6.12.13

Hijos de Dios

Gracias a Dios en muchas ocasiones son las personas que leen este humilde blog las que suscitan temas para ser aquí traídos. Y eso es lo que ha pasado en este caso particular que resulta, además, muy interesante.

Hace unos días, una comentarista sugirió, o eso entendió el que esto escribe, un tema importante y que da título al Eppur si muove de hoy. Resulta bueno saber o, al menos, tratar de conocer, si existe diferencia entre el concepto “hijo de Dios” y el de “filiación divina” pues, además, esto redundará en el hecho, otro muy importante, de si fuera de la Iglesia católica hay salvación posible.

Nadie puede dudar, nadie salvo quien sea ateo o agnóstico exagerado, que todo ser humano, como parte de la creación de Dios, es hijo del Padre Todopoderoso. Sin embargo ha de existir, existe, una diferencia entre ser hijo de Dios y lo que consideramos como propio de la filiación divina. Es, por decirlo pronto, como una filiación más perfecta pues es cierto y verdad que creer en Jesucristo supone elevarse a una vida que es, en tal sentido, nueva.

Al respecto de lo primero, y entroncando con sentido acendrado de la fe cristiana, dice san Josemaría, en el punto 106 de “Es Cristo que pasa” esto

“No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros”.

Pero bastantes párrafos antes del mismo libro (en concreto, en el punto 13) aúna el concepto de “hijo de Dios” con el de “filiación divina” en un sentido que es acertado y que nos comunica que no están separados. Dice que

Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.

Y es que, como es lógico entender, el llamado “santo de lo ordinario” consideraba muy importante este crucial concepto espiritual. Por eso, en el número 274 de “Camino” dice, refiriéndose a una conversación que mantuvo con un estudiante

“Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo… ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, ‘engallado’ el cuerpo y soberbio por dentro… ¡hijo de Dios!”
Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la “soberbia".

Pues bien, es verdad que el Catecismo de la Iglesia Católica, en concreto en su punto 1243 dice, entre otras cosas, que el bautizado es “ahora hijo de Dios en el Hijo Único” que es, exactamente el sentido que se ha de tener acerca de la filiación divina como expresión concreta y cristiana de ser hijo de Dios. Por eso, también ahí se dice, que “En Cristo, los bautizados son “la luz del mundo” (Mt 5,14; cf Flp 2,15)” y que, por lo tanto, debemos trata de iluminar el camino de aquellos que, siendo o no habiendo sido bautizados, no aciertan con que deben tomar y que les lleve hacia el definitivo Reino de Dios.

Por eso, insiste san Josemaría (“Forja” 331) en el hecho de que nuestra filiación divina es crucial para nuestra propia existencia. Por eso nos recomienda lo que sigue:

Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre —¡tu Padre!— lleno de ternura, de infinito amor.

—Llámale Padre muchas veces, y dile —a solas— que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo.

Ser, por lo tanto, hijo de Dios, darse cuenta de que se es y, más que nada, llevarlo a la práctica, no es cosa de poca importancia sino, muy al contrario, esencial para quien quiere mantener una unidad de vida que, no pocas veces, es trastocada por lo políticamente correcto y por las conveniencias que el mundo, se quiera o no se quiera, nos impone.

Y todo esto, es decir lo referido a la condición de hijo de Dios de todo ser humano y al concepto de “filiación divina” atendido el bautismo del ser humano nacido, tiene una relación directa con un tema que arriba hemos mencionado: la salvación del ser humano.

Alguien podría sugerir, atendiendo a que “fuera de la Iglesia no hay salvación” que, en efecto, quien no sea miembro bautizado de la Iglesia católica no se podrá salvar.

El que esto escribe nunca ha podido estar de acuerdo con considerar de una forma tan extremosa lo que eso quiere decir porque fácilmente excluye, de pensar así, a todo ser humano que, por ejemplo, no haya conocido a Cristo y, entonces, no haya sido bautizado y, otra vez entonces, no podría salvarse…

Sin embargo, y como en tantas otras ocasiones, el Catecismo de la Iglesia católica acude en auxilio de los pequeños en la fe que no siempre comprendemos las profundidades de nuestra fe.

Digo esto porque los números que ahora traigo aquí vienen, digo, en auxilio de personas como el que esto escribe y, espero, en auxilio de otras muchas:

“846 ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo:
El santo Sínodo […] ‘basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella’ (LG 14).
847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia:

‘Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16; cf DS 3866-3872)’.

848 ‘Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, “sin la que es imposible agradarle” (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar’ (AG 7).

Sabemos, por lo tanto, que todos los seres humanos somos hijos de Dios, imagen y semejanza suya y, por lo tanto, todos tenemos acceso a su herencia, la vida eterna. Pero también sabemos que ser cristianos y considerarnos discípulos de Cristo, favorece mucho nuestra eternidad.

Otra cosa, claro, es que creamos que nos basta con decir “Señor, Señor”.

Eleuterio Fernández Guzmán