14.01.13

Juan concibió el Concilio, Pablo lo dio a luz

A las 1:04 AM, por Alberto Royo
Categorías : General, Pablo VI, Vaticano II

Pablo VI fue llamado el mártir del Concilio

RODOLFO VARGAS RUBIO - ALBERTO ROYO MEJÍA

 

En el cónclave que siguió al fallecimiento del beato Juan XXIII resultó elegido el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, antiguo estrecho colaborador del venerable Pío XII y a quien había creado cardenal el beato Juan XXIII en su primer consistorio, el 15 de diciembre de 1958). Su elevación a la cátedra de Pedro no había sido una sorpresa para nadie, pues había sido patrocinada por poderosos personajes del Sacro Colegio pertenecientes a la ahora muy influyente ala liberal (los cardenales Frings y Liénart, los mismos que desde el primer día habían armado la revolución en el Concilio). En un cónclave no se proclaman candidatos ni se organizan campañas electorales al modo de las democracias en el mundo político civil. No hay programas que discutir ni mítines ni debates públicos. No obstante, existen mecanismos sutiles mediante los cuales un cardenal papabile (con reales posibilidades de resultar elegido) es promovido, lo cual lo convierte en papeggiante (o sea aquel que cuenta con apoyos concretos además de posibilidades). Montini fue ambas cosas.

Frings y Liénart consiguieron que su colega de Bolonia, Giacomo Lercaro (1891-1976), organizara una recepción informal en la casa de campo que su gentilhombre de cámara Umberto Ortolani (más tarde hombre clave de la Logia P2 junto con Licio Gelli, del cual se dice fuera la eminencia gris) tenía en Grottaferrata, cerca de Roma. Fue allí donde se consiguieron los votos que luego, en el cónclave, permitirían hacer Papa a Montini. Dicho sea de paso, por aquellos días arreciaba el escándalo provocado por la pieza teatral de Rolf Hochhutz “El Vicario”, en la que se acusaba a Pío XII (muerto cinco años antes) de haber callado ante el holocausto judío perpetrado por los nazis por connivencia con ellos. Indignado, el cardenal Montini, antes de entrar en cónclave, envió al periódico británico “The Tablet” una enérgica carta de protesta y de defensa del Papa Pacelli (a cuyo lado había trabajado un cuarto de siglo desde los tiempos en que éste fue Secretario de Estado de Pío XI). La carta fue publicada ya electo como Pablo VI y constituye el mejor alegato a favor de la inocencia del gran pontífice.

Durante el cónclave, el ala tradicional —capitaneada por Ottaviani— opuso a la candidatuta liberal la de Ildebrando Antoniutti (pues el cardenal Siri de Génova, ya delfín de Pío XII y candidato deseado, no había querido entrar en liza), pero no consiguió impedir una elección que estaba ya decidida desde 1958, cuando no fue posible por no ser Montini cardenal. Ahora que lo era no estaban dispuestos sus valedores a perder esta oportunidad. Así fue cómo, el 21 de junio de 1963, el arzobispo de Milán se convirtió en Pablo VI, siendo coronado el 30 por Ottaviani, en su condición de protodiácono del Sacro Colegio (detalle que sería irónico si no fuera por el profundo sentido de Iglesia que caracterizó siempre al combativo cardenal). Pablo VI manifestó inmediatamente, por supuesto, su voluntad de proseguir el Concilio, si bien era consciente de las dificultades que se presentaban. No en vano, cuando el Cardenal Montini recibió en su día la noticia de la convocatoria del Vaticano II, su primera reacción fue decir: “¡Menudo avispero!”, como han declarado testigos presenciales en su Proceso de Canonización.

Por su parte, los manejos del cardenal Döpfner continuaban. El 9 de julio convocó a todos los obispos alemanes y austríacos a una conferencia en Fulda (lugar tradicional de reunión del episcopado germánico). Se inauguró el 26 de agosto con la asistencia de más de 70 arzobispos y obispos, no sólo germanófonos sino también de los Países Bajos, Francia, Bélgica y los países del Norte de Europa. El evento será decisivo para la marcha futura del Vaticano II. En Fulda se redactó un grueso volumen conteniendo esquemas sustitutivos de los de la comisión antepreparatoria, con comentarios éstos últimos. La tarea estuvo dirigida por Karl Rahner, peritus del cardenal Franz König (1905-2004), arzobispo de Viena. En ella colaboraron activamente los padres Grillmeier y Semmelroth y el Prof. Ratzinger.

Al conocer la noticia de la conferencia de Fulda, los medios informativos italianos hablaron de “complot contra la Curia”. En realidad se trataba de complot contra el trabajo en el que tantos años se habían invertido por voluntad del beato Juan XXIII, que había asistido a ellos y los había supervisado, dándolos por buenos. Tras una entrevista del cardenal Döpfner con Pablo VI, éste aprobó verbalmente lo hecho en Fulda. El Papa anunció la apertura de la segunda sesión conciliar para el 29 de septiembre. En poco más de dos meses de debates, la “Alianza Europea” logró descartar la mayoría de propuestas del ala tradicional e impuso sus esquemas. El único que se discutió y aprobó fue el de Sagrada Liturgia, sobre el cual no hubo mayor contraste. El 4 de diciembre se clausuró la sesión, que fue aquella en la que la fuerza de los liberales pareció más fuerte que nunca.

Pero había tocado techo y aquí se vio la intervención del Espíritu Santo, que impidió que se siguiera por este derrotero. Pablo VI fue tomando poco a poco conciencia del peligro que representaba haber apoyado casi incondicionalmente a la “Alianza Europa”. Lo vio claramente cuando, en el curso de la tercera sesión (14 de septiembre al 21 de noviembre de 1964), se trató del tema de la colegialidad episcopal. Los Padres habían aprobado el esquema sobre la Iglesia Lumen gentium. En él se venía a afirmar, en pocas palabras que los obispos —en virtud de la consagración episcopal— entraban a formar parte de un colegio y que éste era equiparable al colegio apostólico, del cual era sucesor. Toda vez que el colegio apostólico era un colegio sui generis, en el que cada apóstol tenía las mismas prerrogativas que Pedro por imperativo de la necesidad, equivalía a decir que el colegio episcopal tenía las mismas prerrogativas que el Papa. Este esquema, promovido sobre todo por los Cardenales Suenens y Bea, iba acompañado por la aprobación de la prensa internacional, que daba por descontada la aprobación del Papa.

Pero realidad fue muy distinta, pues entonces, intervino Pablo VI, que impuso, con votación pero sin discusión previa, su famosa “Nota explicativa previa”, en la cual decía que “el paralelismo entre Pedro y los apóstoles de una parte y del Papa y los obispos de la otra no implica la transmisión de la potestad extraordinaria de los apóstoles a sus sucesores, ni como es claro igualdad entre la cabeza y los miembros del colegio, sino sólo proporcionalidad entre la primera relación (Pedro-apóstoles) y la segunda (Papa-obispos)”. El Sumo Pontífice tuvo a bien leer esta nota personalmente en el aula conciliar, lo que produjo un efecto muy negativo entre los Padres liberales, que manifestaron su descontento de manera bien patente cuando Pablo VI clausuró la sesión, pues veían en la actuación del Papa una concesión inaceptable a las peticiones del cardenal Larraona y los Padres conciliares más conservadores. En los ámbitos conciliares más liberales se habló de este acto como un acto más de la “semana negra”, del 16 al 24 de noviembre de 1964, en la que el Papa le echó un jarro de agua fría al llamado “espíritu del Concilio”.

Con las críticas que le llovieron, empezaba el Papa Montini a saborear las amarguras del pontificado, de las que después le vendrían muchas más. Sobre las que le vinieron por el Concilio, su amigo el oratoriano P. Bevilacqua, después cardenal, comentó en aquellos años: “Juan concibió el Concilio, Pablo lo está dando a luz; se concibe con alegría, pero se da a luz con dolor”. Como se ha recordado en su Proceso de Canonización, otro comentario que se hizo entonces sobre aquellos sinsabores de Pablo VI y otros similares fue que Juan XXIII abrió las ventanas de la Iglesia para que entrase el aire fresco y Pablo VI pilló el resfriado. No en vano el cardenal König le definió como el “mártir del Concilio”.

Es interesante notar el testimonio valiosísimo del entonces profesor Joseph Ratzinger —que vivía a caballo entre Roma y Münster en su calidad de peritus— sobre esos días y cómo percibió la atmósfera del Concilio. Fue en este punto cuando comenzó a distanciarse de su inicial adscripción liberal. En sus memorias intituladas “Mi vida” habla de cómo, entre los teólogos comenzó a fraguarse un espíritu de independencia respecto de los obispos, que estaban conduciendo los cambios en el aula conciliar “según el esquema típico del parlamentarismo moderno”. Parecía como si ellos pudieran cambiar la Iglesia -y hasta la fe- basándose en la capacidad humana de decidir y entonces cabía la pregunta (que se hace el futuro Benedicto XVI): “¿por qué sólo les era lícito hacerlo a los obispos?”.

Las siguientes palabras encierran la clave de lo que estaba ocurriendo en el seno de la magna asamblea: “se sabía que las cosas nuevas que sostenían los obispos las habían aprendido de los teólogos; para los creyentes se trataba de un fenómeno extraño: en Roma, sus obispos parecían mostrar un rostro distinto del que mostraban en casa. Los pastores que hasta aquel momento habían sido considerados rígidamente conservadores aparecían de pronto como los portavoces del progresismo, ¿pero era fruto de su propia cosecha? El papel que los estudiosos habían adoptado en el Concilio creó entre los estudiosos una nueva conciencia de sí mismos: comenzaron a sentirse como los verdaderos representantes de la ciencia y, precisamente por esto, ya no podían aparecer sometidos a los obispos. De hecho, ¿cómo habrían podido los obispos ejercitar su autoridad magisterial sobre los teólogos, desde el momento que sus tomas de posición derivaban del parecer de los especialistas y dependían de la orientación indicada por los eruditos?”.

Al reflexionar sobre esto, experimentaba Ratzinger “una profunda inquietud frente al cambio que se había producido en el interior del clima eclesial y que era cada vez más evidente”. Y con él la experimentaban muchos que habían empezado sido sinceros entusiastas del Concilio y veían ahora con preocupación sus peligrosas derivas.

Pablo VI tuvo que intervenir varias veces más de modo autoritativo en el Concilio. Algunos Padres conciliares habrían querido que el Pontífice asistiese como espectador y poco más, pero él no estaba dispuesto a obrar así. A un cardenal que se quejó de sus intervenciones en la comisión doctrinal, Pablo VI le dijo: “El Papa no se puede limitar a aprobar o dejar de aprobar al final, sino que debe aconsejar y tutelar durante el trabajo”; y al cardenal Willebrands le confesó que en conciencia no podía limitarse a saber lo que pensaba el concilio, sino que tenía que estar bien seguro de lo que aprobaba y promulgaba.

Algunas de estas intervenciones fueron destacadas, como la de cambiar en el esquema “De Oecumenismo” la expresión según la cual los hermanos separados “in Sacris Scripturis Deum inveniunt sibi loquentem” por “Deum inquirunt”, o los cambios que sugirió en el esquema inicial de la dei Verbum. Más sonados fueron sus esfuerzos personales por lograr la fórmula más adecuada posible para la declaración conciliar sobre la libertad religiosa, examinando con dicho fin personalmente las diferentes redacciones, en un ambiente de grandes presiones que llegaban desde muchos países a través de la prensa y de intervenciones diplomáticas, por no hablar de la tensión que el tema creaba al interno de la Iglesia.

Pero su intervención más sonada fue la declaración de María como Mater Ecclesiae, criticada por una gran parte de la asamblea conciliar, no tanto por el contenido de la declaración sino por el modo de realizarla, considerada por algunos como demasiado solemne y autoritativa, según el antiguo estilo papal que parecería ya superado. El Papa hizo un acto de gran valentía al decidir seguir adelante con la declaración ante los que le pedían “prudencia” y “moderación” para no exasperar a los protestante. Hoy en día leemos con dificultad para creerlo -pero fue así- que terminar Pablo VI su discurso aquel 21 de noviembre de 1964, una gran parte de los Padres conciliares rompió en un fuerte aplauso pero algunos abandonaron enfadados el aula conciliar.