16.12.13

Pastoral en la verdad y la caridad


En el post del pasado jueves cité un magnífico texto de Benedicto XVI de su etapa como cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Aunque el mismo trataba sobre la cuestión de los divorciados vueltos a casar, hay no pocos párrafos que se podrían aplicar a la actividad pastoral de la Iglesia en cualquier ámbito. La parte final del documento es, en mi opinión, magistral:

Una serie de objeciones críticas contra la doctrina y la praxis de la Iglesia concierne a problemas de carácter pastoral. Se dice, por ejemplo, que el lenguaje de los documentos eclesiales sería demasiado legalista, que la dureza de la ley prevalecería sobre la comprensión hacia situaciones humanas dramáticas. El hombre de hoy no podría comprender ese lenguaje. Mientras Jesús habría atendido a las necesidades de todos los hombres, sobre todo de los marginados de la sociedad, la Iglesia, por el contrario, se mostraría más bien como juez, que excluye de los Sacramentos y de ciertas funciones públicas a personas heridas.

Si eso se escribió en 1988, ¿qué no se podría decir hoy? Existe la idea de que la Iglesia es una especie de madrastra que se limita a dar una serie de normas para que sean cumplidas por los fieles como si éstos vivieran bajo un régimen de disciplina militar, de forma que el que se salte alguna es arrestado y enviado al calabozo. Y eso chocaría con la imagen falsamente idealizada de Jesucristo, al que se le presenta como una especie de bonachón que iba por la vida restando importancia a la necesidad de obedecer la ley de Dios y diciendo a los pecadores: “no os preocupéis por vuestros pecados, Dios acoge a todos y da su perdón a los pecadores sin exigirles condición alguna".

Lo cierto es que esa idea adultera la misión de Cristo y su mensaje. Ciertamente Él vino a salvarnos del pecado. Pero esa salvación tiene dos caras sin la cual no hay moneda que nos pueda dar acceso al cielo. Nos salva del pecado mediante su sacrificio vicario en la Cruz, por el que paga el castigo que nos correspondía a nosotros:

Y vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, el espíritu que actúa en los hijos rebeldes; entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por naturaleza hijos de ira, como los demás; pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida con Cristo —por gracia habéis sido salvados— (Efe 2,1-5)

En Colosenses 2,13-15 se nos explica que fue mediante el sacrificio de la cruz como obtuvimos el perdón. Ese sacrificio, realizado una vez y para siempre, se actualiza en cada Misa que se celebra en el mundo. Y gracias al mismo, Cristo puede ejercer de abogado en favor nuestro ante el Padre para el perdón de nuestros pecados:

Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le desmentimos y su palabra no está en nosotros. Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. (1ª Jn 1,8-11)

Pero Cristo nos salva no solo de las culpas cometidas y de las consecuencias del pecado, sino de la esclavitud del mismo. Y lo hace de varias maneras. Primero, advirtiendo de cuál es la raíz de todo pecado, mostrándonos que nace del corazón, del interior del hombre.

Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. (Mt 15,19)

Por eso mismo nuestro Señor va mucho más allá de la literalidad de la ley mosaica y eleva la exigencia moral de los que han de vivir en el evangelio. Lo vemos en la cuestión del divorcio, que ya no permite, en sus palabras sobre el adulterio, que no consiste solo en practicarlo de forma física sino en el mero deseo (Mt 5,28), en el trato con los hermanos (Mt 5,21 y ss), en la forma de responder a las ofensas (Mt 5,38 y ss), etc. Cada vez que el Señor afirma “oísteis que fue dicho… pero yo os digo“, el mandato que sigue a continuación es, humanamente, mucho más difícil de cumplir.

Dios sabe perfectamente de nuestra incapacidad para hacer lo que debemos incluso aunque queramos:

Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom 7,21-24)

Y por eso mismo no nos deja solos. Nos envía al Espíritu Santo para que haga la obra en nosotros. Su gracia nos capacita para hacer las obras de penitencia, de justicia y de caridad que se requieren para nuestra salvación. Sin la cruz de Cristo, sin la fe en el Redentor, no hay obra que salve. Sin las obras que hacemos por medio de la gracia, la fe es muerta y no salva. De hecho, la labor del Espíritu Santo es hacer que nos convirtamos más y más en la imagen de Cristo, de forma que podamos decir con San Pablo “y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,29). Así nos salva el Señor. Habitando en nosotros no solo para perdonar el pecado, sino para alejarlo y arrancarlo de nuestras vidas.

Por tanto, no puede haber pastoral alguna que ignore la gravedad del pecado y la absoluta necesidad de que Dios nos dé y nosotros recibamos la gracia del arrepentimiento, que lleva consigo una liberación progresiva de la cautividad del pecado. No es igual pecar ocasionalmente, cosa que todos hacemos, que vivir en pecado.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el hombre ni siquiera es consciente de su condición pecadora? ¿se le podrá dejar en esa ignorancia? ¿se le podrá dejar en esa esclavitud? Un pajarito que ha vivido siempre enjaulado no sabe que está cautivo, y aunque se le abra la puerta, es posible que no eche a volar por el cielo azul. Y también habrá quien piense que dado que no hay conciencia de pecado no se puede imputar del mismo, y que es mejor dejar a los incrédulo y los pecadores en su ignorancia, como si no fuera cierto que:

… desde la creación del mundo los atributos invisibles de Dios, tanto su eterno poder como su divinidad, se dejan ver a la inteligencia a través de las criaturas. De manera que son inexcusables, por cuanto, conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón. (Rom 1,20-21

Es decir, no existe ser humano que no tenga algún tipo conciencia sobre lo que es el bien y el mal. De hecho, desde que nuestros primeros padres comieron del árbol del bien y del mal, ya no hay ignorancia invencible sobre todo aquello que forma parte de la ley natural. Por tanto es una ley impresa en el corazón de todos los hombres. Una ley que el hombre no puede cumplir precisamente por efectos del pecado original. Cristo viene, como nuevo Adán, a restaurar las cosas, de manera que quienes en Él viven, pueden y deben cumplir no solo la ley natural sino todos los preceptos que Él, Supremo Legislador, nos da. Pero algunos piensan que predicar el evangelio a los hombres pecadores es hacerlos una pésima jugada: es una falta de caridad.

La mera idea de que la ley de Dios es una carga para el hombre es absurda. El que así piense, que lea el salmo 118. Cuando la Iglesia señala el pecado e incluso imparte disciplina al pecador, no está oprimiéndole, sino abriendo las puertas a su conversión para que sea verdaderamente libre y pueda acercarse al Señor en “santidad, sin la cual nadie verá a Dios” (Heb 12,14).

Y esa tarea de la Iglesia no es fácil. Cito de nuevo a Ratzinger:

Se puede indudablemente admitir que las formas expresivas del Magisterio eclesial a veces no resultan fácilmente comprensibles y deben ser traducidas por los predicadores y catequistas al lenguaje que corresponde a las diferentes personas y a su ambiente cultural.

Pero que no sea fácil, no significa que se deba renunciar a transmitir la verdad. De hecho, cualquier pastoral que omita tal cosa, está destinada al fracaso:

Sin embargo, debe mantenerse el contenido esencial del Magisterio eclesial, pues transmite la verdad revelada y, por ello, no puede diluirse en razón de supuestos motivos pastorales. Es ciertamente difícil transmitir al hombre secularizado las exigencias del Evangelio. Pero esta dificultad no puede conducir a compromisos con la verdad. En la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II rechazó claramente las soluciones denominadas «pastorales» que contradigan las declaraciones del Magisterio (cf. ibid., n. 56).

A veces me pregunto si no estaremos ignorando el hecho de que por muy secularizadas que estén nuestras sociedades, los hombres son hoy esencialmente los mismos que cuando la Iglesia empezó a predicar el evangelio. El mundo al que se enfrentaron los apóstoles estaba plagado de pecados. Hoy también. Pero ellos no negociaron la verdad para hacerla más aceptable. No hicieron una pastoral que en nombre de una falsa misericordia ocultara la gravedad del pecado del hombre. Porque si el enfermo no es consciente de la gravedad de su enfermedad, ¿cómo va a querer someterse a tratamiento?

Llevado a la cuestión de los divorciados vueltos a casar, pregunto: ¿qué tipo de pastoral sería aquella que se limite a hablar de agogida, de comprensión benigna, de acompañamiento cálido y fraterno, pero que resta importancia el pecado de adulterio, que no puede ser ignorado ante la claridad de las declaraciones de Cristo en el evangelio? ¿qué tipo de pastoral sería aquella que no va encaminada a que los adúlteros dejen de vivir en adulterio? Y quien dice adulterio, dice fornicación, avaricia, egoísmo, idolatría, rencor, envidia, etc. Larga es la lista de las obras de la carne:

Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, ambiciones, disensiones, facciones, envidias, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no herederán el reino de Dios. (Gal 5,19-21)

Si al mundo actual -y supongo que al antiguo- le resulta relativamente fácil entender que los odios y las discordias son pecados, no hará falta insistir mucho en que lo son. Pero si al mundo actual le resulta imposible aceptar que el adulterio y la fornicación son pecaminosos, habrá que hacer el esfuerzo de iluminarle con la verdad sobre dichas prácticas. Y mucho más si quienes andan en ellas son cristianos, que tienen mucha más responsabilidad moral porque han recibido la gracia para evitar pecar. Ocultar la verdad al mundo es grave. Ocultarla a los hijos de Dios es un crimen. Y si ese crimen se hace en nombre de la caridad, no existe calificativo capaz de describirlo.

Ahora bien, la verdad no se trasmite como si fuera una fórmula matemática o una receta de cocina. No se trata de decirle al pecador: “eres un miserable por esto, por esto y por lo otro; y ahí te quedas en tu miseria". El evangelio es ante todo buena nueva. Es anuncio de salvación. Es anuncio de gracia santificante. Es anuncio de liberación. Es anuncio de comunión con Dios. Cristo no vino primariamente a acusarnos sino a salvarnos. Y la Iglesia debe ser especialmente cuidadosa en su forma de predicar el evangelio y la necesidad de conversión. Cito otra vez al papa emérito:

Si en el pasado a veces la caridad quizá no resplandecía suficientemente al presentar la verdad, hoy en día, en cambio, el gran peligro es callar o comprometer la verdad en nombre de la caridad.

El mal no se soluciona añadiendo mal. No puede ser que porque no siempre fuimos capaces de unir la verdad con la caridad, ahora queramos eliminar la verdad en nombre de la caridad. Debemos buscar la manera de transmitir la verdad en caridad. Y para ello contamos con la inestimable ayuda del Señor, que quiere que su Iglesia haga bien la labor que la ha encomendado en la tarea de salvar a los hombres.

Acaba Ratzinger diciendo:

La palabra de la verdad puede, ciertamente, doler y ser incómoda; pero es el camino hacia la curación, hacia la paz y hacia la libertad interior. Una pastoral que quiera auténticamente ayudar a la persona debe apoyarse siempre en la verdad. Sólo lo que es verdadero puede, en definitiva, ser pastoral. «Entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,32).

Enemigos de Cristo y de la cruz son aquellos que quieren usar la misericordia de Dios como excusa para mantener en la esclavitud del pecado a los hombres. Da igual que sean pastores u ovejas que engañan a otras. La Iglesia y todos los que formamos parte de ella necesitamos convertirnos en verdaderos testigos de la verdad y el amor de Dios para el resto de los hombres. No podemos restar importancia al pecado. No podemos faltar a la caridad limitándonos a mostrar el pecado sin anunciar la gracia que nos libera del mismo. No podemos dejar que el mundo nos ilumine. No podemos dejar que el humo de Satanás siga entre nosotros. Debemos pedir perdón a Dios por nuestros errores y rogarle que nos conceda el don de cumplir el mandato de Cristo:

Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, se condenará. (Mc 16,15-16)

Prediquemos la verdad en la caridad. “El justo vivirá por la fe” (Rom 1,17), vive de la “fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6). Vive de la verdad y del amor.

Luis Fernando Pérez Bustamante