4.12.13

¿Debemos creerle a Gustavo Gutiérrez?

A las 1:00 AM, por Andrés Beltramo
Categorías : Teología de la Liberación

La teología de la liberación se ha “puesto de moda” como consecuencia de la llegada al papado de Jorge Mario Bergoglio, el Papa “venido del fin del mundo", del mismo continente en el cual el pensador peruano Gustavo Gutiérrez acuñó los conceptos básicos de esa corriente de pensamiento que tantas turbulencias ha provocado en la Iglesia latinoamericana.

En una sociedad polarizada como la que imperó en América Latina en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II y en las décadas siguientes, el muchas veces incendiario debate en torno a la teología de la liberación se camufló en la más ambiciosa confrontación entre “izquierdas” y “derechas". Una cuestión eclesial se convirtió, inevitablemente, en un problema social y político.

El rol en esta historia del “padre” de la teología de la liberación, el mismo Gutiérrez, siempre ha sido ambigüo. Inspirador de toda una generación de militantes socialistas y marxistas sudamericanos, también fue vanguardia de un pensamiento que, con los años, terminó por superarlo. Algunas de sus obras estuvieron por largo tiempo bajo la lupa del Vaticano, pero nunca fueron condenadas (aunque sí corregidas), como ocurrió en el caso de otros teólogos liberacionistas. No obstante, de una u otra manera, por largo tiempo él coqueteó con grupos para nada moderados. Más bien cercanos a movimientos guerrilleros.

Por todos los medios él quiso permanecer dentro de la Iglesia católica y lo logró. Sus ideas parecieron evolucionar y, en al menos dos ocasiones, pretendió arrepentirse de su deriva inicial al reconocer errores en su pasado. Las opiniones sobre él y su legado continúan divididas. Algunos lo consideran todavía un astuto y embustero, otros defienden su buena voluntad.

Apenas unos meses atrás el debate en torno a su figura se reavivó tras la publicación en Italia del libro “Del lado de los pobres. Teología de la liberación, teología de la Iglesia". Se trata de un texto a “cuatro manos” escrito por él y por el actual prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe de la Santa Sede, Gerhard Ludwig Müller. Se trata de un texto que data de 2005, cuando el clérigo alemán era todavía arzobispo de Ratisbona.

No obstante la reedición del volumen haya desatado una áspera batalla en la Curia Romana, no lo traigo a colación por eso sino porque el mismo contiene pasajes muy interesantes, fundamentales para completar el cuadro de un asunto más que complicado. Varios párrafos salidos de la pluma misma de Gustavo Gutiérrez parecen de antología. Se trata de un propio “mea culpa” por los errores del pasado, una rectificación manifiesta, la aceptación a la legítima autoridad de la Iglesia y un inequivocable rechazo a la lucha de clases.

Existe quien sostiene que al “padre de la teología de la liberación” sus 85 años le pesan lo suficiente como para orillarlo a enmendar. ¿Será? Puede juzgar el lector mismo, al menos algunas partes del bendito texto que aquí compartimos.

LA TEOLOGÍA: UNA FUNCIÓN ECLESIAL
Gustavo Gutiérrez en “Del lado de los pobres. Teología de la Liberación", ediciones Instituto Bartolomé de las Casas, Lima, Perú, mayo de 2005

La pobreza es un tema evangélico y un desafío que ha estado siempre presente a lo largo de la historia de la Iglesia. Pero las denuncias de Medellín ("inhumana miseria"), Puebla ("pobreza antievangélica") y Santo Domingo ("intolerables extremos de miseria"), hicieron que la situación de pobreza, que padece la gran mayoría de la población de América Latina y el Caribe, surgiese con toda su crudeza ante nuestros ojos. Se trataba de una realidad secular pero que golpeó de forma nueva la conciencia humana y cristiana, y que por lo mismo planteó exigentes retos a la tarea eclesial. El “otro” de una sociedad que lo margina y excluye se hizo presente demandando solidaridad.

Ante la muerte injusta y temprana que implica la pobreza, “el noble combate por la justicia” (Pío XII) adquiere caracteres dramáticos y urgentes. Tomar conciencia de ello es una cuestión de lucidez y honestidad. Es necesario, además, superar la mentalidad que coloca esos hechos en un campo exclusivamente político en el que la fe tiene poco o nada que decir; esta actitud expresa “el divorcio entre la fe y la vida” que Santo Domingo ve todavía hoy como capaz de “producir clamorosas situaciones de injusticia, desigualdad social y violencia. Sin embargo, reconocer los conflictos sociales como un hecho no debe de en ninguna manera significar que se propugne el enfrentamiento social como método de cambio en la sociedad. No podemos por eso aceptar “la lucha programada de clases” (Juan Pablo II, L.E. n. 11).

Estamos, qué duda cabe, en un terreno controvertido y resbaladizo. El riesgo de reduccionismos o de expresiones interpretables en este sentido, se presenta entonces limitante y amenazante. Es fácil ser absorbido por los aspectos emocionales de la situación, experimentar una cierta fascinación ante lo que tiene de nuevo, o sobreestimar el valor de las ciencias sociales. Éstas son necesarias para conocer la realidad económico-social, pero se trata de intentos que están en sus primeros pasos; en esas condiciones hablar de un conocimiento científico del universo social no puede ser considerado como algo definitivo o apodíctico, ni como completamente libre de adherencias ideológicas.

La liberación social y política no debe ocultar de ningún modo el significado final y radical de la liberación del pecado que sólo puede ser obra del perón y de la gracia de Dios. Es importante por ello afinar nuestros modos de expresión para que no den lugar a confusiones al respecto.

Es necesario estar atento a esos peligros y reafirmar el nivel propio y directo del Evangelio; su contenido es el Reino, pero éste debe ser acogido por personas que viven en la historia y, por consiguiente, el anuncio de su Reino de amor, de paz y de justicia incide en la convivencia social. Sin embargo, las demandas evangélicas van más allá del proyecto político de una sociedad diferente. Ella será justa, y en cierto modo nueva, en la medida en que coloque en su centro a la dignidad de la persona humana, dignidad que para un cristiano tiene su fundamento último en la condición de “imagen de Dios” que Cristo salva al restablecer la amistad de los seres humanos con Dios.

Las realidades sociales conflictivas no pueden hacer olvidar las exigencias de un amor universal que no reconoce fronteras de clase social, raza o género. La afirmación de que el ser humano es agente de su destino en la historia debe ser hecha en modo tal que se perciba con nitidez la iniciativa gratuita de Dios en el proceso salvífico, sentido último del devenir histórico de la humanidad. Efectivamente, el don de Dios “que nos amó primero” (1 Jn, 4, 19) enmarca y da su lugar a la acción humana en tanto respuesta libre a ese amor.

En estas coas hay deslizamientos posibles, y de hecho ellos han ocurrido. Tampoco han faltado las dificultades de comprensión ante nuevos temas y nuevos lenguajes. Se produjo de este modo un debate sobre la teología de la liberación que incluso desbordó el ámbito eclesial, para entrar en el ancho y agitado mundo de los medios de comunicación. No obstante, más allá de las apariencias y de discusiones ardorosas, un proceso de fondo tenía lugar en estos años, caracterizado por una confrontación seria y respetuosa, objeciones fundadas, pedido de precisiones necesarias de quienes tienen autoridad para ello en la Iglesia, valoración de la sensibilidad al signo de los tiempos que significa la aspiración a la liberación, una legítima presentación de dudas, interés por una teología cercana a las comunidades cristianas.

Todo ello nos conduce a percibir que el intento por captar teológicamente nuevas realidades ha de ser constantemente clarificado. Las imperfecciones del lenguaje deben ser superadas y corregidas las formulaciones inexactas a través de conceptos que no den lugar a equívocos en materia de doctrina de la fe. En efecto, la reflexión teológica lleva siempre la huella del momento y las circunstancias en que se elabora. Eso vale, de manera particular, para el intento realizado en estos años en América Latina. En ellos ha sido necesario afrontar situaciones difíciles, responder a retos inéditos a la inteligencia de la fe, de modo de poder llegar -dentro del soplo misionero propio a la teología- a todos aquellos que no perciben la significación del Evangelio para esas realidades y para su vida.

Importa ante todo ser lúcido acerca de esos riesgos y limitaciones, escuchar con humildad las opiniones divergentes. Esta actitud se desprende -es oportuno anotarlo- de la comprensión del sentido del trabajo teológico en tanto servicio a la misión evangelizadora de toda la Iglesia al que ya nos hemos referido. En teología es necesario estar siempre dispuestos a “modificar las opiniones propias", en función del servicio a “la comunidad de los creyentes". Ese es el sentido del trabajo teológico, por ello se afirma con razón que “no puede prescindir de la doctrina y de la experiencia vivida en el ámbito de la Iglesia, en la cual el Magisterio custodia e interpreta auténticamente el depósito de la fe".