Fe y Obras

El catolicismo en el debate público

 

 

01.02.2013 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Cuando se dice, y difunde con razón, la expresión según la cual dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios fue un acierto del Hijo de Dios cuando le tendieron aquella trampa para ver si decía que no había que pagar impuestos, en determinadas ocasiones se pretende que, en efecto, el cristiano (aquí católico) se abstenga de participar en el debate público como si no estuviera en este mundo a pesar de que sabe que no es de este mundo pero no confunde una cosa con la otra.

Claro está que tal interpretación de lo dicho por Jesucristo es una burda manipulación de la realidad y que sólo pretende que la doctrina católica no esté presente en la sociedad y no la ilumine con su verdad, la Verdad de Dios.

Por tanto, a la hora de intervenir, o no, en el debate público, el católico ha de tener en cuenta que las Sagradas Escrituras no han de suponer un obstáculo para que se produzca aquella sino, en todo caso, un aliciente para que sí se produzca.

A este respecto, en 30 de marzo de 2006, el Santo Padre intervino como invitado en el congreso del Partido Popular Europeo. Allí dijo algo que no se debería olvidar y que debería servir de guía para el comportamiento del católico en la vida pública:

 “Cuando las iglesias o comunidades eclesiásticas intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando una serie de principios, no cometen una interferencia o un acto de intolerancia, ya que tales intervenciones apuntan solamente a iluminar las conciencias para que las personas puedan actuar libremente y con responsabilidad, según las exigencias verdaderas de la justicia, incluso cuando esto contrasta con situaciones de poder o de interés personal".

En primer lugar, no supone interferencia la intervención de aquellas personas que, dentro de la Iglesia católica puede hacer uso de la legitimidad que ostentan para que su voz se oiga en la plaza pública.

En segundo lugar, la citada intervención no se hace por mor de querer inmiscuirse en lo público sino, muy al contrario, para hacer ver el punto de vista de la doctrina eclesial y, así, poder transmitir lo que le corresponde como Iglesia.

En cuarto lugar, se busca el ejercicio de la libertar personal iluminado por la doctrina de la Iglesia católica.

En quinto lugar y, sobre todo, importa poco o debe importar poco que lo que se tenga que decir contraste mucho con la, digamos, opinión dominante. Tanto el poder que ostenten personas o instituciones como los egoísmos personales no pueden ser obstáculo para que en el debate público intervenga la Iglesia católica.

Y, para esto, la intervención de la Iglesia católica en el debate público ha de ser firme y, sin duda, provechosa para el bien común.

Sin embargo, a pesar de todo lo dicho hasta aquí y que apunta a la necesidad de intervención directa de la Iglesia católica (pastores y fieles) en el debate público, aún puede haber quien se pregunte por qué esto ha de ser así.

Alguna razón puede ser, por ejemplo que el laicismo está buscando una sociedad en la que Dios no aparezca. Tal ha de ser una razón más que suficiente como para que, siguiendo a san Pedro, demos razón de nuestra esperanza.

Y es así porque el laicismo trata, más que nada, de acallar la voz católica porque no le interesa, para nada, la doctrina de Cristo. Que quien la defienda y transmita diga lo que piensa no puede ser del gusto de tal modo de pensar.

Pero, sobre todo, la razón primordial en la que se debe basar el católico para intervenir en el debate público, es que no se puede haber una diferenciación entre lo que dice que es, católico, y el comportamiento que tiene en la vida pública.

La unidad de vida, aquí, especialmente aquí, no debería ser olvidada nunca a pesar de los tiempos que corren de despiste y desvarío espiritual.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net