos tres niveles: interior, exterior y difusiva:

1. La alegría de ser. La verdadera razón de nuestra alegría es Jesús.

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (Evangelii gaudium, 1).

No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (Benedicto XVI) y (Evangelii gaudium, 7).

2. La alegría de hacer. San Francisco entendía por «alegría exterior», «la prontitud para hacer el bien».

Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria (Cardenal Jorge Mario Bergoglio).

3. La alegría de darse.

El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16) (Evangelii gaudium, 9).

Es una alegría cristiana que ha de nacer de la profunda reflexión sobre los bienes que Dios ya nos ha dado, y sobre los que esperamos que nos dé, de una manera definitiva.

Jesús mismo cuenta la parábola de la mujer que había perdido una joya y que inesperadamente la halla, esa debe ser la actitud de quien ha hallado el perdón de sus pecados, que ya es una valiosa joya, que ha hallado la confortadora revelación de Dios en la Biblia, que halla el tesoro de la fortaleza en los sacramentos, la alegría de quien espera con serenidad el juicio divino, que le concederá el derecho del ingreso en la felicidad eterna.

El gozo  es uno de los frutos del Espíritu Santo. Cuando el corazón es amoroso, cien por ciento, el fruto de ese amor es la alegría. Es una alegría que sólo se conoce en el cielo y viene de ahí para dar calor y esperanza a otros en este valle de lágrimas. No es algo que se encienda, es algo que irradia el interior. Si alguna vez ha estado ante la presencia de una persona dotada con esta alegría, ha sabido de inmediato que venía del Espíritu Santo. Es la forma como actúa Dios. En el pasado y en el presente, cuando parece que el mal dominara al mundo, hay personas en esta tierra dotadas de esta alegría, como un signo a Satanás de que Dios aún está al mando. Esta alegría celestial llena a un alma sólo porque está llena de amor que es el reflejo del amor del Espíritu Santo. El infierno es el lugar en el que el último gramo de amor abandona al alma en el momento en que entra ahí. No hay amor en el infierno. No hay alegría en el infierno.