Fe y Obras

Cuaresma: conversión, penitencia, fe

 

 

13.02.2013 | por Eleuterio Fernández Guzmán


“Convertíos y creed en el Evangelio”.

Tal expresión de fe se nos pide cuando se nos impone la ceniza el Miércoles que lleva tal nombre. Esto se hace, exactamente, porque es lo que se nos pide: convertirse, en primer lugar y, luego, tener fe en la Buena Noticia, en el Evangelio.

Por eso, para un discípulo de Cristo cumplir la voluntad de Dios ha de ser lo que dirija su vida material a fuerza de hacerlo con la que es espiritual. Es, digamos, consecuencia la primera del exacto conocimiento y ejercicio de la segunda.

Por mucho que se pretenda dulcificar el gozo de ser franco en hacer lo que Dios quiere, no se puede negar la dificultad que tal intento encierra.

Para esto, pues, se necesita un espíritu fuerte, un corazón generoso y una voluntad a prueba de toda mundanidad o, mejor, capaz de soportar las tentaciones del Maligno.

Por tanto, se hace necesaria la conversión propia de quien se sabe hijo de Dios; una confesión, pues de fe y, por eso mismo, de cada día, instante o momento.

Pablo, según recogen los Hechos de los Apóstoles (22, 11) se pregunta qué ha de hacer porque la duda le asalta cuando, camino de Damasco para perseguir a los discípulos de aquella persona que habían enviado a muerte de cruz, oye la voz de Cristo que le dice “Saulo, Saulo”.

Cumplir. Ha de hacer lo que el Maestro le dice que haga y, por tanto, la voluntad de Dios. Y así hace porque, en su corazón ha habido una conversión.

Entonces... necesitamos la conversión pero en tal campo de acción espiritual no pueden faltar, ni faltan, las pruebas que en el camino de amor a Dios se nos ponen o, simplemente, aparecen.

Benedicto XVI, sabio Padre (muy reciente manifestación de su sabiduría es el haberse manifestado en el sentido de dejar la silla de Pedro para que la ocupe quien el Espíritu Santo crea que deba ocuparla), conoce que las mismas pueden llevar por camino al cristino pero que, también, pueden servir para que el hijo de Dios afirme que lo es y confirme su filiación divina con actos de entrega a la voluntad del Creador.

Por eso, en el rezo del Ángelus del domingo 7 de marzo de 2010, dijo que aquellas ocasiones en las otros o nosotros mismos pasemos dificultades “deben representar ocasiones para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para reforzar, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida”.

¿Por qué dice el Santo Padre esto?

Particularmente entiendo, como creyente, que hoy día abunda mucho la voluntad de no querer la de Dios. Por eso se pretende vivir como si el Creador no existiera: es una pretensión, algo que se quiere conseguir porque interesa. La consecuencia de tan extraño pensamiento deviene clara: cualquier mal es posible porque el Bien se tiene como imposible y, sobre todo, no conveniente.

Sin embargo, conversión, confesión de fe mediando, “Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de llamar a los pecadores a evitar el mal, a crecer en su amor y a ayudar concretamente al prójimo en necesidad, para vivir la alegría de la gracia y no ir al encuentro de la muerte eterna”.

Es decir, se nos llama a no caer en el mal. Pero no sólo eso sino que, además, el crecimiento en el amor ha de ser prueba de conversión y su expresión la mano tendida a quien la necesita. Así nos dirigimos hacia la vida eterna con firme paso viviendo, por eso mismo, la gracia de Dios.

Sin embargo, y como bien sabemos por la práctica diaria en cada una de nuestras vidas, la conversión no se produce partiendo de la nada y casi por una especie de rito mágico. Muy al contrario, “La posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solo el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que sean probados por el dolor para conducirles a un bien más grande”.

Basta, por tanto, con que nos demos cuenta de qué posición ocupamos frente a Dios, de lo pequeños que somos, de lo poco que, en realidad representamos si nos miramos en el espejo de Cristo, para que la conversión sea, tenga que ser, forzosamente profunda.

Convertirse y, para quien ya cree, confesar la fe, ha de ser algo cotidiano porque comunes son las caídas en el mal o en el pecado, comunes los apartarse de Dios, comunes las ocasiones en las que preferimos que el Creador no nos mire y no nos vea porque, como Adán, preferimos escondernos ante nuestros actos y omisiones.

Convertirse ha de ser, para nosotros, algo indisolublemente unido a nuestra vida espiritual, algo que no se nos olvide, algo que sea nuestro porque nuestra es la voluntad de cumplir la de Dios; algo que supone manifestar al mundo nuestra profunda fe. Conversión que, muchas veces, conlleva penitencia por lo mal hecho o por lo que deberíamos haber hecho y no hicimos.

Conversión, penitencia y fe son instrumentos espirituales que nunca deberíamos dejar olvidados.

Conversión nuestra de cada día,
no nos faltes ni dejes de llamarnos
desde nuestro contrito corazón
de hijos de Dios.
Amén.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net