30.12.13

Gratitud por lo que se recibió

A las 8:00 AM, por Germán
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En cierta ocasión Jesús curó a diez leprosos, sólo uno de ellos regresó a darle gracias por tan insigne favor, y Cristo se quejó por la ingratitud de los curados, que sólo pensaron en su egoísmo.

La gratitud es una virtud muy querida por Dios, es una cualidad que todos los padres quisieran verla en sus hijos, y ciertamente es hermoso encontrarla en cualquier persona. Es un deleite encontrarla en nosotros mismos.

A lo largo de mi experiencia apostólica, sorpresivamente me he encontrado con personas que en un momento dado me expresaron su agradecimiento. Una de esas fue una mañana cerca de una escuela primaria, un joven desconocido se me acercó resueltamente, abordándome y preguntándome por los Pioneros del Sagrado Corazón de Abstinencia Total, enseguida me dijo: «yo fui Pionero juvenil en el colegio, y nunca había encontrado la oportunidad de agradecerle por eso. Si no hubiera sido Pionero, quizás ahora no estuviera en la Universidad», dejándome ciertamente sin palabras por ese acto de gratitud no esperado.

La gratitud «tiene por objeto recompensar de algún modo al bienhechor por el beneficio recibido» (Teología de la perfección cristiana, Royo Marín).

El bienhechor, dándonos gratuitamente alguna cosa a la que no teníamos ningún derecho, se hizo acreedor a nuestra gratitud; y en todo corazón noble brota espontáneamente la necesidad de demostrársela llegada la ocasión oportuna. Por eso es tan vil y degradante el feo pecado de la ingratitud.

La fuente del agradecimiento no es la cabeza sino el corazón. Uno puede decir que es agradecido, pero si sólo lo está pensando, únicamente lo dirá de labios para fuera. Se puede actuar ser agradecido. La gratitud se experimenta en el corazón.

Como toda virtud, la gratitud debe practicarse. Nuestro primer entrenamiento proviene de nuestros padres que nos recordaron decir siempre gracias cuando alguien nos obsequiaba un dulce, o nos hacía un favor.

La humildad reconoce el hecho de que todo lo que uno es viene de Dios. Además de las bendiciones que Dios nos ha dado personalmente, hay muchas que nos da a través de otros, por ejemplo nuestros padres y antes de ellos nuestros abuelos. Nuestros hermanos y hermanas, familiares y amigos son dones del Cielo, sin olvidar los enemigos, estos últimos son una fuente de bendición para desarrollar especialmente la paciencia y la humildad.

La sana gratitud de algunas personas que recibieron gracias especiales de Dios obliga a los corazones generosos a dedicarse a practicar el bien a los demás, recordando lo mucho que él mismo había recibido anteriormente.

Es celebre y emocionante el caso del africano «Bwana Mganga» (Adrien Atiman), un joven esclavo que pasa de mano en mano y de mercado de esclavos a mercado, en uno de ellos lo compran dos misioneros, le bautizan le envían a Europa y le ayudan a estudiar medicina, la bondad que conoció en tantos que le ayudaron a salir de su mísera situación, decide la vida de Adriano, lo confiesa él mismo de esta manera:

Jesús me salvó un día de la miseria física y moral, por medio de sus enviados, y ahora yo deseo consagrarme a la salvación de los demás, había sufrido demasiado en mi vida para poder olvidarme de los sufrimientos y de la triste suerte de mis hermanos de color.

Atiman fue médico sin medida en su trabajo. Atiende todas las especialidades, practica hasta los servicios más humildes de enfermero y médico, y a los que van a durar poco hasta les enseña el catecismo y les ayuda a morir cristianamente. Ser el único médico en cientos de kilómetros a la redonda, le obliga a acudir inmediatamente a los más distantes y diversos lugares según las exigencias de los enfermos.

El gigante Atiman, vive largo y muere en su ancianidad en abril de 1956 considerado como un santo por cuantos le conocieron y por cuantos recibieron su generosa cuanto no heroica ayuda. Una vida caracterizada por la inmensa gratitud a Dios y a los hombres, que no consiste solamente en recitar salmos y plegarias de gratitud, sino en tratar se hacer tan felices como le han hecho a él cuantos se le acercaron.

No olvida su pasado, se imagina que a no ser por los misioneros Padres Blancos hubiera continuado aún por los mercados de esclavos como un fardo de alimentos quedando en manos del mejor postor, por eso consagra su vida sacrificada voluntariamente a la elevación de todos los hermanos que la Providencia divina pone a su alcance.

Gigante de cuerpo, es más gigante del espíritu, desprendido de su natural egoísmo, toda su alegría proviene de hacer bien a los demás, de curar su cuerpo y su alma, de inyectar ilusión en sus penas, de regalar esperanza cristiana, de demostrar que hay un Padre que desde el Cielo sigue las rutas de todas las personas, para obrar en ellas, el poema de su amor, de su bondad y de su sabiduría.