22.01.13

 

Yo creo que, con excesiva frecuencia, de los sacerdotes se tiende a hablar mal; muy mal. Y por diferentes razones. Es obvio que es muy difícil que un sacerdote esté plenamente a la altura de su misión. Por el sacramento del Orden el sacerdote queda configurado como signo e instrumento de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Una enorme responsabilidad. Pero, a la vez, una responsabilidad que Cristo ha querido que algunos de los suyos tuvieran. No es una tarea que haya confiado a los ángeles, sino a los hombres.

Realmente, a todos los cristianos Cristo nos configura a Sí por el Bautismo. El cristiano es, y debe ser, otro Cristo. Aunque entre el indicativo y el imperativo medie una mayor o menor distancia. Una distancia casi infinita. El hecho de estar bautizados nos impele a vivir como bautizados. A tratar de ser no otra cosa que santos: “si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, «¿quieres recibir el Bautismo?», significa al mismo tiempo preguntarle, «¿quieres ser santo?»” (Beato Juan Pablo II, “Novo Millennio Ineunte”, 31).

Un sacerdote es un hombre y un cristiano. Su vocación a la santidad es, en principio, similar a la de los otros cristianos – en el fondo, a la de todo hombre - ; pero es verdad que “son llamados no solo en cuanto bautizados, sino también y específicamente en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden” (Beato Juan Pablo II, “Pastores dabo vobis”, 19).

Desde la lógica de la fe esta llamada insistente es comprensible. Entre el “ser” y el “parecer” se impone la coherencia, la armonía. Cristo aparece ante en mundo como lo que es: en la Adoración de los Magos, en su Bautismo, en Caná. En cada momento de su vida terrena. Él es, y aparece, como el Salvador del mundo, como el Hijo de Dios, como el Mesías de Israel que manifiesta su gloria.

Un cristiano, y un sacerdote – que también es, ante todo, un cristiano-, debe “ser” y “parecer”. Debe ser cristiano y aparecer como tal. No solo pensando en su propia salvación, sino también en la salvación de los otros. Cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier actitud puede tener consecuencias de cara a otros. Y los “otros” pueden ser los no cristianos, los aún no cristianos, o los cristianos que vacilan en su fe.

Pero también cualquier cristiano – incluso cualquier sacerdote – no ha de suplantar a Dios. Solo Dios es Dios. Solo Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre. Solo Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Los demás no lo somos. Con nuestras limitaciones, con nuestros defectos, con nuestras ambigüedades, pondremos de relieve, incluso en el caso – tal vez menos habitual - de que nuestras virtudes fuesen grandes, o de que nuestros pecados fuesen mayores, que solo Él es Él.

Y esa distancia no nos libera de nada. Nos compromete. Muy a fondo. Pero jamás nos puede convertir en seres orgullosos ni resentidos. Solo Dios es Dios. Los demás, siervos. Inútiles casi siempre. Ojalá que sepamos ser, con todo, buenos siervos.

Guillermo Juan Morado.

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Si se habla muy mal de los sacerdotes, se animará a que nadie quiera responder a esa llamada que Dios, sin duda, sigue haciendo. Si los católicos desprecian, como por desgracia así lo parece tantas veces, a los sacerdotes, ¿qué se podrá esperar de los que no sean católicos?

Dios dirá. No obstante, es de lo que más me desanima leyendo páginas católicas. No me extraña que haya pocas vocaciones…